sábado, 6 de octubre de 2018

Cielo estrellado sobre mí: 1

VORZEIT



I.

El telar de la vida se desenvuelve muy rápidamente cuando luchamos siempre por dejar un cambio significativo en el mundo, y resulta ser una novela verdaderamente larga, muchas veces abrumadora, aburridora hasta más no poder, cuando en ella no imprimimos nada más que pesimismo y penas.

Imagíneme a mí, acabando de despertar, agitado y confuso, luego de un escabroso trance. Le narraré a grandes rasgos el trance. Primero unos párpados se abren. Mientras tratan de acomodar a las pupilas a la luz fuerte que las taladra, se vislumbra que se está en Mamatoco. Es la una de la tarde. Lo dice el reloj que cuelga dentro de la droguería. Un frescor invernal llega hasta las narices del dueño de los párpados. Por obra casi divina, me percato de que nadie más que yo es dueño de los párpados y de las narices. Los ojos debajo de los párpados ahora ven cruzar por la ancha calle de la fachada de Casagrande una hilera desordenada de carros. Las luces navideñas de una pared blanca encandilan mis retinas. Me duelen las palmas de las manos y las plantas de los pies.

Y es entonces cuando aparece la pelada de lentes.

Imagínese a la chica: sí, es sexy. Las hebras de su cabello castaño recogidas en un moño. Viste una camisa de cuadros y unos jeans oscuros. La observé con firmeza como siempre. Vi a la línea negra salir despedida de la punta de mi pie cual proyectil y pasear por el aire al ritmo del garrapateo del bolígrafo en el papel. Ella se la pasa escribiendo en un libro blanco y añejo, y siempre lo hace mirándome con un morbo indescriptible, como si le debiera un poco de plata. Después le hice señas necias. Ella también me hizo señas, y al final ambos sonreímos. Aquella línea negra entonces se alejó cada vez más rápido, hasta que desapareció finalmente succionada por la punta del bolígrafo. De esa manera quedé, inmutable, imperturbable, silencioso, mientras la creciente lluvia de pétalos rojos se precipitaba a cada palpitar de corazón, acariciaba nuestros rostros y bañaba de sangre el suelo.

Y bueno, ahora abro los ojos de forma brusca y, como buen ser humano, trato de buscarle sentido a lo que acabo de vivir. Al liberarse del letargo, mi cuerpo se sacude, con todas las extremidades dormidas. El pecho está acalorado, sudoroso. El camuflaje del uniforme lo calienta más. Siento a los músculos del cuello estirándose y, Dios bendito, cómo duele ese proceso. Siento a las mil y un astillas despiadadas que se me enterraron en la nuca. Estiro el brazo aún adormecido y agarro un pañuelo del pequeño maletín para secarme las molestas gotas de sudor. Jadeo, levanto las cejas y me peino a ciegas con la mano. Observo ahora la humanidad apacible y mansa de Arath tirada a mi lado, cuan largo es, sobre la cómoda grama.
Ahora que lo pienso, recuerdo que en un primer lugar me había parecido sumamente extraño soñar ese tipo de locuras justo ahora, cuando nada ni nadie me las ha hecho evocar; cuando las circunstancias actuales no permitían mucho andar fantaseando con bobadas como aquellas, pues estaba desenvolviéndose la más fatal de las adversidades, mientras la migraña no hace más que picotear y picotear mis pobres sienes. Por lo que de esa manera recuerdo que intuí, en segundo lugar, que no fue novedoso que haya dejado de ejercer control sobre mi mente. 

La profesora no se cansaba de decir que la mente de uno es peligrosa, pero nunca imaginé que fuera a llegar hasta estos extremos. De cualquier forma, no hace mucho descubrí que esta cabeza ha estado creando muchos extraños e incoherentes pensamientos, y al parecer no tardaré en dar rienda suelta al delirio que me viene atormentando desde sólo Dios sabe cuándo. En fin, ahora parpadeo, meditabundo, reparando en algo que había estado moviéndose detrás de esos arbustos. Estoy seguro de que quien quiera me viera ahora diría que estoy desvariando más de lo humanamente posible. Pero sin duda la vi de nuevo por ahí; sí, era eso. Allí, detrás de esa espesura verde. ¡Joder, que la vi! La vi de nuevo a ella, cargando esos ojos de tiburón hambriento que me examinan con impudicia. Por ello supuse que habrá adivinado que me he quedado sin nada qué hacer y nadie con quién hablar desde que a Arath lo venciera el inoportuno de Morfeo. 

Sigo parpadeando. Sigo pensando en que esa chica ha sido algo así como un ente más o menos omnipresente en todas las facetas de mi vida; me conoce, y por tanto me desnuda, y sé que tiene pleno conocimiento de que soy el único que escucha todos sus cuentos hasta el final, sin fingir, sin aparentar. Ahora, me ha incitado a monologar, a expresar todo el entramado apretado que me abruma. De todas maneras estoy prácticamente solo, y como sé que nadie escuchará mis pensamientos (a menos que haya por ahí un lector de mentes) de una vez por todas me desahogaré, por decirlo de alguna forma.

Empezaré esto utilizando el dicho de la mayoría de los viejitos deprimentes que conozco, y ese es el que reza que uno ya puede morir tranquilo, pues se hizo todo lo que tenía que hacerse. Digamos que, para empezar, ya duré más de dos minutos bajo el agua (y luego iniciaría a partir de ahí el karma de mi asma); ya escribí mi nombre y apellido con orín de un chorrazo, e hice una pila de frijolitos rojos de aproximadamente cinco centímetros. Ya me declaré, incluso, aunque que fuese no me prestara ni cinco de atención; pero mirándole el lado bueno, me siento algo tranquilo. Ignorando todas esas pasiones efímeras e inútiles, lo único verdaderamente firme y duradero en mí ha sido el anhelo de publicar la novela que escribí, aunque ahora las circunstancias no permitan posibilidad alguna para ello. De cualquier forma, aun no he muerto, así que pienso que no hay necesidad de llegar a tales extremismos. Es decir, todavía tendré tiempo de publicarla, por supuesto. Sólo espero publicarla antes de los cuarenta.

