A la mañana siguiente me desperté como quien dice, desplomada en el suelo. Me encontraba de rodillas al pie del kotatsu, tapada con las sábanas. Mi kimono estaba un poco arrugado (por favor, seamos realistas, estaba muy arrugado. Parecía el pañuelo anteriormente estrujado). Mis manos, heladas por el frío de la noche anterior que, quien diría que me desahogaría así. Yoko, la pequeña y formalita servidora de sake nunca se hubiera desahogado así. Pero, sin embargo, no me arrepentí de lo que dije ni mucho menos del sueño que tuve.
Estaba fascinada, señores. Quería ver otra vez a Kuno y decirle de una vez por todas que lo quería y que me perdonara el no haberlo ayudado. Igual me tuve que levantar y dirigirme a la sala de comedor y ver si tenía que limpiar algo o alguien. Pensé en Ukyou, en Ukai, en ellas. En ambas. Quería deshacerlas de mi mente, destruirlas porque ellas me habían quitado todo lo que anhelaba en este despiadado mundo. Mis lágrimas salieron a la vista de nuevo. El llanto estaba al acecho, señores. Me enjugué de prisa y mi cara estaba un tanto roja de nostalgia.
Mis manos, aún heladas, rozaron la pequeña perilla de la puerta rodante pues, para abrirla obviamente, ¿no? Mis ojos miraban fijamente el cielo azul y con nubes que parecían de algodón. Mi calma se iba y mis ganas de llorar sobresalían aún más. Respiré profundo entonces y di tres pasos afuera de mi cuarto.
Olí el sashimi* que provenía de la cocina. El delicioso pescado recubierto con salsa de soya a medio hacer se veía suculento desde el pasillo, que daba vista a la cocina. Allí estaban unas maduras mujeres con pañuelos en la cabeza y kimonos de mangas cortas. Dibujé una torpe sonrisa que nadie se divisó. Recordé entonces que ya se acercaba el otoño. Por eso era que hacía tanto frío.
Me fui hasta el comedor y me tiré en una de esas sillas grandes que generalmente son para el shogun. Igual me dio y caí en ella, sin más ni menos, sin más preludio. Mi cara estaba perdida en algún lugar del techo bien construido. Después miré al suelo. Mi mirada se retorcía en el tatami** de decoración, que pues a simple vista pareció hermoso. Frondoso como siempre, bien decorado… ay por favor.
Supongo que ustedes señores ya deben estar aburridos de tan estúpido estilo de vida. Pues, si les leí la mente, o si por algún motivo, razón o circunstancia revelé su estado de ánimo o alguna otra patraña, pues quiero hacerles quedar algo en claro. Mi manera de ser es así, no tengo por que fingir la forma como me expreso ya que yo me dirijo a ustedes como a mí se me pegue la bendita gana. ¿Quedó claro?
En fin, les voy a narrar entonces lo que hice después, señores. Para que no se aburran. Mi simpatía ya esta decayendo con ustedes, ¿no? Pues si es así, lo lamento sinceramente, tengo bastante paciencia, pero ella tiene unos límites. Oh, Dios, creo que estoy cambiando el tema de nuevo. Bien, de acuerdo. Voy a proseguir.
Como les iba diciendo, mi mirada estaba de lo más concentrada en el precioso tatami del suelo. Del doyo Aebo, señores. En fin, la clara alba del sol no tardó en entrar a la casa y reflejarse en la gran mesa principal. Mi mirada luego se concentró en eso, y después, sentí unos pasos sigilosos. Como de algún bandido, diría yo, ¿no? En fin, después de un rato, no volví a sentir esos pasos. Mi mente estaba en blanco, con tantos nombres juntos que se revolcaban en mi interior para hacerme la existencia imposible… y olvidar de una vez aquellos hermosos días en el doyo Kohawa. El doyo que me vio nacer y que me acogió en sus enormes brazos paternales. El doyo en donde afortunadamente conocí a Kuno, a Futari; en donde crecí con las molestias de mi hermana mayor Akemi, y en donde aprendí todo lo que sé hasta hoy. Mis lágrimas brotaron de nuevo.
