Al día siguiente, ya sentía como el sol se adentraba en mis pupilas… antes de abrir los ojos.
Quizá porque ya sabía que era de día y que tenía (obligatoriamente) que levantarme a desayunar y servirle la comida al jefe del doyo, Shizo Kinomoto.
Después de todo, la que sirve el sake es a la que siempre se le deja el trabajo sucio.
Como iba diciendo, amaneció. Yo tenía puesto en la muñeca el común y desgastado pañuelo blanco que tengo desde el doyo Kohawa, pero que no tenía el valor de botar.
A primera luz se vio que era… un jueves desastroso.
Salí, pues, del cuarto y me dirigí hasta el comedor. Me percaté que en él estaban sentadas dos simpáticas niñas, una a cada extremo de la mesa. Noté que jugaban a la comida, pero imaginariamente, dibujé una leve pero disimulada sonrisa y me apoyé en la pared con los brazos cruzados.
-A ver… Yamoto, pásame el sake.
-Como usted diga, señora Kazuki.
-¡Señorita!
-Perdón, señorita Kazuki… ¿gusta más teriyaki?
En eso, la cara dulce de la niña me miró a la cara. Exactamente a los ojos. Sus ojos grandes me miraron de arriba abajo; yo seguía sonriendo, así que abrí la boca.
-Hola… ¿son de por aquí?
-¿Eh?
La niña no supo que decir. Fue entonces que la otra habló.
-Yo soy la hija de la cocinera jefe. Mi nombre es…
-¡Oye! Deja que ella diga primero su nombre. No des información a gente desconocida.
-Pues… si el asunto es así, me llamo Yoko. ¿Y ustedes?
-Yo soy Yamoto, y ella es Kazuki.
-Yamoto y Kazuki, ¿no?
Las niñas se quedaron en silencio. Yo estaba aún de pie porque supuse que las niñas no me invitarían a sentar a su lado, obviamente. La cocina estaba un tanto vacía, sólo se encontraba la famosa cocinera jefe haciendo un estofado… creo.
La niña de nombre Yamoto resultó ser amigable (que hasta me recordaba la cara amable de Sonaki). A Kazuki no le caí muy bien que digamos; lo digo por la manera en la que se dirigió a mí.
En eso, la señora de la cocina salió y me enderecé.
-Bueno, Yamoto. Ya nos tenemos que ir.
-Ay, mamá… pero si ahora acabo de empezar a jugar con Kazuki…
-¿Pero y quién ha dicho que Kazuki se va a quedar aquí? Ella se va con nosotras.
-¡EEEEEHHHH!
Las niñas soltaron un alegre alarido y corrieron a donde la cocinera. Enseguida, la mujer se dio cuenta de mi presencia, al lado de la pared.
-Oh, jovencita. No sabía que estabas ahí. ¿Ya desayunaste?
-Ehhmm, no… y tengo mucha hambre, señora.
-Ay, pero lo hubieras dicho antes, niña, para hacerte algo de comer.
-Es que me dio pena hablar, e interrumpirlas…
-No importaba, Yoko, hubieras hablado ya que mi mamá te iba a prestar atención—dijo Yamoto.
-Ah, bueno… pues… entonces, hablaré más seguido.
La verdad me daba mucha pena decir que tenía hambre mientras esa señora le daba su amor de madre a su pequeña Yamoto. Y además, me dio como nostalgia ver a esas chiquillas alrededor de la mujer… y recordé a mamá.
Mamá solía hacerme cosquillas antes de irme a la cama; me peinaba siempre el flequillo, pues, para que siempre se me viera bien. Akemi también me peinaba bastante, es más, hasta creí que estuvo enamorada de mi pelo. Ay, pero que cosita conmigo, ¿no? Estaba hablando de mi mamá y terminé hablando de mi hermana.
A la larga, la señora me dio de comer y yo contemplé a las tres personas esas hasta la salida del doyo. En cuanto se fueron, sentí una soledad tremenda.
Bueno, creo que es hora de acabar de una buena vez con este relato de una ex servidora de sake frustrada en su deseo de superación y tragas malucas del pasado… que supongo ya se habrán extinguido como los dinosaurios. Yo creo que hasta estarán más extinguidos que los dinosaurios.