De manera que comencé con este vulgar e inverosímil atropello yéndome por las ramas. Rectificaré el camino, toseré un poco y daré comienzo como debe de ser, tal y como Dios manda: me llamo Immanuel. Ya está. Immanuel, el que deletrea ocho letras, el de dos emes y de acento esdrújulo. El mismo que traduce “Dios está con nosotros”. Es curioso, pero ya que lo menciono por eso un trío de monumentales señoras abrazaban mi cuerpo de impúber. Entre otras cosas, les digo que me llamo Immanuel. Immanuel Kant de hecho. Sí, tal y como el filósofo. Suelo presentarme así: Hola, qué tal. Me llamo Immanuel Kant, como el filósofo.

Si no me les presenté a ustedes muy cordialmente, entonces permítanme retractarme: Hey, men, qué (porque así es como se hablaría con un colega, ¿no?). Me llamo Immanuel Kant, como el filósofo. Mmm, mucho mejor; y ya que salí del nombre sólo restan decir el par de conceptos que definen mi existencia y que, como todo lo que me describirá a partir de ahora, siempre serán dos: una, que vivo bajo el esperpento de cielo que la Sociedad Unida de Armageddon se encargó de imponerme y, dos, que supuestamente tengo diecinueve años; supuestamente porque nada que no sea que todos algún día nos vamos a morir está del todo asegurado. Tal vez tenga catorce, cuarenta o quinientos años. Ah, no, esperen. Ya cumplí los veinte, aunque eso tampoco es seguro.

Una vez le dije a alguien que si me ponía en la tarea de hacer la sumatoria de los años de edad de las posibles vidas pasadas de uno junto con la edad actual, podría llegar a tener más de dos mil años. Ese alguien se rió de mí aquella vez, con el motivo de que me aquejan unas trivialidades terriblemente estúpidas. A ese alguien lo admiraba mucho. Recuerdo que tocaba el corno francés. Oh, fuck, de nuevo por las ramas. Retomemos. Ah, sí, las malditas inseguridades; uno no sabe por qué nace con testículos, o por qué el césped es verde, o por qué es inmortal el cangrejo, o dónde queda la Quintaesencia, o por qué los grandes Daft Punk siguen perviviendo en mi cabeza aún después de su muerte. Expongo ante ustedes entonces la historia de mi vida, el reglamento de mi credo, las ilusiones de una mentalidad dominada por el melodrama y la electrónica y las reflexiones de una cabeza lunática repleta de duros principios de una academia católica. La duda ante todo, he ahí. A mí debieron bautizarme René Descartes en vez de Immanuel Kant. ¡Fuck, de nuevo! Eh, bueno, pues sí. He ahí la filosofía de un muchachito con porte de político; los pensamientos de un escritor en bruto. Es realmente una pena reconocer que mi creencia en el desconocimiento de la mayoría del todo está más por encima de mis principios que mi vida misma, pero déjenme decirles que lo único que aseguro con todo el corazón es que siempre estuve insanamente enamorado de Mary Cox.

Pienso que si lo anterior perteneciera al discurso de algún conferencista, más del sesenta por ciento del público asistente se hubiera marchado; es decir, todo lo anterior fue completa y totalmente aburrido, además de innecesario y largo. Lo sintetizaré diciéndoles que lo único que se tiene que saber de mí es que me llamo Immanuel Kant, como el filósofo, que tengo ojos para leer y manos para escribir.

Cambiemos de tema. Uno de mis pasatiempos favoritos fue el de ser testigo de cualquier clase de descubrimientos. Curiosamente mi vida ha estado repleta de ellos; uno, por ejemplo, ocurrió cuando de sopetón caí en cuenta que la última vez que me medí llegué al metro ochenta de estatura. La sorpresa fue mayor al remembrar que la vez que me medí antes de esa medía nada más metro sesenta. Uno que otro recuerdo vago me dice que por las noches lloraba desconsolado por verme como un pigmeo a los trece. La buena notica, en todo caso, fue sin duda el notorio estiramiento en la pubertad, y mi semblante iluminó la sonrisa que consoló mi lastimado ego. Sí, aún tenía oportunidades de ser un hombre elegante y alto al lado del violonchelo que compraré algún día. Otro descubrimiento me llevé a los catorce cuando se revelaron ante mis ojos estos labios carnosos y rojos. Recuerdo que después del hecho la parte pervertida de mi cerebro pensó que así conquistaría a muchas chicas, y desde ese momento comencé a sonreírle coquetamente al espejo. Después me percaté que debido a esas penosas características atraía más chicas de lo justo y necesario, y es algo que hasta la mañana de hoy me incomoda. Un descubrimiento bastante bochornoso fue el de mi mala memoria durante uno de los pomposos cumpleaños de Barbie. Supongo que habrá atacado inicialmente en mi infancia, y tal vez sea por esa razón que hoy en día no recuerdo el rostro de mis padres. La mala memoria incluso me ataca cuando trato de describir mi físico. Sí, estoy tan mal que tengo que recurrir al espejo para recordar cómo luzco. De vaina sé que tengo labios rojos porque ajá, son los culpables de muchos de mis dilemas. Un último descubrimiento lo presencié cuando de niño escuché de un vecino que mi mamá y yo somos tan idénticos como dos motas de polvo (digamos que hasta las gotas de sudor tienen sus diferencias), y es ahí el inicio de otra de mis crisis existenciales y complejos que me caracterizan; a partir de ahí estaría condenado a parecer un marica cada vez que me viera al espejo. 

Fue también durante la adolescencia que revelé que no soy un ser humano ordinario. De ese concepto brotó la teoría denominada “personas como yo provienen de otro planeta”. Es decir, yo no concuerdo en ningún aspecto de lo que propiamente se diga de un habitante normal de Armageddon; en primer lugar, no me gusta esta oscura sociedad. Además, soy un maldito antisocial, puesto que me encuentro siempre distanciado de las reuniones que se hacen a menudo por estos lados. Otra cosa es que estoy seguro de que este desastre de pueblo aún no se constituye como una Sociedad ejemplar. No me gusta para nada que todo el mundo aparente estar tan complacido y conforme con este asqueroso paisaje. Para mí todo este desorden no hace más que empeorar. Hay tanta plebe ignorante, tanta miseria, y peor aún, demasiados errores ortográficos. Por si fuera poco, continuamos sumergidos en el subdesarrollo de siempre.

