Pero en el transcurso de una semana, todo se volvería igual que antes, como si nada hubiera pasado.
Yo seguía viéndome con el doctorcito de vez en cuando y de cuando en vez; trataba de que Shimamura no se enterara de nuestras encontradas, ya que si se enteraba cogía una de sus comunes rabietas que hacían de él un tipo insoportable.
Una vez, me puse tan bonita que todos los samuráis me miraban y me halagaban. Y eso, sólo me arreglé para Alan.
Salí con él como los anteriores días y la pasamos muy bien. Me halagó por el kimono que traía y me dio un obsequio. Era una especie de flor rosada que daba vueltas ella sola, bueno, si es que alguien le daba un soplido o con la ayuda del viento.
-Toma, Yoko… esto es para ti—dijo.
-¿En serio? Ay que bonito, Alan. Gracias. ¿Pero qué es?—susurré acercando mi cara a la de él.
-Creo que se llaman flores de viento… o algo así, y es un objeto que si tú soplas, gira y se ve muy curioso. Por eso lo escogí, porque es curioso, como tú.
-Ay, Alan… bueno. Gracias.
Al cabo de un tiempo sentí que Alan me cogía mucho aprecio.
La pequeña hija de Alan me cogió un gran cariño que hasta pareciera que fuéramos hermanas. La niñera, sin embargo, se hacía la dura y me torcía los ojos, como queriéndome decir que “me abriera del sitio” o talvez “deja a la niña en paz, que no necesita de ti, gran estúpida”.
Yo interpretaba esas miradas matadoras como cualquier cosa. Hasta llegué a pensar que me tenía rabia como yo se la tenía a Ukai… o que tal vez me tenía celos porque yo le caía mejor a la niña que ella, o cosas así.
Pero igual ni por eso dejé de verme con el señor Alan. Ni siquiera la vez que me amenazó la niñera esa.
-Además de quitarme al hombre que amo, me está quitando mi empleo. No sea tan resbalosa, señorita, y más le vale alejarse lo más que pueda del doctor, porque usted todavía no me conoce… le conviene abrirse y dejar de meterse en lo que no le incumbe arrastrada.
-¿Perdón? No señora, escúcheme una cosa: ni usted ni nadie tiene que venir a decirme que es lo que tengo y lo que no tengo que hacer, tampoco le he hecho nada como para que venga y me eche en cara que soy una resbalosa o una arrastrada. Es más, usted ni siquiera me conoce, así que no hable sin saber… más bien es usted la que no me conoce y no sabe con quien se acaba de meter.
A partir de esa milésima de segundo, ella se quedó callada.
Después de eso, no sé que más pasó con ella o con el doctor.
Al cabo de unos días me llegó la triste noticia de que Alan se había ido, con su hija y su niñera rencorosa. Me puse muy mal y triste de que el doctor no se había despedido de mí.
Lo bueno es que después que seguí los consejos de Alan, me sentí mucho mejor. La gripe ya se había ido y los cólicos habían cedido un poco.
Sentía que mis días se iban arreglando a cada momento más y que el sol se ponía cada vez más amarillo y más radiante que nunca.
Al fijarme en Alan como nueva oportunidad del amor que Dios ponía en mi camino, me di cuenta que también fue otro intento fallido, ya que a él también se le murió su único amor y al parecer no puede olvidarla, como me pasó con Shimamura.
Ay pero que cosita con los hombres que me consigo. Todos están comprometidos o tienen novia. Ay, pero que desdicha, señores.
Igual, tengo que seguir y darle punto final a esta porquería que se hace llamar autobiografía.
Bueno, como iba yo diciendo, o más bien como yo voy a decir, me encontraba en esos momentos en mi bañito cerrado con el agua caliente que me llegaba a tapar hasta los pechos. Tenía el pelo recogido, ya que no me lo iba a mojar. Tenía la mirada perdida en algún punto de la nada del tatami del techo, que estaba bellamente adornado con los maderos que construían el doyo Aebo.
Bueno, ese no es el punto. El punto es que después que terminé de bañarme, me puse un kimono de camisa blanca, con una falda corta azul rey, pues, para verme diferente ese día. Me peiné con la gruesa peineta que alguna vez perteneció a mi mamá y que luego pasó a manos de Akemi para que después pasara a manos mías… en fin. Pasó de generación en generación. Acomodé mi flequillo de manera que quedara cien por ciento a mi gusto y salí de la pieza para ir a parar al comedor.
Eran más o menos como las tres de la tarde.
El común frío del acercamiento del invierno penetró por las bajas faldas de mi kimono y después circundó como un rayó por toda mi piel, formando estímulos y respuestas en mi cuerpo de manera electrizante. Parpadeé y los vellos de mis brazos se erizaron; miré a todos lados pero no vi a nadie. Intenté buscar con la mirada a Shimamura peor no lo encontré.
La mesa seguía tan sola como silenciosa. El sonido de las gotas de agua que caían en el lavabo de la cocina retumbaba en eco en mis pequeños tímpanos. Decidí sentarme perpendicularmente al asiento del jefe del doyo, sin importarme el como estuviera sentada en ese momento.