Mentiras, la verdad es que yo no quiero hablar de esto con ustedes, señores. No es por que piense que son mala clase o chismosos, sino que… ¡simplemente no me gusta!
Bien, retomando eso de hablar acerca de todo, ese era un día de reverendos perros. Como cosa extraña, me habían pegado la peor peste de todas, la gripe, me había llegado la regla, me tocó bañarme con las sapas de las geishas (cosa que no me gustaba) y para más remate, además de estar afónica… era lunes.
Hablando de algarabías, chanchullos, tragas malucas entre otras miserables cosas, ustedes señoras y señores, ¿no se han preguntado alguna vez que es lo que piensan realmente?
Quiero decir, su conciencia, ingrata y desolada nunca les ha dicho (o en mi situación, ¿no te ha tocado, como se toca una puerta antes de entrar, el cráneo?: “tic, tic… oye… ¿especie de aberración humana? Te llamas Yoko, ¿verdad? Oye, oye… acaso te vale gorro lo que le pase a Shimamura?-se llama así, ¿verdad?-… bueno, si es que PIENSAS, yo te pregunto… ¿en verdad sientes lo que sientes?”
Pues sino lo ha hecho, es porque no piensan. Mírenme a mí, soy una “especie de aberración humana” (según mi conciencia) que no hace más que decir “ay mi hombre… mi Shimamura…”
Bueno, eso es lo que quiso decir mi desconsiderada conciencia… supongo. Pero en fin, ese no es el asunto.
El tema es que tengo que terminar con esta parla y decidir de una buena vez cual es el maldito rumbo de esta historia. Creo que es hora de empezar contando lo que hice a continuación, ¿no creen?
Bien, bien. Empecemos con el relajo. Ah, pero antes, déjenme tomarme este pequeño vaso con agua.
Una buena relatora tiene que saber mezclar el saber hablar con el descanso y el sentido del humor. Yo ya puse un poco de comicidad al asunto, y además de nunca ir al grano, tengo que descansar, y eso implica la buena hidratación de la garganta para la buena voz –pues, para que no se me escape algún gallito por ahí-.
Bien, sigamos con esto.
Al fin y al cabo, terminé yéndome a mi recámara.
Sí, que manera tan sutil de terminar con la habladuría anterior, ¿no?
Mi cuarto, como cosa rara, estaba ordenado. Los pocos kimonos que tenía estaban tendidos en el kotatsu, mi supuesta cama estaba arreglada y me había quitado el común pañuelo blanco y lo había puesto encima de un pequeño tocador ubicado al lado de la cama. Yo tenía puesto una especie de kimono rosa con flores verdes. Ah, sí, es verdad, tengo que narrar lo que pasa, no dar detalles, Dios.
Bien. Desde ese segundo, dirigí mis pupilas al baño y decidí arreglarme el pelo para salir a comer. Opté también por ponerme aquel kimono azul celeste que tanto se parece al de la tonta esa de Ukai, puesto que quería lucir algo diferente, no porque quisiera parecerme a la imbécil esa… eso es lo último que desearía en esta vida.
Bueno, al fin y al cabo me puse el consabido kimono y me pasé la peineta por mi negro cabello, que estaba más limpio que el tatami de la sala de comedor.
Salí, pues, de mi habitación y me dirigí hasta la sala principal y noté que estaba vacía. Se suponía (especifico: suponía está en tiempo pasado), que la reunión es a la hora del almuerzo –ya que yo había desayunado prácticamente a las 12 del día.
No había nadie, como iba diciendo. La señora se fue con Yamoto y Kazuki y la cocina estaba completamente sola. Sólo se encontraba mi alma deambulando por el compartimiento principal del doyo Aebo, y eso, no había visto a Shimamura en toda la mañana (apunto: ¡milagro de Dios!).
Al cabo de unos cuantos minutos, que parecían más bien horas, decidí pasar por el largo pasillo que dividía las secciones de los samuráis de las de las geishas. Caminé y caminé hasta encontrarme con el señor Shizo Kinomoto hablando de lo más campante con un extraño hombre de traje azul, que no era un kimono, y que no tenía complexión de ser de por estos lados. El señor Kinomoto observaba al extraño a los ojos y éste mostraba una sonrisa calmada; al parecer se conocían. El hombre extraño era de cabello castaño claro, digo que no parece de aquí por su descripción física… pero cabe destacar que estaba muy apuesto. Se veía tan elegante.