Bien, de otro lado, en lo que a mi naturaleza se refiere, mis allegados aseguran que, aparte de antisocial, soy un muchachito algo rebelde, despistado, callado, observador y pensativo. Otra cosa que dicen es que en mi personalidad es donde reside el supuesto parecido que guardo con mi padre biológico. Dicen que a él también le gustaba dibujar. A mí me gusta dibujar, pero no es algo que me apasione realmente. Aparte, dibujar sin pintar ni colorear es mejor, pues al final termino muy cansado. Sí, ante todo la flojera. Nunca falta quienes dicen que soy bueno para el dibujo; tengo una buena noción del escorzo y de la anatomía básica, pero hay una diferencia en lo que a uno le gusta y las cosas para lo que es bueno, ¿no? y ya que lo expliqué debo decir que lo que realmente me apasiona con ardor es escribir. Oh, sí, todo ese asunto tan magnífico se lleva mi total fascinación. Sueño con algún día ganarme el Nobel. Bueno, también me gusta la robótica, los computadores y, por supuesto, las mujeres bonitas.

No sé por qué continúo con esto. Arath al parecer está a punto de despertar, pero como me estoy entreteniendo, proseguiré. Si mal no recuerdo, en un pedazo de la enredada historia de este Nuevo Mundo llegaron una sarta enorme de momentos de condiciones indescriptiblemente desfavorables. Por aquellos tiempos paseaba sobre Armageddon el cuadragésimo huracán de nuestra historia: el Marlon. Hago un paréntesis diminuto: es ciertamente graciosa la leyenda sobre el origen de estos nombres. La sabiduría popular se encargó de bautizarlos todos con nombres que iniciaran con la letra eme. Nadie pudo explicar mejor el porqué de esta singularidad como lo hizo la señora Lastra, la vecina: “porque con eme se escribe mierdero”. En fin, el Marlon era bisnieto de Moisés, hermano de Manuel, primo de Marcos, hijo de Mario-Giordano, el que más me gusta, y sobrino de Marianito José. Éste último fue uno de tantos errores inesperados, y su autor fue Rubén Luján, un sujeto notablemente inteligente, cuyas narices fueron a colarse en el salón de la Consulta Popular. 

De modo que pasaba el huracán. Según los libros, ese fastuoso día llovió a cántaros. Las gentes huían despavoridas en un intento por protegerse del quemante ácido. También se menciona a aquel pregonero insólito, quien en medio de un cuestionable éxtasis exclamaba a todo pulmón: “¡está pegando un aguacero del carajo!”. Llovió incluso granizo; sin embargo hacía tanto calor como en el Infierno.

Lo que les comentaré ahora probablemente pensarán que fue pescado de alguna historia de ciencia ficción o algo por el estilo, pero no. Permítanme decirles que todo lo que contaré pasó de verdad. Digamos en primera instancia que este nuevo milenio vino con sus maletas cargadas de porquerías de todo tipo. Era, por supuesto, algo de esperarse, claro está. Para ese entonces las cosas habían empezado a salirse de control; todo iba surgiendo de una manera más desastrosa que casual. Las gentes que he podido entrevistar al respecto concuerdan conmigo en que todo esto ocurrió desde que a los Otros se les ocurriera la grandiosa idea de mezclar la ingeniería bioquímica y partes de ciencias noéticas. La genética también jugó su papel en este asunto. En las clases de humanidades no cesaban de hablar de eso. Fue bastante aburrido mientras duró, lo admito (y que me perdone el profesor). En clase se decía: “nadie supo con plena seguridad cómo los rebeldes le pudieron hacer para violar el perfecto sistema de seguridad de unos cuantos laboratorios de prestigiosas academias; mucho menos se tenía mucho conocimiento hasta hace poco de unos supuestos contenidos radioactivos robados”. La cosa empeoró cuando posteriormente se mostró por la televisión que dichos contenidos estallaron mientras se transportaban hacia la frontera. Por Dios, ahí empieza la trama de película de ciencia ficción de la que les hablaba, señores. Los rebeldes, supongo que ardidos a raíz del fracaso, planearon un contraataque, que consistió en demoler muchas de las academias y bibliotecas de la Sociedad, además del asesinato de muchos profesores y científicos de manera brutal. Por aquellas épocas lo único que buscaban estos delincuentes era llamar la atención de los Ministros, pero a éstos no les importó en lo absoluto, y en vez de eso enfocaron su atención en la economía global, la cual poco después decayó.

Ni los saqueos ni la radioactividad, aunque inmersa en la más pura invisibilidad, cesaron, por lo que Armageddon no tardó en declararse en un inminente estado de alerta. En tales aprietos la gente menos importante comenzó a protestar por los numerosos atentados que sufrían y por la mala presentación de las calles, atestadas de basura hasta el cuello. Expusieron entonces sus quejas ante el ministerio, a ver si por fin terminaba aquella implacable ola de violencia que los sacudía y asfixiaba. 

Después de muchas manifestaciones y demás pamplinas el Ministerio por fin atendió al pueblo, pero era ya demasiado tarde. Armageddon se vio obligada entonces a establecer un nuevo y mejorado régimen y un nuevo plan de gobierno. En resumidas cuentas, la humanidad parió entonces un nuevo mundo, y su gestación duró menos de tres décadas. 

La Mary Cox de la que les hablo lideraba la operación que transformaría la historia. Ésta tomó treinta años en culminar. Mary Cox sabía lo que hacía; ay, cordero de Dios… ella es una mujer sumamente inteligente y sumamente hermosa. Fue una total sorpresa en su momento el que ella se pusiera en aquella tarima y expusiera lo suyo tan fríamente calculado y maquinado; las gentes dicen que la Reina exclamó sin preámbulos ni tapujos su plan estratégico ante un estupefacto Ministerio. Y era de esperarse que dicho plan se lograra. Había puesto en juego todo su ser. Incluso la mitad de su rostro.