En eso, me vino a la cabeza la foto de Shimamura. Partículas de amor nadaban en mi interior en vez de esas molestas mariposas que me salían cada vez que pensaba en él. Mi actitud se plasmaba a merced suya. Él hacía lo que se le pegaba la regalada con mi pobre corazón, malherido con tantas cosas juntas que se rozaban y se frotaban entre sí para aumentarme más el estrés y la incomodidad. Quería gritar pero, para no causar más molestias de las que ya causé en mi llegada a este doyo junto con Shimamura, me desahogué con el estrujado pañuelo que arrebaté de mi cabeza. Mi pelo se enmarañó en segundos y mi ira aumentaba a cada momento más. Hubo unos momentos en los cuales me sentí totalmente dueña de mis emociones y sentimientos, sin nadie que pudiera intervenir; pero de nuevo volvió a aparecer la ira, agarrada de mano con la fotografía nefasta de mi amado. Al otro lado de mí se encontraba una especie de molde de lo que pudo ser mi amigo Kuno. Lo miré por momentos y corrí en dirección de él. Kuno sólo sonreía y yo tenía lágrimas vulnerables en las esquinas de los ojos.
Él tenía los brazos extendidos, en señal de que siempre me iba a proteger, como lo dijo Shimamura. Kuno dio tres pasos a donde mí y yo caí en su pecho llorando. Mi pelo, enmarañado que parecía estropajo, se batió entre los anchos hombros de Kuno. Él me abrazó y pareció susurrarme al oído.
-Yo voy a protegerte… así no esté contigo, Yoko…
-¿Eh? ¿Kuno?
Parecía una tonta repitiendo su nombre en la penumbra de la noche que absorbía mi obsoleto sueño; la fotografía de Shimamura y la ira se fueron desvaneciendo poco a poco mientras que yo me acurrucaba más y más en el torso de Kuno. Me protegía, señores. Mi sueño estaba pasando de ser una pesadilla interminable a una encantadora visión. Mis manos heladas se escondían entre las mangas de él. Kuno me besaba en el cráneo y yo sonreía en la oscuridad de su camisa.
En el fondo, fue apareciendo una especie de bosque hermoso. El viento resoplaba por entre las supuestas ramas de los árboles, había un río, recuerdo bien. Las flores de cerezo de los árboles se movían al ritmo de la brisa y yo me sentí por vez primera en el paraíso. Recordé las fiestas tradicionales que se hacían en mi aldea natal. La fiesta, sakura no Hana mi que en cada primavera se celebraban en honor a la aparición de las flores de cerezo, que hacían de mi una persona muy feliz. Mi Edo natal se veía adornado con hermosas guirnaldas y faroles alumbrados con luces esféricas que daban lugar a hermosas reliquias de arte medieval.
Mi abrazo con Kuno pasó a mejor vida. El bosque iba desapareciendo junto con el borroso recuerdo que aún guardaba de Kuno… y me dejaban sola de nuevo.
Desperté en segundos. Estaba tirada en el suelo cubierto de tatami y yo estaba con las piernas cruzadas, más bien arrodilladas mirando a la parte baja de la cama. Mis lágrimas se habían secado por sí solas y mi pelo estaba un tanto desarreglado.
Salí, pues de mi cuarto para tomar un poco de aire fresco. Me hubiera hecho bien un poco de sashimi recién hecho de la cocina. Me acordé de las señoras cocineras y del exquisito plato que preparaban. Mis manos se frotaron del frío y dirigí mi mirada al suelo arcilloso de las afueras del doyo, cuya cara daba al bosque. Vi que los árboles daban hojas entre naranjas y amarillas. Era otoño ya, señores. En momentos recordé el sueño absurdo que acababa de tener. Recordé a Kuno, abrazándome en un intento de alejarme de la horrorosa foto de Shimamura y de la ira que lo acompañaba.
Mi mirada se dirigió de nuevo a lo largo del estirado pasillo dedicado a mantener las geishas junto con los samuráis.
Caminé durante segundos, minutos, horas. Oh, creo que estoy exagerando otra vez.
Cuando hube llegado al comedor, no había nadie. Si acaso estaba la sombra de Sonaki que limpiaba la repisa de alguna determinada pared, la verdad no lo sé.
Mis ojos, aún empañados, miraron aquella silueta que se remontaba en las puertas para entrar a la sección de los samuráis. Mi curiosidad llegó a tal punto de que tenía que saber si era Sonaki la que estaba allí. Y sí, si era Sonaki. Mi joven amiga limpiaba con una manera tan peculiar que sólo (pensé) podría ser de ella.