En cuanto al señor Shizo, él vestía un kimono manga tres cuartos de camisa blanca y pantalón azul real.
Poco después, apareció en escena una pequeñita de unos cinco o seis años. Notó que miraba erguidamente a aquellos sujetos, y enseguida habló.
-Oye… nena, ¿a quién miras?
-¿Eh? ¿Que a quién miro?
-Sí. ¿A quién miras?
No me había dado cuenta de que la chiquita me había hablado a mí.
-No, lo que pasa es que… bueno, yo… sólo estaba averiguando de qué tanto pueden hablar aquellos hombres y quienes son.
-Pues… yo te puedo decir quiénes son ellos.
-¿Tú me puedes decir quiénes son?—dije sarcásticamente.
-Si, el señor de kimono es el tío Shizo, y el otro es mi papá. Ah, por cierto, mi nombre es Molly.
-¿Es tu papá? ¿Te llamas Molly?
Noté que sólo estaba repitiendo lo que decía la niña en forma de pregunta, como toda una tonta. La pequeña de nombre Molly me cayó bien y parecía que yo también le caí bien. Lo que no podía creer era que el extranjero era su padre.
Volviendo al tema anterior, ninguno de los dos hombres notó que yo los estaba espiando de manera cavernícola junto con la pequeña niña, que al cabo de un rato, me dejó hablando sola (cosa que me choca de alguien). Después de eso, me acerqué más y más hasta que… ¡bum! Se cayó un pedazo de leña que retumbó con el tatami del suelo, y eso lo notaron aquellos hombres.
Me carcomía de la pena, así que me puse de pie enseguida. El señor Kinomoto no me quitaba la mirada de encima y el extraño se quedó atónito con el leño que se cayó hasta que subió la mirada hasta mis ojos. Los suyos eran azules como el mar y los míos, más negros que la pluma de un cuervo. Shizo Kinomoto se percató del extraño acercamiento entre el extranjero y yo, y enseguida abrió la boca.
-Yoko… pero mira lo que hiciste. ¿No ves acaso que nos acabas de interrumpir al señor McGonagall y a mí?
-Tranquilo, Shizo… no importa, yo… está bien, Yoko…
Aquel hombre no paraba de mirarme ahora. Al parecer se aprendió mi nombre, y que si se conocía con el señor Shizo, se conocían. Yo tampoco dejaba de mirar al tipo ese, ya que si que era guapo. Después de súbitos minutos, el señor Kinomoto me presentó.
-Bueno, Alan, ella es Yoko, una de las servidoras del alcohol de arroz del doyo Aebo.
-Mucho gusto… Yoko.
-El gusto es mío, señor…
-Alan, llámame Alan.
-Está bien, Alan.
No estoy del todo acostumbrada a tratar a personas desconocidas de “tú”, es decir, acostumbro no tutear a las personas que desconozco por el simple hecho de respeto. Ese señor, del cual sólo me aprendí su nombre que era Alan, me resultó tan amigable y de buena fe, que me inquietó más que la primera vez. Ahora quería saber de donde venía, que hacía o en que trabajaba… bueno, cosas así.
Yo le pongo unos treinta y cinco años. No se su edad exacta, claro está.
Todavía tenía un poco de pena con el ahora conocido y con el señor Kinomoto, después de la pena que le había hecho pasar en frente del extranjero, pero igual me daba si me cogían como objeto de burla.
Lo que me tenía incómoda era el no saber nada de aquel hombre. Mi conciencia insistía en saber un poquito más acerca de Alan… así que decidí actuar con cautela.
A lo largo de unas cuantas horas, me hallaba yo en mi recámara y todo el doyo se encontraba en absoluto silencio. Decidí que era el momento de averiguar quién era aquel tipo. Me salí en un par patadas de mi cuarto y me dirigí a no sé donde.
En verdad, no sabía en donde estaba el señor ese, así que me tocó preguntarle a alguien familiar a esa información. De pura suerte, por allí pasaba la tan amigable Sonaki, con quien no me hablo desde hace casi una semana. Ella se percató de mi presencia y yo la saludé. Ella hizo lo mismo.