Recuerdo que en clase de democracia en la Academia el profesor nos estaba hablando sobre el Acta de la Sociedad Unida. Nos mencionaron la tan afamada Resolución 240 del parágrafo tres, cuyas letras rezaban la abolición de los mecanismos que se encargaban de la medición del tiempo. Ahí se terminaron las complicaciones. En esta Sociedad no existen complicaciones de ninguna índole: los seres humanos despiertan al amanecer, se levantan, se bañan, se visten y trabajan hasta que la puesta de sol asoma sus narices; se come dos veces, a veces tres, o en la mayoría de los casos sólo una; la primera al levantarse y la segunda antes de irse a dormir. Con todo y eso, la gente de Armageddon siempre fue aparentemente normal, pese a que hayamos perdido la calidad de seres humanos como tales. “Esta generación de seres humanos ha evolucionado, por lo que debemos sentirnos enormemente orgullosos”, es lo que dijo el Ministerio, mediante la boca de Mary Cox cuando la plebe se percató de sus anomalías.

Mary Cox es la reina de Armageddon. Le decimos Reina porque presidenta o gobernadora suenan o muy trillados o muy largos. Con ello quiero decir que el Ministerio no establece nuevas órdenes ni leyes sin primero mostrárselas a Ella. Reitero, a Ella: Mary Cox tiene su pronombre personal adquirido bajo propiedad privada. 

De modo que, en suma, ahora la vida es mejor en varios aspectos: el hecho de no tener que ir a una escuela de renombre o a una universidad de prestigio de alguna u otra forma es genial; ahora se dan las clases en un parque o en una casa acomodada para ello. Ya no hay desayunos, almuerzos o cenas, sino simplemente un cómete la comida o te casco, Immanuel. El facilismo participa hasta en los bautizos, primeras comuniones o cualquier joda de ese tipo. En los bautizos, por ejemplo, antes se tenía que hacer en una iglesia y echar agua de un pocillito de oro de manos de un sacerdote vestido de blanco. Ahora, siguen habiendo padres vestidos de blanco, por supuesto, pero se emplean cacerolas cuando no hay pocillitos de oro, y jugo o refresco cuando no hay agua.

Embuste. Claro que usamos agua.

Recuerdo ahora, sin saber por qué, la sombría habitación en la que dormía, junto con sus sábanas pálidas y sus edredones suaves y raspadores. Lo que recuerdo con mayor gusto son los plácidos momentos que sentado, con un libro en el regazo, por supuesto, mientras escuchaba música de la pequeña radio en momentos de inminente distracción, y posteriormente miraba por la ventana. Veía entonces aquella pintura. Sí, esa era La Pintura; una señora pintura amplia y majestuosa, que iluminaba la mayoría de mis días con sus colores vivos y contrastes insólitos. Sus pinceladas eran de esas que te hipnotizan, y su marco de roble parecía hecho de Hershey’s, pues parecía estar compuesto de muchas barritas de chocolate negro, chocolate bien negro.

Cada vez que veía ese marco me daba hambre.

We gon' move! You know you need it, hey! I need it too. Well alright you know you need it, it's good for you. We gon' mo… ¿Has resuelto ya el Enigma del Milenio? ¿Has encontrado los números que hacen parte de la ecuación? ¿Te mueres por averiguar la verdadera historia detrás de este enigma? ¡Llama ya! Si no estás informado de la mecánica del juego, ¡aún puedes participar! Sólo llama al 4221999 y recibirás directamente en tu domicilio el formulario de inscripción, la hoja de instrucciones y el papel con los espacios en blanco de la incógnita; en él deberás colocar los números que faltan de la ecuación misteriosa… ¡y si resuelves todo el acertijo te podrás llevar el jugoso premio! Llama ya, y…

Uno de tantos días apagué el radio de golpe, harto hasta el cuello de escuchar la misma estupidez. Esa tarde el locutor con su discurso innecesario sobre el Enigma del Milenio había interrumpido uno de los pocos momentos de más calma en mi vida. Me tenía fastidiado, hasta el cuello, pero debo admitir que no dejaba de darle vueltas a mi cabeza. Era el tema que pilotaba las conversaciones de las personas, quienes se sentían entusiasmadas con el hecho de que bañarían en mucho dinero al valiente que buscara por toda Armageddon los números faltantes de la ecuación, al “intrépido” que desenredara el entramado de la historia de este Nuevo Mundo. Debo admitirles que yo tenía la hoja de la ecuación, pero las ganas de resolverlo se esfumaban cuando interrupciones como esas se daban.

Pues bien, después del ritual frente a la ventana, me plantaba, profundamente inmerso en mis pensamientos, ante el enorme espejo del baño. 