Pasó rato, y sentí ganas como de salir a la calle, a la aldea, o de pasear por allí, pero comprendí que no quería ir sola.
Opté por ir a donde Shimamura a pedirle que me acompañara a la aldea. Era un buen motivo para estar cerca del hombre que amo, ¿no creen señores?
Pues sí, fui caminando hasta la sección de los samuráis. Me topé con un sinnúmero de tipos algo melosos y arrogantes que no paraban de decir cuan buena estaba o alguna otra cosa por el estilo. Yo sólo los ignoraba y trataba de concentrarme en el número de la habitación que alguna vez perteneció a Alan McGonagall.
Entré desprevenidamente repitiendo el nombre de mi amado.
-¿Shimamura? ¿Estás aquí?
Nadie respondió, así que me preocupé. Noté que la puerta del pequeño baño estaba medio abierta. “puede que Shimamura esté allí” pensé. Como no soy de las chicas que pienso mucho antes de hacer algo, decidí pues arriesgarme a entrar a ver si él estaba dentro y sí. Sí estaba dentro del baño, en la ducha, desnudo completamente. Me ruboricé, obviamente, de ver a mi hombre como Dios lo trajo al mundo, todo mojadito y olorosito… ay, Dios… ¿Qué me está pasando?
Lo único que sé es que sentí ganas de besarlo y abrazarlo. Cosa que no pude hacer.
Salí del baño despavorida y un tanto alterada. Él ni siquiera se dio cuenta de mi presencia. Me quedé estupefacta frente al cuerpo perfecto de aquel hombre, viril y a la vez arrogante, que hacía verlo más atractivo. Pensé que era algo andrajoso hablar del amor que siento hacia él en este preciso momento que supuestamente quería salir a pasear con alguien. Supongo que ustedes no piensan eso, ¿o me equivoco?
No, creo que no me equivoqué
Bueno, bueno. Al cabo de un par de segundos, él sale y nota que estoy ahí. Se tapa rápidamente y se dirige a mí.
-¡Yoko! ¿Pero que es lo que demonios haces aquí?
-¿Acaso no te agrada verme?
-Pues… claro que me agrada verte, pero… no de esa forma, así sin avisar.
-Ah, bueno, si eso es lo que quieres entonces me voy…
-¡No, espera!
En una milésima de segundo, ya me tenía prendida de la cintura. Su boca mojada chocaba con la mía reseca por la agitación; su cuerpo era como una avalancha de nieve sobre el mío. Era una especie de muro de piedra sobre mí.
-Yoko… yo… ¿por qué viniste a buscarme?
-¿Como que porqué vine a buscarte? Simplemente porque quería que me acompañaras a la aldea… ¿o es que acaso te molesta hasta que te invite a una simple salida de amigos?
-Yoko… yo en ningún momento dije eso. Lo que pasa es que tú tenías la compañía de aquel doctorcito, y me extraña que sólo vengas a donde mí cuando te conviene…
-Ay, Dios…
-No, no me ignores. Mírame a los ojos: tú te estabas enamorando de aquel imbécil y yo no tengo por qué soportar tus niñerías o cualquier sandez…
Me tenía agarrada de los hombros y me obligaba a mirarlo a los ojos. Yo trataba de evitar sus “coqueteos” bajando la mirada cada vez que él me la subía.
-Mira, Simplemente te vengo a pedir que me acompañes a la aldea—dije codeando sus brazos--, no te estoy pidiendo una cosa del otro mundo… no es para que te pongas así.
Me solté tratando de calmar aquel carácter fuerte y prepotente que lo distinguía y esperé una pronta respuesta.
-Y al fin, ¿sí o no me vas a acompañar?--insistí
-No lo sé… por qué no mejor vas y buscas a tu doctorcito…
-¡Ay, pero que celos tan estúpidos!
-¡Pero si no son celos!
-¡Y entonces que más va a ser, eh!
Silencio. Dicho esto, decidí irme. Ya sabía que él no quería ir ni a la esquina conmigo. Así que elegí la opción de buscar otra pareja.
Me dirigí hasta la sala de comedor y vi que estaban Yamoto y Kazuki, las cuales estaban jugando otra vez a la comida.
Kazuki no se había dado cuenta de mi presencia pero Yamoto sí que lo hizo.
-¡Hola Yoko! ¿Cómo estás?
-Ah, hola Yamoto. Yo estoy bien, gracias. Oye, me preguntaba… ¿quieres acompañarme a la aldea a ver cosas?
-Claro, Yoko, me encantaría, pero…
Sus grandes ojos se concentraron en los de Kazuki que la miraba con recelo. Comprendí entonces que se quería quedar jugando con su amiga. Así que no la obligué a que me acompañara.
-No quiero dejar a Kazuki sola… pero también quiero ver cosas bonitas contigo, Yoko…
-No importa, si quieres quedarte jugando con Kazuki, puedes quedarte… yo no te estoy obligando a que me acompañes. Adelante, tú eres la que decides.
Silencio. No sabía que decir, ni ella ni yo.
Pasaron cinco segundos hasta que habló.