Al cabo de un rato, Sonaki se percató que alguien la estaba observando, a lo cual miró en dirección donde me encontraba.
Me miró con curiosidad y enseguida me reconoció. Era agradable recibir una sonrisa, claro, departe de una niña tan amigable.
-Hola, Yoko.
-Ah, hola Sonaki. No te había visto en esta mañana.
-Ah, bueno. La verdad me encontraba limpiando toda la casa, como trabajo que me encargó la señorita Ukai.
-Ya me lo suponía. Oye, y por cierto, ¿nadie se ha levantado?
-Oh, por supuesto que sí. La señorita Ukai y el señor Kinomoto están desde hace rato en la terraza principal. Mi hermano y Shimamura están también desde hace tiempo vigilando en donde les corresponde.
-¿Ah, sí? ¿Y yo cómo no me di cuenta, por Dios?
Caray, nunca hubiera sabido donde estarían de no haber sido por Sonaki. Ni siquiera estaba segura si Shimamura se había levantado.
Mi adrenalina estaba un tanto subida por tanta presión. Sonaki siguió con su trabajo y yo decidí irme a donde Shimamura, cosa que siempre hago cada vez que me levanto. Pues, la verdad, no tenía muchas ganas de verlo, pero, no tenía nada más que hacer, señores. Es la purita verdad.
En fin, me dirigí hasta allá. Como lo había dicho Sonaki, Akira y Shimamura estaban ahí, sentados y hablando cómodamente. Ninguno se percató de mi presencia, hasta que me hube acercado mucho. Fue ahí cuando los dos miraron en dirección mía.
El joven Akira abrió la boca.
-Señorita Yoko, no sabía que estaba levantada. ¿Cómo amaneció?
-¿Eh? Ah, pues, yo amanecí bien… eso creo. ¿Y tú?
-Yo bien, gracias—dijo y sonrió.
Noté que Shimamura no abrió la boca para nada. Me pareció extraño pero igual seguí como si estuviera mirando a Akira, el cual ya había dejado de mirarme. Tenía la mirada fija en algún punto del bosque, tal y como se había quedado Kuno. Sin embargo, Shimamura me miraba desconcertadamente. Tenía sus ojos clavados en algún punto de mi cara. Cuando me di cuenta de eso, giré el rostro al suyo y enseguida volteó a otro lado. Mi furia se salía de control y deseé ahorcar a Shimamura. ¡Me había ignorado!
Pero obvio que ustedes creerán que eso no es suficiente motivo como para querer ahorcarlo, señores. ¿O me equivoco? Igual tenía que saludarlo. No lo había visto en toda la bendita mañana… y tenía que hablar con él. Mi conciencia me lo ordenaba.
En fin, tuve que acercarme a él y propinarle un grotesco saludo.
-Ehmm…, hola Shimamura.
-Hola Yoko—replicó sin ánimos.
Nuestra conversación no iba para ningún lado. Acto seguido, habló de nuevo, pues, supuse yo, para no tener ese molesto silencio que nos perturbaba.
-Eh, ¿cómo amaneciste?—susurró.
-Ah, yo…, bien. Gracias… creo—dije.
No prosperaba ninguno de nuestros saludos. Mi mente sólo pensaba en Kuno, en el sueño de anoche, en él, en mi amiga Futari, en el abrazo de mamá… en todo, prácticamente. Igual, tenía que reconfortarme con saber que Shimamura siguiera observándome y que supuestamente fuera a protegerme en cualquier momento. Mi alma regresaba a mi cuerpo y yo quedaba en un estado de simulada felicidad.
-Oye, Shimamura…, tú cómo amaneciste, ¿bien?—le dije.
-¿Eh? Ah, pues yo, sí. Bien. ¿Qué esperabas?
Dijo eso y dejó ver una sonrisa pícara y a la vez inocente. De repente, se oyó un extraño sonido que supuestamente provenía del bosque. Los tres (Shimamura, el joven Akira y yo) vimos que unos arbustos se movían torpemente. Shimamura y Akira sacaron a medio abrir sus espadas, y yo me oculté detrás de la espalda de Shimamura.
La voz del joven Akira retumbó mis oídos.