Uno de tantos días como aquellos, Wes se sorprendió al verme.
—¿Kant? ¿Qué tanto haces men?
Inmerso de tal magnitud en mí mismo como estaba, no quería que me encontraran por nada del mundo.
—Men, ¡reacciona!—lo miré—. ¿Por qué te quedas como un bobo viéndote al espejo?
—Perdón—dije sin entusiasmo—, sólo pensaba.
—Sí, qué…
Su cara se sacudió lentamente
—¿Y en qué o quién?
—Ombe. Ya vas a empezar...
Pensaba en todo y en todos, y a la vez pensaba en nada y en nadie. Bueno, siendo sincero estaba pensando en cómo redactaría el final de mi novela; también en el desayuno que había tomado, en las crecientes migrañas y también en el dolor de estómago que estaba surgiendo a causa del huevo frito. Por esos tiempos ya había descubierto el primer dígito de la ecuación, y lo había anotado en el papel blancuzco. Wes me había encontrado con una mano aferrando la arrugada hoja de cuadritos blancos, y con la otra el siempre fiel portaminas que me había regalado mi papá.
—¿Así de bueno me veo?—susurró Wes mirándose en el espejo.
Recuerdo que después de las habladurías en mi habitación, él regresaba a su puesto detrás del mostrador.
—Esta mañana llegó alguien preguntando por ti, men—dijo Wes limpiando con su brazo el vidrio del mostrador—. La chica ésta…, Ellen.
Por un momento mi mirada chocó con la frente desnuda de mi amigo, que tenía la mirada en el mostrador, y luego aterrizó en el piso, silenciosa. Hablaba de Ellen, una chica bastante intensa que vivía cerca de la casa. Es sorprendentemente bella, pero puede es también muy explosiva cuando se enoja. Wes se burlaba de mí diciendo que Ellen estaba enamorada de mí. En mi defensa alegaba que Ellen es una chica diferente, que no tenía ningún motivo para burlarse así de ella. Mientras Wes se desternillaba de la risa, yo pensaba en que, aunque mucha gente afirme lo contrario, ella no es la típica acosadora loca que si no quiere hacerte suyo quiere matarte. Por amor a Cristo: hay que verle las cualidades a la gente, no los defectos. Ellen es bastante amorosa, detallista y muy alegre. Le gustan los quehaceres de hogar y ama el color rosa; sin embargo, es de lamentar que es implacable enemiga de muchos de los pequeños sapos del bosque sino se convierten en encantadores príncipes.
—¿Y qué dijo?
—Bueno, mencionó algo que tenía que ver con una cita. Una cita contigo. Sí, una cita allá en algún restaurante del centro. Mmm, como pintan las circunstancias, supongo que irás—metió un brazo en el primer compartimento del mostrador—. Llévate esto, ¿sí? Por si llegas tarde y puedas vivir para echar el cuento.
—Por el cordero de Dios, Wes, ¿a quién le atracaste este bolillo?
—Eche, qué. Lo compré, qué te pasa…
—¿Y para qué?
—Bueno, tú no eres precisamente el único con acosadoras locas.
—No es para tanto.
—Uno nunca se imagina, men—musitó encogiéndose de hombros.
Ese día recuerdo que, si bien no me encontré con Ellen, tampoco con una situación que involucrara un bolillazo. Creo que sólo fui a la biblioteca. 

Otro de los tantos días que Wes me pilló enfrente del espejo nos habíamos quedado hablando bastante como es de costumbre de pie frente a su mostrador, cuando de pronto la puerta del negocio se abrió, y por ella entraron un par de hombres enormes, temibles y negros. Sin llegar al racismo, ya decirle negro a alguien era una categoría excelsa y sublime. Eso pienso. En fin, esos tipos eran, en una palabra, extravagantes. 

En el momento en que entraron deduje su objetivo.
—¿A la orden?—exclamó Wes cordialmente.
—Buscamos al señor Weston Robledo—dijo uno de ellos.
—Están hablando con él. ¿Para qué soy bueno?
—Necesitamos de su total colaboración…
Pensé luego que extravagantes no era la palabra adecuada para describir a esos sujetos.
—Ustedes sólo díganme.
—Bien, resulta que… trabajamos para alguien. Su nombre es León Sagaz—comenzó a decir el negro mayor, el mayormente temible; aunque mi cara no perdió su neutralidad, me moría de la risa por dentro—. Este señor es sumamente poderoso y reconocido en lo que hace. ¿Quiere saber qué es lo que hace?—al ver que Wes no respondía, continuó su parlamento—: como usted, también es comerciante. Se especializa en cosas muy extrañas y difíciles de conseguir, pero el objeto que está buscando ha puesto muchos problemas…
—El señor Sagaz ansía poder llegar a un acuerdo con usted—susurró el otro.
—¿Qué quiere Sagaz?
Señor Sagaz para ti, amigo…
Wes frunció el ceño.
—Bueno, bueno. ¿Qué quiere el señor Sagaz?
—No me gusta su tono—le susurró uno al otro.
—Todo depende de usted, señor Robledo—musitó con una risita disimulada—. Primero tiene que confirmarnos su colaboración.
—Déjenmelo a mí.
Miré de reojo el semblante algo maravillado de Wes. 
—Supongo que estarán enterados del Enigma del Milenio… bueno, en estos días quién no—mi amigo y yo nos miramos. Hablar de ese tema resultaba bastante picante—. Bueno, el señor Sagaz desea ser el primero en resolverlo.
Al vislumbrar que su compañero se calló, el otro hombre abrió la boca:
—El señor Sagaz quiere que le consigamos el Tornillo Perdido del rostro de Mary Cox.
Dicho eso, recuerdo que creí hallar la palabra que buscaba para describirlos: peligrosos.
—Wes, ni siquiera Ella lo ha conseguido.
—¡Es el trabajo que he estado esperando!—exclamó Wes cuando nos quedamos solos—. Seguramente me darán una millonada por eso.
—No te compliques la vida.
—Men, ¡es dinero lo que necesito!
—Ay, joder—mi voz sonaba ronca y pesada—. Wes, estamos hablando del rostro de Mary Cox, El Rostro—había una serie de secretos que giraban en torno al rostro de Mary Cox.
Recuerdo que hoy, antes de caer tirado aquí, había descubierto la mayoría de ellos de la peor forma.