-Ay, hola Yoko. No sabía que estabas ahí.
-Hola Sonaki, ¿Cómo amaneciste?
-Bien… creo, ¿y tú?
-Yo también. Oye, antes que se me olvide, ¿no sabes de casualidad donde tienen alojado al señor, este…? ¿Cómo es que se llama? Humm… ¡ah! Este que llegó esta mañana y que no es de por aquí pero que no me acuerdo de su nombre…
-¿Te refieres al señor McGonagall? Ah, él está compartiendo habitación con el joven Shimamura, en la sección de los samuráis. ¿Por qué la pregunta, Yoko?
-Ah, McGonagall…, no, sólo por simple curiosidad, Sonaki… es todo. Así que con Shimamura, ¿no?
-Si, así es.
-Ah, bueno, gracias Sonaki.
-No hay de qué, Yoko.
Sin más palabra se fue del sitio y yo me quedé sin más nada que decir. Mi mirada siguió a Sonaki hasta que entró en un cuarto cercano, y después se fijó en la sección de los samuráis.
Caminé rápidamente hasta la entrada del compartimiento y me dirigí a la habitación de Shimamura. Estaba con la puerta cerrada, así que me tocó tocar (válganme la redundancia).
Apenas toqué, se corrió la puerta. En una cama estaba el señor McGonagall y la otra estaba vacía. Me entró una especie de escalofrío; ese estremecimiento me recorrió toda la espalda y eso hizo que el señor Alan notara mi presencia, cosa que a simple vista le gustó muchísimo.
-Ah, Yoko, ¿no? No pensé que estuvieras ahí (creo que ya es la tercera vez que escucho esa misma expresión de “no sabía que estabas ahí” en un día).
-Humm, señor…
-Alan, te dije que me llamaras Alan. ¿Qué te trae por acá?
-No, sólo quería hablar con usted. Es todo.
-Ah, pues, si el asunto se da así, soy todo oídos.
Me di cuenta de que estaba dispuesto a escucharme como ningún hombre lo ha hecho. Empecé detallando el porqué de mi llegada a su cuarto, y haciendo preguntas de su proveniencia.
-Y… ¿usted es de por estos lados?
-Por favor, Yoko, no es necesario que me hables de usted. Si queremos ser amigos (perdón, ¿queremos?) es mejor que me tutees, así como yo lo hago.
-Es que no estoy acostumbrada a tutear tan rápido a alguien que apenas conozco. Simplemente por respeto al otro, no lo tuteo. Es mientras me acostumbro a su nombre, ya que supongo que no es de por estos lados, ¿o me equivoco?
-No, no te equivocas, no soy japonés. Soy estadounidense.
-Ah, es de por allá. ¿Y por qué decidió venir hasta acá?
-Por el simple hecho que soy médico y me corresponde viajar a un sinnúmero de países debido a que tengo que hacer conferencias, vigías de salud, percances con otras religiones y enseñar de las precauciones que debemos tener para lograr una buena higiene y salud, entre otras cosas.
-Ah, ya veo. Esto, aprovechando que es médico, ¿Qué me recomienda tomar para que se me quite esta horrenda peste que tengo?
-Sí, me pude dar cuenta de que estás un poco afónica por la gripe. Lo único que te puedo recomendar es suficiente descanso y que bebas mucho líquido. También te puede ayudar una mezcla de miel y limón para combatir la congestión de la garganta y nariz.
-Y para el cólico menstrual, ¿Qué me recomienda?
-Pues te diría lo mismo. Haz abdominales y un buen descanso. Te ayudarán a distraerte del dolor.
-Oh, está bien. Gracias, doctor.
-Y también me doy cuenta de que tienes facilidad para hacer amigos, ya que pones muchos temas de conversación, ¿o me equivoco?
-Pues, la verdad me gusta hablar mucho… y creo que eso me ayuda en eso de conseguir amigos, como usted dice, pero a la vez no me conviene ya que hay veces que hablo mucho y nunca voy al grano o a donde la gente quiere llegar. Ese siempre ha sido mi dilema.
-No, pero eso se puede corregir. Con un buen manejo de las palabras que usas puedes abstenerte de alargar tus comentarios.