-¿Escucharon eso? Parece provenir de aquellos arbustos.
-Sí, lo escuché—replicó Shimamura.
Las voces de los dos parecían susurrar para que aquel ser no se percatara de que estuviéramos ahí. Yo, por mi parte, estaba un poco asustada y a la vez preocupada. No me pregunten, señores, el porqué de mi preocupación, ni mucho menos el porqué de mi miedo.
En cuanto a lo que seguía a acontecer, los dos samuráis se dirigieron hasta los arbustos, no sin antes decirme que avisara a alguien o que pidiera ayuda.
Salí disparada en dirección a la pieza de Ukai. Arrasé con la puerta que no estaba trancada, y penetré en la habitación. Por desgracia, estaba vacía. Ukai no estaba en el cuarto.
-Ay, Dios. ¿Por que me pasa esto a mí?—me dije a mi misma.
Salí, pues, corriendo a la pieza de algún samurai. El pasillo estaba desierto, señores. En ese momento de angustia me encontré al señor Kinomoto, el cual se encontraba parado al frente de la mesa del comedor. Grité desesperada, en un intento de que me entendiera:
-¡Señor Kinomoto! ¡Parece que nos han invadido! Hay algo detrás de los arbustos ¡tiene que verlo!
Parecía una misma loca. El señor Kinomoto frunció el ceño.
-¿Pero qué es lo que dices? ¿Acaso nos invadieron?—replicó.
-¡Venga conmigo! ¡Akira y Shimamura ya fueron a investigar!—continué.
Tomé del brazo al señor Shizo y me lo llevé hasta la terraza. Estaba vacía, lo que elevó más el grado de mi miedo. El señor Kinomoto sólo me veía.
-¿A dónde dices que se fueron?—preguntó ansioso.
-Por allá—dije y señale los arbustos móviles y acto seguido se dirigió hasta el lugar.
Yo iba detrás de él, corriendo preocupada por Shimamura. Y después de un rato, aparecieron Shimamura con Akira a los hombros. Al parecer, el joven Akira estaba herido de arma blanca. Shimamura gimió desesperado:
-¡Hay que ayudarle! ¡Está malherido! ¡Deprisa!
Corrí a donde estaba el cuerpo inconsciente de Akira. Lo ayudé a llevar hasta la enfermería y después no sé lo que pasó con el señor Kinomoto. Quien sabe si se iría o, talvez, se quedaría allí.
A mí no me traía buena espina ese hombre y de todos modos llevé con ayuda de Shimamura el cuerpo ensangrentado de Akira.
Ya pasado el susto, y ya con un poco de calma, estábamos Shimamura y yo afuera del cuarto de enfermería. El joven Akira estaba adentro con unas curanderas que seguramente eran algunas geishas.
Shimamura se comía las uñas desesperado. Yo, en su lugar, también hubiera hecho lo mismo, señores. Mi corazón latía fuerte y las palmas de mis manos estaban un poco ensangrentadas por el hombro herido de Akira.
Al rato, salió una curandera.
-¿Cómo está? ¡Dime la verdad!—preguntó Shimamura, aún con más desespero.
La voz de la curandera parecía venir de algún lugar remoto que yo no podía entender y que sin embargo, el pobre pudo calmarse un poco con las pastosas palabras.
-Todo está bien. El muchacho al parecer recibió una puñalada en el hombro pero se repondrá. Ha perdido mucha sangre, eso sí, pero se recuperará.
-Oh por Dios… ¡Pero claro que recibió una puñalada! ¡Yo lo vi y no hice…!
-Shimamura, ya. Calma… todo está bien. Akira está a salvo—interrumpí.
Trataba de calmarlo diciéndole que estaba bien todo, para que no se preocupara más por el joven Akira. Yo también me alegré de que no pasara a mayores lo de esa herida. Mi alma volvió al cuerpo. Me sentía aliviada, en realidad.
Pero el pobre de Shimamura, sí que estaba tembloroso y lo peor de todo, traumado.
-Yoko…, yo lo tuve en frente de mí, mientras lo atacaban y… y no hice nada… casi lo matan, por mi culpa…
-Shimamura… así lo hubieran matado, no hubiera sido tu culpa. Akira está a salvo. No te preocupes… de todas maneras, no fuiste tú el que lo atacaste… no fue tu culpa.