Aquel día delante de Wes me había palmado la frente. Mi amigo no había dicho más nada, y recuerdo que me lanzó una mirada confundida al no comprender el motivo de mi irritación. No podía contener la extraña excitación que me provocaba pensar en Mary Cox. Quería hacer entrar en razón a Wes, quería hacerlo comprender del riesgo que implicaba el simple hecho de hacer cosas relacionadas con su rostro; era el principio de cosas desafortunadas. En todo caso, me estimulaba de manera grandiosa el hablar de Ella, pero también me producía temor. Mucho temor, de hecho.
—Kant, ¿tú crees que esos tipos…?
—Esos tipos qué—la calma había regresado a mí. Ahora la voz no se me escuchaba tan ronca, pero no dejaba de ser intimidante.
—¿Tú crees que esos tipos me dejen negarme ante la petición de su jefe?
—Lo peor que pueden hacer es matarte.
—Joda, ¡eso es lo que odio de ti! ¿Por qué tienes que salir con esas vainas?
Después de un breve silencio, Wes volvió a hablar:
—El bendito lío es si puedo conseguir lo que me piden…
—No puedo creer que estés pensando en aceptar.
Dicho esto cogí un trapo para secar el sudor de mi frente. El cobertizo en el que hablábamos estaba hecho un horno.
—¿Todavía no decide, señor Robledo?
Los sujetos esperaban aún detrás del mostrador. Wes ahora estaba, lejos de entusiasmado, nervioso.
—¿Qué hago, man?—susurró Wes.
—Les dices qué pena pero no puedo aceptar su oferta. Te deshaces de ellos y ya. ¿Cuál es el problema?
Wes observaba de reojo hacia los dos negros, con un dejo de timidez.
—Man, pero ellos dan como miedo…
—Diles que no puedes y acaba con esto.
—Ay bueno, ya. Acompáñame ahí fuera, pues, pa que no me muera de un infarto.
Los dos negros nos miraron salir del cobertizo, con sus semblantes sonrientes.
—¿Qué ha decidido?—profirió el negro mayor.
—Bueno, eh…—al ver que Wes no reaccionaba y que se había quedado mirando la cara del negro con temor, le pegué con el codo en la espalda—. ¡Ahg!—y, sobándose la espalda, añadió—: Eh, pues sí…, miren, señores, todos aquí creo que muy bien sabemos que las cosas que pide el señor Sagaz son bastante difíciles de conseguir y que, por supuesto, pueden resultar, digamos que… algo costosas. Están fuera de mi alcance.
—Ajá…—el negro seguía sonriente y miraba fríamente a Wes de arriba abajo.
—Así que… por eso, me temo que tendré que negarme a su petición.
Yo, a su lado, asentí con la cabeza. Posterior a eso, le coloqué mi mano en su hombro y dirigí una mirada fulminante al negro que me había cogido la mala. Como no se cruzaron más palabras, los sujetos no repararon en salir del negocio. La postura firme y valiente de mi amigo desapareció, difuminándose con un nervioso temblor de piernas.
—Marica—exclamó levantando las manos—, ¿viste las caras de esos tipos?
—No creo que vayan a regresar por aquí—mi actitud por alguna extraña razón volvió a ser la pasiva y algo despistada de siempre.
—Dios.
Recuerdo que luego de la inesperada visita nos reposamos en la acera de enfrente de la casa, y nos reímos bastante. Incluso recuerdo que comimos pastel de manzana sintética acompañado de un vaso de leche. Unas ligeras pero no mortales atragantadas con la comida y un par de sorbos nasales de leche fueron suficientes para que el excitado corazón de Wes volviera a su ritmo habitual. Me quedé contemplando luego el montón de circuitos, tornillos y cables que componían el brazo derecho de Wes, quien al percatarse de que me encontraba en las nubes arrugó el entrecejo.
—Oye, ¿qué tanto ves, men?
—Nada—y pensando mucho lo que diría a continuación, proferí—: ¿Cada cuánto es que le toca mantenimiento a tu brazo?
Recuerdo también que a Wes no le gustaba hablar de eso; le ponía de un tenue mal humor. Pero a mí, en cierta forma, me gusta cuando está de mal humor, puesto que es precisamente en ese estado cuando sus comentarios son tan serios que dan risa. La historia de mi mejor amigo Weston Robledo es un poco complicada, pero puedo comenzar diciendo que la vida no ha sido fácil para mi negro del alma. Sus padres murieron en un accidente automovilístico cuando Sally estaba recién nacida, y desde muy joven tuvo que encargarse de asuntos tan importantes como empezar a trabajar y encargarse de sus dos hermanos pequeños. El otro hermano de Wes creo que se llama David, pero no pueden verse mucho debido a su trabajo que quedaba al otro lado de Armageddon…por allá, bien lejos… 
—Eh, creo que el técnico viene mañana.
—Ah.
Lo que admiro de Wes es su extraordinario sentido del humor y su constante sonrisa pese a todo lo malo que le ha pasado. Desde que su padre murió, la familia ha contado con un técnico especializado en robótica para que le hiciera mantenimiento a todos, incluyéndome. En Armageddon no hay una sola persona que no tenga una parte del cuerpo robótica, bueno, no que yo conozca; de hecho, lo más raro de este nuevo mundo es que ahora los niños nacen con alguna anormalidad: unos vienen sin brazos, sin piernas, sin alguna parte del cuerpo (es seguramente improbable, pero casos se han visto de niños que han nacido solamente con su cabeza), entre muchas otras variaciones. Wes tiene ambos brazos y piernas robóticas, David, el cráneo, Sally, los pies, Barbie, una gran parte del muslo. A los abuelos no les hizo falta nada, ya que ellos nacieron antes de que la operación Nuevo Mundo se llevara a cabo. Y, pues, a mí me hizo falta una gran parte de los brazos.

