domingo, 14 de enero de 2024

jugo de mango

A las siete había dejado el vaso sobre el escritorio. Navegando torpemente entre la ropa sucia y los libros derramados en el piso me golpeé el dedo pequeño del pie con un Cálculo Diferencial y lo pateé antes de anclar sobre la cama. Por andar con el desorden, diría Mamá. Me pasé la mano por la regadera afiebrada que tenía por frente, luego por la barriga, hasta el bóxer que tengo desde hace tres días y me froté un pie contra otro. Negros como tu alma, diría Mamá. Por eso es que te dan las maluqueras que te dan. Finalmente suspiré y me dormí.
Como a las dos me dio sed y me incorporé para coger el vaso. Me supo especialmente salado y el hecho de notar eso a pesar de la congestión me sorprendió, pero no me molestó.Tosí dos veces antes de tomar otro sorbo salado y volví a acostarme.

El celular me encandiló más que el sol apenas naciente. Era Mamá. Que cómo seguía, que si me había tomado ya todas las vitaminas C. Dos cucharaditas de miel de abeja con un pedacito de jengibre y santo remedio, hijo, pero no quieres hacer caso. Torcí los ojos por tercera vez esa mañana y me levanté para coger el vaso. Algo suave me rozó la mano y al bajar la mirada descubrí una pelusa blanquecina colgando del borde babeado. Recuerdo que en ese momento comencé a sentir bien lejos la voz de Mamá mientras seguía el camino de la pelusa. Ordena ese cuarto, decía. Sacude las sábanas. Y ve que te bañas. La cosa blanca continuaba hasta hacerse más gruesa en la esquina, casi llegando al techo, donde cuatro ojos diminutos me miraron. Incluso después de media hora de que Mamá colgara, todavía me parecía escuchar su voz: Tienes ese cuarto hecho un chiquero. Abre las ventanas, que sople un poco de aire. Y barre, Mauricio José, que todas esas telarañas te las estás tragando.

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