-¡Pero claro que fue mi culpa!—farfulló soltándose de mí—. ¿Es que acaso no comprendes? ¡No lo pude proteger como él lo hubiera hecho conmigo!
Con ese grito me dejó sorprendida. Retrocedí un poco y él se largó. Así nada más, se fue y punto…, dejándome preocupada y con el corazón en la boca.
Bueno, pero al fin y al cabo, todo había salido bien, el joven Akira estaba mejor. Hubiera sido peor el no traerlo aquí y dejarlo agonizando.
Él no debería echarse la culpa. Más bien es él el héroe. Él fue quien trajo a Akira hasta acá y así lo pudimos curar…, bueno, eso creo. Shimamura estaba exagerando, Dios.
Después de un rato, mi cabeza estuvo invadida por un pensamiento remoto: ¿Sonaki sí estaría enterada de lo ocurrido? ¿Sabría acaso que de no haber sido por Shimamura su hermano talvez no estuviera aquí, con nosotros? Me quedé pensativa por unos momentos. ¿Sí sabría?
Me quedé pensativa, ya lo había dicho. Igual me dirigí hasta la sala del comedor y me la encontré, llorando.
Me acerqué a ella, con pasos sigilosos, leyendo en sus ojos empañados que se había enterado de lo que pasó con el joven Akira. Le puse mi mano en su hombro, frágil y adolorido.
-Sonaki… en verdad lo lamento. ¿Acaso te contaron…?
No terminé la frase.
-Si te refieres a lo de mi hermano, sí. Por eso estoy llorando…, pudo haber muerto, de no haber estado con Shimamura… le estoy muy agradecida, en verdad…
-Sonaki, yo…, tranquila. Todo está bien, ya pasó.
Tenía aún ganas de llorar. Lo supe por sus ojos bien abiertos y húmedos. Mis manos, ambas, se posaron en sus hombros en un intento de sacudirla y decirle que ya lo difícil pasó. Akira estaba bien…, pero no. Sólo suspiré y eso hizo que me leyera el pensamiento.
-Sé que todo está bien, pero… la cicatriz quedará ahí… ay, pobre Akira…
Rompió en llanto de nuevo. La lástima que sentía se notó a leguas y mi mirada cayó hasta el tatami del suelo; por un momento creí que estaba absorta de toda realidad. Sólo veía a la pequeña Sonaki, llorando en la penumbra de la tarde y haciendo de mí un obstáculo para su desahogo…, cosa que me hizo sentir incómoda, señores.
Con esas mismas me fui. Me dirigí a la pieza en donde estaban atendiendo al joven Akira, para ver por lo menos como estaba. Mi adrenalina subía cada vez más y hacía que mis mejillas ardieran por el nerviosismo, no en ira.
En fin, tuve que pensar mucho para entrar a la habitación de enfermos. Mis manos estaban absolutamente heladas y mi corazón latía fuerte. No recuerdo muy bien porqué estaba así. Ni siquiera me cercioro si en verdad estaba en esas cuando estuve a punto de entrar a la pieza. No lo sabría nunca.
Al fin, tragando suficiente aire, entré.
Encontré a Shimamura sentado al lado de la cama, en la cual yacía el joven Akira; tenía una enorme venda (o más bien varias vendas juntas) alrededor del ancho hombro. Tenía el pecho desnudo y tenía una manta hasta el alto estómago.
Shimamura estaba con ambas manos en la boca, con los codos apoyados en las temblorosas rodillas que, para ser francos, aún temblaban. Él seguía con el remordimiento de conciencia con lo del ataque emboscado. Mi mano estaba rígida aferrando la falda de mi kimono. Ambos notaron el ardor de mis mejillas.
Pero fue Shimamura el que abrió la boca.
-¿Yoko? pensé que ya habías venido. ¿Te encuentras bien?—dijo sin mirarme a los ojos.
-Ah, sí, estoy bien…, creo. Pero eso precisamente le vengo a preguntar al joven Akira. ¿Cómo te sientes?—dije mirándolo fijamente.
Esto último lo dije sentándome al lado de los muslos calientes de Akira y llevando la mano derecha a la mejilla izquierda del joven.
-Yo estoy bien…, sólo necesitaba reposarme, es todo. Gracias por su preocupación, señorita.