Investigué hace un par de semanas en la biblioteca de Armageddon que muchos científicos aseguran que la operación Nuevo Mundo, junto con los saqueos de los Rebeldes y luego de la guerra, la Tierra no iba a ser la misma. Si bien es cierto, el planeta había cambiado desde dentro hacia fuera: era una bizarra mezcla de condiciones climáticas, calentamiento global, efecto invernadero, violencia, pobreza hasta decir no más. Las antiguas ciudades estaban repletas de basura, y la gente gritaba y lloraba. Yo no había nacido para ese entonces. De hecho, creo que mis abuelos de Wes estaban hechos unos peques: tendrían al menos unos diez u once años. Recuerdo una vez que Wes y yo estábamos sentados cierto día en la acera frente a su negocio, y que estábamos conversando un rato para así despejar nuestras mentes de todos los problemas. Es lo que casi siempre hacíamos; cuando nos aburríamos inventábamos historias locas, haciendo parodias de algún anime o serie. Siempre conseguíamos alguna locura qué inventar o de quien burlarnos. Con Barbie y Sally recuerdo que me sentaba en las bancas del Buenavista y nos burlábamos de la ropa de todo el que pasaba, de modo que cualquier cosa lograba distraernos y reírnos. Durante una de esas conversaciones, Wes jugaba con su botella de gaseosa, y se le veía relativamente preocupado.
—Kant.
—Dime. 
—Siempre te quedas callado pensando quien sabe en qué. ¿Te pasa algo? ¿Te sientes mal?
—No. Nada.
Esa era la respuesta frecuente. Nada me pasa. Siempre fue así; cuando me regañaban me quedaba callado y miraba el suelo, aguantando las ganas de gritar. Me enseñaron a no contestar a los mayores, y eso es lo que hago. Al rato siempre se acercaban a preguntarme qué pasaba, luego de regañarme, y yo afirmaba que no me pasaba nada. Wes siempre adivinó cuantas veces estuve de mal humor, y de alguna manera se lo informaba a la abuela.
—Como que Kant está de mal humor, porque no nos ha dirigido la palabra…
Cuando Wes o Barbie me preguntaban luego que qué me pasaba, yo negaba con la cabeza. Siempre pensé que si contaba lo que pensaba, probablemente se proclamara una guerra: mis pensamientos resentidos generalmente eran duros y más fríos de lo normal, por lo que prefería guardarlos en mi interior. Al fin y al cabo, cuando la abuela o Sally, quienes suelen ser las que más me hacen enojar, decían o hacían algo que me causaba gracia o una sonrisa, pensaba que de nada sirve guardar resentimientos.
—¡Manny! ¡Maaaaaaanny!
Recuerdo además cuando fui constantemente interrumpido en mis caminatas por la escandalosa de Ellen. Era una especie de caminata diaria, una rutina. Paseaba por los alrededores de la Quinta de San Pedro, y en una de esas Ellen me había pillado desde la esquina en que se encontraba. Su singular graznido era sinónimo de peligro. Oh, no, es Ellen, dije para mis adentros mientras me frotaba la cara, y luego suspiré. Con los pocos ánimos que me quedaban, caminé hasta donde se encontraba. Al verme llegar me abrazó fuerte y me lamió la mejilla.
—¿Cuántas veces tengo que decirte que no hagas eso?
—¿Cómo estás, Manny?—dijo ella, sin prestar atención alguna a mis palabras.
—Ah, pues bien, creo. Rato sin verte, ¿ah?
—Así es. ¿Te hice falta? Más te vale haberme extrañado.
—S-sí te extrañé—musité con algo de miedo.
—Ay, qué bueno.
—Y Ellen, ¿cómo… cómo estás?
—Bien, bien, gracias, ¿y tú como estás, amor?
—No me llames de esa manera. Además ya respondí esa pregunta.
—¿Y eso qué quiere decir?—esto lo dijo volviendo a poner el rostro totalmente serio—. ¿Por qué eres tan malo conmigo, Manny?
—Sabes que no me gusta que me toqueteen tanto.
—¡Es que estoy muy feliz de verte!—yo también me alegraba de verla en cierto modo. Acto seguido me agarró la mejilla—. Ay, Manny, te extrañé mucho, mucho…
—No lo creo. Deja—y de un palmazo quité la mano de mi cara—. Escucha, Ellen. No quiero sonar grosero, pero necesito estar solo…
—Ay, ya sé, pero es que como te vi pasar quise acercarme a saludar. ¿Cometí algún crimen?
—No…
—¿Y entonces de qué te quejas, estúpido?
—¿Qué carajos pasa contigo, ah?
—Oh, ¡Manny!—ya se me estaba acabando la paciencia.
—Ya estuvo, Ellen.
—Ay, bueno, pero no tienes por qué ponerte así, Manny—dicho esto me plantó un beso en la mejilla.
—Que no hagas eso, maldición…
—Ay, pero si yo te quiero mucho—me dio otro.
Ya se estaban poniendo las cosas color hormiga.
—Ellen, ya basta—y rematé diciendo—: ¡Estorbas!
Cada vez que hablaba con ella terminaba disculpándome porque decía algo que la hacía llorar. Desde niños fue así; la abuela me regañaba, ¿por qué haces llorar a la niña, Immanuel? Y yo le contestaba pero si yo no le hice nada, abuela, ella es una tonta, ella es así; Ellen luego salía corriendo, y me dejaba con los ahora enojados Robledo. No es mi culpa que me salgan las palabras así de hirientes.
—Ay, pe-perdóname, Manny, perdón…
—Ah, rayos. Ven, yo no quise decir eso…
—No importa, igual ya me iba…
Y sin más, se fue, dejándome a merced del oprobio, puesto que las había embarrado de nuevo; por enésima vez había salido a flote mi más grande defecto, del que Wes siempre se queja. Es que, como ya dije, me entristece ver así a Ellen. Básicamente por dos cosas: una, me duele ver que llore por mi culpa, y dos, Ellen llora terriblemente feo, mejor dicho, chilla, aúlla. Luego de ver cómo Ellen se alejaba cada vez más, opté por seguirla, pues, para pedirle disculpas. Ella, a pesar de todo, es una buena chica, muy sensible y cariñosa. No se merece que yo la trate así.
—¡Ellen! ¡Espera un momento!—exclamé completamente exhausto.
Me ignoraba, sólo seguía corriendo.
—Ellen, ya basta.
Puse las manos en mis rodillas, con el alma desfalleciendo y el corazón saltando en mi garganta. Ella también se detuvo, con las manos empuñadas y la cabeza gacha.
—Cómo puedes correr tanto, niña…—jadeé luego de terminar el maratón.
—Manny… eres muy malo conmigo.
Suspiré y me enderecé para mirar sus pupilas encharcadas.
—Lo lamento mucho, otra vez. Vamos, perdóname…
—Manny…
—Perdóname, Ellen.
—O.K., ya no importa—dicho esto esbozó una incómoda sonrisa, y se fue.

Las siguientes veinticinco puestas de sol las pasé en solitario, puesto que durante esa temporada Ellen no me visitó. Acepto tímidamente que me dio algo de gusto que no se acercara por la casa, pero también acepto que me hizo mucha falta. Por una parte me sentía extraño al tener semejantes sensaciones tan contradictorias dentro de mí, y por otra me daba lo mismo. Es decir, a pesar de que soy alguien que piensa demasiado en ciertas cosas, no pretendía quedarme toda la maldita vida con aquel absurdo sentimiento de culpa.