-Me quedaré con Kazuki, no quiero dejarla sola mientras nos divertimos.
-De acuerdo.
Solté un corto suspiro y me enderecé. Caminé hasta doblar al pasillo largo del doyo y me choqué con Shimamura. Fue un choque presuntuoso y atrevido. Enseguida, hablé.
-Ay, Shimamura… fíjate por donde caminas.
-Ah, Yoko… pensé que te habías ido.
-Ya ves, aún no me he ido porque no he conseguido alguien que me acompañe.
-Ah, que bueno, porque decidí acompañarte, Yoko.
-¿Ah sí?
Sentí un gran alivio y a la vez una gran molestia con él, por no haber aceptado la invitación antes.
El grado de estrés bajó en un ochenta y tres por ciento (jeje, hasta mido el grado de estrés), Shimamura estaba conmigo y al parecer el día se iba tornando fuerte.
Al fin conseguí a alguien que me acompañara a la aldea, por lo menos a ver las cosas que hacía rato no veía.
Estaba pensando precisamente en eso mientras él, con su común armadura gruesa y kimono blanco y yo con mi blusa blanca y falda negra atravesábamos el espeso bosque. Me sentía segura ya que estaba con él… y él conmigo. Su espada, al lado derecho de su cintura, que hacía verlo súbitamente sexy. Trataba de no mirarlo a los ojos y de nunca quedarme en silencio, porque en verdad me molesta.
Lo agarraba de la mano cada vez que podía y sentía sus dedos de hombre en las yemas de mis dedos, frotándose unos con otros y calentándose entre sí. Entre las cosas que decíamos, estaban las siguientes.
-Oye… Shimamura…
-Dime.
-¿Este no era el bosque en donde casi nos matan los ninjas bandidos y en donde casi me viola el tipo ese?
-Sí.
Supuse que notó mi nerviosismo, ya que enseguida le apretujé el brazo.
-No te pongas nerviosa, que yo estoy contigo.
-¿Eh?
En eso, sus grandes brazos me rodearon y quedé colgando de su cuello. Su nuca estaba ardiendo y le besé las mejillas. Él no aguanto las ganas de seguir hablando y de dejarme de abrazar.
-Pero sólo te digo una cosa, Yoko. No me vuelvas a hacer eso, la última vez que salimos a la aldea.
-¿A que te refieres?
-Al momento en el que te dormiste en la camioneta esa en la que secuestraron y…
-Ah, sí. Eso… no me acordaba…
Miré el suelo y no se habló más del asunto.
Bueno, y al fin llegamos a la aldea. Todo estaba adornado con serpentinas de colores y cosas bonitas. Yo sabía muy bien que en esta época del año se ponían a vender cosas muy bonitas en las calles de las aldeas, puesto que mi mamá fue vendedora de cosas por el estilo. Shimamura me acompañó por todos los puestos de venta y me decidí por un lindo collar de perlas negras.
-Ay, Shimamura. Mira que bonito collar…
-Sí, que bonito…—dijo con frialdad.
-¿Tienes dinero para comprarlo? Yo no tengo un céntimo.
-Ay, Yoko… si se suponía que vendríamos para acá, tenías que traer dinero, por si se te antojaba alguna cosa.
-Shimamura… vamos, ¿cuántas monedas tienes?—pregunté haciendo carita tierna.
-¿Cuántas monedas cuesta?
A lo que la vendedora respondió:
-Cuesta treinta monedas, señor.
-Esto sólo lo hago por ti, Yoko—musitó él.
Y a la larga… ¡me lo compró! Eran unas bellas perlas negras, que pegaban con mi falda negra y hasta me salía con la camisola blanca que traía puesta.
Yo estaba lo más dichosa de la vida, sin embargo, él no se veía tan feliz.
Decidí preguntarle.
-Oye… ¿por qué esa cara?
-Es la única que tengo—respondió alzando los hombros.
-Ay, por favor, en serio. ¿Qué te pasa, estás triste?
-Yo te había hecho un collar más lindo que ese…
-¿Qué?—dije frunciendo el ceño.
No entendí lo que quiso decir.
-Digo que yo te había hecho un collar más lindo que ese de perlas negras, pero como preferiste estar con el doctorcito, no te lo quise dar…
-Ay, por favor Shimamura, no empieces…
-No, yo no trato de empezar nada. Lo que trato de aclarar es que el collar de sakuras que te hice es mil veces más bello que esas perlas negras…
-¿En serio? A verlas…
Enseguida, de su bolsillo sacó un lindo collar hecho con flor de cerezo (sakura) especialmente para mí. Comprendí que a Shimamura si le intereso… ay, y estaba celoso de Alan.
-Esto es para ti, Yoko.
-¿En serio? ¿Es para mí? Ay Shimamura… ¡muchas gracias! ¿Como sabías que me gustan las sakuras?
-Te conozco bien… una vez me dijiste que tus flores favoritas eran las sakuras.
-Ay, te quiero Shimamura… de haber sabido, no te hubiera hecho gastar dinero…
Me colgué de su cuello, le planté mil besos y deseé no soltarme de él nunca más.
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