La conversación, según me pude dar cuenta, estaba fluyendo de manera positiva. El doctor tenía razón con eso de que siempre tenía algún tema de conversación escondido, pero yo también tenía razón en lo de que nunca voy al maldito grano, y un buen testigo de eso son ustedes, señoras y señores aquí presentes.
-Y… por curiosidad, ¿usted no tiene una hija aquí acompañándolo?
-Ah, hasta que conociste a la pequeña Molly. Sí, ella es mi única hija, y está conmigo y con la niñera, que vino con nosotros. ¿Es que acaso te viste con ella?
-Sí, cuando estuve mirándolos a usted y al señor Kinomoto la primera vez, me encontré con esa chiquilla y… me pareció muy amigable, la verdad.
-Mmmmhhhh, ya veo. Sí, a Molly siempre le salen unas ocurrencias…
Noté en su cara una expresión que delataba una sonrisa encantadora, que supuse yo, sólo significaba una cosa: su hija le provocaba cierta ternura. Y no lo culpo.
-Sí… debe tener una madre muy bonita para que la haya criado de manera tan inocente.
-Sí, Donna era muy bonita… pero no alcanzó a criar a la pequeña Molly.
-¿Qué dices?
Me di cuenta que Alan hablaba con nostalgia y como si su esposa ya no estuviera con ellos.
-Digo que la mamá de Molly murió cuando ella nació.
-Oh, por Dios… de veras lo siento. No sabía.
-Tranquila, Yoko… está bien.
Igual seguimos hablando de lo más de bien hasta el determinado punto de que se me ocurrió preguntar por Shimamura. Ahora trataba de tutearlo.
-Oye, ¿y no has visto por aquí a Shimamura?
-¿Eh? ¿Y quién es ese?
-¿Cómo? ¿No te lo han presentado?
-No, hasta ahora no conozco a ningún Shimamura… supongo. ¿Es amigo tuyo?
Mi mirada cayó de repente al suelo y sentí sus ojos sobre mí. Realmente no sabía que no le habían presentado a Shimamura y la verdad me sentí ofuscada con la falta de atención con él. Mis manos estaban sudando frío y mi mirada de nuevo subió pero esta vez hacia la ventana de marco negro. Veía las hojas de los árboles cayendo de par en par, tornando el suelo de un matiz de naranjas con una mezcla de amarillos y rojizos.
Su mirada seguía en mi cabeza y yo evitaba el contacto con sus pupilas, pues sentía mucha vergüenza.
Al rato, sentí que la puerta se rodó.
Era Shimamura, quién se disgustó al verme muy junta con el doctor McGonagall.
-Ah caray… en mis tiempos le solían pedir permiso para hospedarse en los cuartos a la geisha principal… y además, ella no quiere estar contigo—farfulló mirándome a la cara.
-¿Eh?—musité.
-¿Disculpa?—Alan frunció el ceño.
Shimamura estaba con los brazos cruzados, apoyado de hombro izquierdo en la pared. Observaba de arriba abajo al doctor Alan. Éste, a su vez, lo miraba a él también; yo era la única que no miraba a ninguno de los dos. Estaba ahora concentrada en el marco negro de la puerta. Ellos parecieran como si se quisieran matar con los ojos, puesto que se miraban de manera fría y calculadora.
-Yoko… ¿conoces a este señor?—me dijo Shimamura, sin quitarle la mirada a Alan.
-Sí, él es Alan McGonagall, el médico de visita en el doyo Aebo.
-Ah, con que éste es el famoso Shimamura, ¿no?—mencionó el doctor con la mirada fija en los ojos de Shimamura.
-Sí, es él de quien te hablaba…—dije nerviosamente.
Ahora me concentré en la mirada fija y penetrante de Shimamura, que quería comerme.
Al parecer, la primera impresión que se llevó Shimamura de Alan y viceversa, fue un tanto negativa… vista desde el punto de la química que hacían. Y sin embargo, Alan se aguantaba las veces que fueran necesarias a Shimamura y viceversa con tal de estar a gusto conmigo… cosa que me hacía sentir incómoda por cualquier lado que mire.
Retomando el momento, Shimamura tenía algo en las manos, que no me enteré qué diablos era porque en un santiamén se fue, y nos dejó boquiabiertos.




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