Ya estaba poniéndose el sol, y por la plaza central se movían centenares de personas trabajadoras de vuelta hacia sus hogares. Las pisadas de la gente se mezclaban con los charcos de agua y fango de las calles grises de Armageddon. Al final nunca supe con certeza para qué León Sagaz querría el Tornillo perdido del rostro de Mary Cox, si para solucionar el Enigma del Milenio o para otra cosa. Creo que ni siquiera volví a escuchar acerca de aquel contrabandista, y en cierta medida me alegré por eso. Nada en la historia de Wes lo había alterado tanto como el estar a punto de hacer dudosos negocios con un prestigioso contrabandista. Y para nuestra desgracia, los hombres nos tenían en la mira. Estuvieron al tanto de todo lo que hacíamos. Siempre anduvieron alerta, y eran frecuentes nuestros encuentros en la calle. Pero eso dejó de preocuparme. Ni siquiera me inducían miedo (pese a que ellos juraban y perjuraban que era todo lo contrario).

Bueno, ahora bien, sólo resta decir que en esta parte de Armageddon, y desconozco si en otra se da la misma situación, no existe vegetación ni plantas de ninguna clase ni de ningún tipo. No hay árboles, flores ni arbustos por ningún lado. La historia nos cuenta, por un lado, que estos importantes seres autótrofos se extinguieron dos años antes del Nuevo Mundo, cuando en el planeta aterrizó la Guerra y luego de que cayera en gran parte del antiguo continente americano la más grande y feroz bomba atómica. Dichos hechos, aunque ya sea redundante mencionarlos, dicen los historiadores, afectaron terriblemente el planeta y en sí el actual orden mundial. Por otro lado, los científicos aseguraron que los residuos radioactivos de la bomba se mantuvieron flotando en la capa de ozono por más de década y media, y dichos residuos contaminaron inminentemente a la tierra y a todos y a cada uno sus habitantes. Y luego aconteció la catástrofe: hubo bombardeos y balas perdidas por doquier. En los lagos y ríos aledaños se veían incontables cadáveres de personas, tanto inocentes como culpables, bañadas en lo que probablemente fue su propia sangre. Las mujeres y los niños corrían despavoridos por las calles nubladas y oscuras de la Tierra, tratando de salvar las pocas pertenencias que les quedaban mientras lloraban y rezaban por sus vidas. Los territorios asiáticos estaban iracundos, las potencias mundiales, frustradas, y los del antiguo Tercer Mundo, confundidos. En verdad nunca se supo exactamente por qué fue que empezó la guerra en primer lugar. Una lluvia de disparos caía de los cielos; los soldados caían como fichas de dominó, y muchos líderes y presidentes murieron en la batalla; una guerra sin objetivo ni razón, la cual terminó con todo aquello que conocíamos. Las bombas atómicas no fueron una sino miles; en los antiguos Corea del Norte, Australia y Brasil cayeron otras tres bombas, dejando a su paso desolación, destrucción, contaminación y muerte. Además, y para colmo, no habíamos prestado atención a los constantes llamados de urgencia de la naturaleza, que literalmente a gritos nos pedía que detuviéramos la contaminación…pero no lo hicimos. Es irónico, pero me incluyo a pesar de no haber nacido durante la época. Las personas, muchas en total ignorancia y otras probablemente por simple flojera, consumieron alimentos radioactivos, se bañaron en aguas radioactivas, cocinaron con implementos y aceites radioactivos…hicieron una infinidad de cosas en las que estuvieron involucrados de alguna u otra manera los residuos tóxicos de la capa de ozono. A partir de ese momento se dieron situaciones y acontecimientos complejos y relativamente absurdos. Es desde ese momento en la historia en el que comenzó a germinar la epidemia (denominada en varias partes de Armageddon como maldición) de los continuos nacimientos de niños con extrañas deformaciones, e incluso nacían bebés incompletos: en síntesis, niños anormales. La tecnología, para entonces, ya había dominado por completo el mercado y con toda nuestra existencia y humanidad.

Pero Mary Cox llegó a salvarnos: absolutamente dispuesta a establecer de nuevo el orden mundial a su singular y excelente manera; había puesto su total confianza en que podría ella sola hacerse cargo de organizar un futuro mejor, el aclamado y tan anhelado Nuevo Mundo. Y lo logró. Indudablemente. Se había jugado la vida, sus sueños y sus propósitos personales para sacar adelante a Armageddon. Esta total entrega a un mañana incierto alcanzó el clímax en el momento en el que sacrificó la mitad de su rostro para salvarnos. ¿Ahora se entiende nuestro gran amor por ella? Sí. Creo que sí se entendió. En fin, a ver y me aclaro la garganta; creo que todavía no he descrito del todo a la Sociedad unida de Armageddon. Puedo retomar comenzando por decir que en Armageddon no hay puntos cardinales ni direcciones dadas por alguna convención. Digamos que sólo existen las Cruces Negras: unas enormes cruces carentes de color, de contornos difuminados, ubicadas en sitios estratégicos de Armageddon; la primera cruz, denominada la Soñadora, está situada en la Academia número veintitrés, más exactamente en el islote de Psique, localizado en el océano Índico. La segunda, llamada la Brillante, está exactamente debajo de la edificación de la primera de tres Grandes Fábricas, que se encuentra donde anteriormente estaba la última hectárea superior derecha del país llamado Egipto; en esas fábricas se procesa el xantanium. La tercera cruz, la Profetisa, está en el antiguo Brasil y la cuarta y última, la Infanta, se encuentra en las Nieves Perpetuas. Esta distribución fue declarada por Mary Cox a dos años de establecerse el Nuevo Mundo, pese a que muchos digan que estas cruces negras no fueron establecidas por ella. Leí posteriormente que el de la idea fue uno de sus ayudantes, un excéntrico científico que responde al nombre de Adrián Brühl. Bien, las renombradas cruces negras se dice que generan un rombo justo en el centro del paralelo del Ecuador, y es allí donde se localiza Armageddon, la unión de todo.



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