Al parecer, el joven Akira, a pesar de la gravedad de su herida, seguía tan sonriente como de costumbre. Leí detrás de esa sonrisa un intento de no hacernos preocupar debido a su lesión. Me impresionó, pero, hasta ahí.
El joven Akira me preguntó por Sonaki:
-Señorita Yoko… ¿de casualidad no sabe si mi hermana ya está enterada de esto?
-Ah, esa Sonaki. Obvio que debe de saber, ¿no es tu hermana? Debe de estar llorando—farfulló Shimamura.
-¡Shimamura! Oh, no le preste atención, joven Akira. Es más, sí, Sonaki ya está enterada de lo que pasó… y en efecto, la encontré llorando en el comedor por usted—eso último lo dije con tristeza.
-Oh, pobre Sonaki… debe de estar asustada…—dijo Akira.
Qué amor de hermanos. Sonaki llorando por él y él, preocupado por el estado de su hermana y no por el suyo. Vaya, nadie se hubiera preocupado por mí de esa manera si no hubiera sido mamá, Akemi o Kuno…, ah, y de pronto también Shimamura, claro.
Y efectivamente, como dice el dicho, hablando de Roma, mira quien se asoma. Sonaki entró al rato a la habitación, aún con lágrimas en los ojos. Leí su mirada. Quería estar a solas con su hermano. Le hice señas a Shimamura de que nos fuéramos y, al principio no me obedeció, pero después me entendió y ambos salimos. Sólo yo me quedé a medio espiar la conversación de los hermanos Muroachi. En verdad me interesaba saber lo que irían a platicar.
Sonaki hablaba entrecortadamente mientras se enjugaba las lágrimas. Akira sólo la miraba… con ternura. La pobre miraba tiernamente a su hermano y le decía en voz temblorosa:
-Tuve tanto miedo de perderte, hermano…
-Ya, Sonaki… ya pasó. Todo está bien, tranquila… sabes que soy de acero—dijo él.
Soltó una corta carcajada. Akira se conservaba sonriente; Sonaki se aferró en el pecho de su hermano y éste, la abrazaba tiernamente y hacían que me brotaran lágrimas.
-Tú eres lo único que tengo en el mundo, Akira… eres mi hermano—murmuró ella.
-Sonaki… ya.
Él se levantó, quedando así sentado en la cama, dándole el frente a su hermana. Sonaki volvió a agarrarse al pecho masculino de su hermano, como si temiera que se escapara y la dejara sola…, tan sola como yo.
Yo era una de esas chicas que el mundo ha predestinado a dejarla sola durante todo el trayecto de la vida nefasta…, así que no me impresionó mucho la forma como Sonaki abrazó a su hermano. Así mismo hubiera abrazado yo a Shimamura.
Ah, y como había contado anteriormente, el refrán aquel acerca de Roma (que en verdad no sé que tienen en contra de la pobre Roma), Shimamura estaba detrás de mí, y al parecer, al igual que yo, había escuchado la conversación.
Me hice la tonta y no le presté atención… pero no pude evitarlo. Tenía que hablarle, a él. A mi hombre, señores. Y sí, le llegué a hablar, como siempre hago cuando hay que acabar silencios molestos que interrumpen una conversación. Soy una rompe silencios.
-Ah, eh… ¿Qué haces ahí detrás de mí, Shimamura?—dije mirándolo de reojo.
-Ah, ¿yo? Eh, bueno… estaba viendo si se te ofrecía algo… no sé—murmuró cruzándose de brazos.
-Hmm, ya veo. ¿Y desde cuando eres tan atento conmigo, si se puede saber?—repliqué.
-¿Qué? Si te hablo, está mal; si te trato como te trato, está mal; y si trato de tener atenciones contigo también está mal. ¡Quién te entiende!
-Bueno, ya. No es para tanto… sólo preguntaba, es todo. En ese caso, pues, muchas gracias. En verdad.
-Sí, claro.
Shimamura no sonó del todo convencido de mi agradecimiento, pero a mi me dio igual. Para que me iba a poner en esa práctica si de todos modos iba a salir perdiendo con éste imbécil de Shimamura. Qué estúpido, pensé.
Igual, no sé si en verdad, me hubiera preocupado por hacer algo con respecto a mis sentimientos hacia él. Quién sabe… es más, ni siquiera yo misma lo sé.
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