domingo, 7 de octubre de 2018

Cielo estrellado sobre mí: 2

II.

Pienso que los recuerdos son algo muy bello que guarda la mente del ser humano. Es decir, uno recuerda algo si le causó alguna emoción, y con la mala memoria que llevo por cruz he podido agrupar los pocos recuerdos emotivos que he tenido en mi vida. De hecho, mi vida está compuesta por empañados recuerdos: la vez que me sacaron tres muelas de un tirón, cuando me enamoré de la maestra, cuando murió mi padre, aquel día en que asesinaron al abuelo, cuando me quemé con la lluvia ácida, la vez que contemplé por dos horas la entrada de la Quinta, el descubrimiento de mis labios carnosos, mi primer trago, mi primer sueldo… por supuesto debo aclarar que estos recuerdos no ocurrieron linealmente. Ahí sí no colabora la mente. También recuerdo una vez que ya se había ocultado completamente la luz ardiente del sol. Wes observaba uno de sus extraños animes, al lado de su gran cama. Yo sólo le veía, con una sonrisa dibujada en los labios. Y aquí venía la parte en que me contaba de lo que se trataba.
—Es la historia de un chico de Academia… ¡y la pandilla con la que anda está loca, Dios! Y está enamorado de la presidenta del consejo de estudiantes, quien oculta una terrible verdad…
Yo sólo lo escuchaba. Él me decía tienes que vértelo, es buenísimo, pero nunca lo hacía. A mí me gustaba igualmente el anime, pero esos argumentos no llamaban mi atención. También recuerdo que luego de eso Wes se ejercitaba para fortalecer los cartílagos artificiales presentes en sus brazos, el cual era su ejercicio diario. A mí también me tocaba hacerlos, pero en ese entonces me daba mucha flojera, y por eso la abuela me regañaba:
—Joda, ese es el cuento tuyo—y concluía con—: Tú estás muy joven todavía como para sentir flojera…
Luego de eso ayudaba a Wes a realizar sus ejercicios, pero recuerdo que por esos días había estado bastante estresado con algunos deberes de la Academia, que no le di las suficientes atenciones. También recuerdo que una de muchas mañanas amanecí completamente mojado; la insoportable hermana de Wes se había pasado de lista y me había dado un baldazo de agua fría para despertarme. Según ella, desde hacía rato estaba intentando despertarme, sin éxito alguno, y como último recurso usó el gran balde de agua helada. Y eso funcionó en el primer intento.
—P-por q-qué c-carajos hiciste eso…
—Hace rato que amaneció. ¡Vamos, Kantie, despierta!—acabo de recordar la estresante forma de llamarme de la pequeña desgraciada.
—No me llames así—dicho esto estornudé.
—¡Saaaaaaaally! ¡Immanuel!
La abuela Moodie nos llamaba desde la cocina. Ella fue la única persona de la familia que me llamó por mi largo primer nombre, aunque lo pronunciaba como si fuera una palabra aguda. Después del llamado, bajé por las escaleras rústicas y desde el pasillo divisé a la abuela y a Sally, quien colgaba de la falda de su delantal.
—¡La abuela hizo panqueques!—dijo Sally ante el sartén—. A mí me das el más grande.
—Yo sé—dijo ella volteando un panqueque con la espátula—. Immanuel, ¿tú cómo lo quieres, cariño? 
—Como sea.
—Ay, pareces cachaquito, mi amor.
Las pesadas gotas de agua descendían de las puntas del cabello empapado rodando a su vez por la nuca, cosa que me molestaba, por lo que me golpeé fuerte. La abuela y Sally se sorprendieron. Del mismo frío se me habían puesto los labios morados y las mejillas rojizas.
—¡Oye, que no te golpees así, hombre!—exclamó la abuela.
—Perdón.
—¿Y ya te bañaste? ¿Tan temprano?
—Sally me bañó en agua congelante mientras aún dormía.
—Sally, esas cosas no se hacen. ¿Cuántas veces te lo tengo que repetir?—y, mirando el sartén de los panqueques, añadió—: ahora, por eso, comerás sólo dos panqueques, y serán los más pequeños.
—¡Ay, no es justo!
—Claro que sí, Sally. Ya no te quejes.
La abuela sirvió entonces los panqueques que le correspondían a la niña en un plato enorme de bordes decorados con estrellas rosadas.
—Aquí tienes.
—¡Abuela! ¡No es justo!—y refunfuñando en lenguas aún no descubiertas por el hombre se sentó a comer su “injusta” comida.
Nombre completo: Salma Robledo. 
Ocupación: acusada de ser la mayor terrorista del mundo. 

Edad: la condenada sólo tiene la friolera de diez años…
Descripción física: es una muchachita de más de metro cincuenta, de tez morena y, aunque cueste decirlo, de hermoso pelo ondulado. Anda siempre con vestidos que usualmente usan las terroristas de su edad que suelen ser de color rosa o rojo violáceo.


Uno de los deberes de la Academia que tuve fue el de hacer una pequeña biografía creativa y divertida de alguien específico. Recuerdo que la primera persona en que pensé fue Wes, y más tarde la abuela me propuso hacerla de mi madre. Esto último lo consideré absurdo, puesto que no sé absolutamente nada de ella y tenía pereza de hacerle una entrevista a la abuela, por lo que después se me ocurrió hacerla de Mary Cox, pero no me gusta caer en clichés, ya que todos mis compañeros seguramente estarían pensando en lo mismo. No se me ocurrió nada hasta que, finalmente aburrido y totalmente escaso de ideas, recurrí a indagar sobre la existencia de Sally. De esa manera había empezado a escribir una serie de barbaridades en una pequeña hoja de papel amarillo, con un bolígrafo de tinta azul fosforescente, porque no tenía más. Lo anecdótico era que ya me estaba mareando el alucinógeno contraste que hacían semejantes tonalidades, y hasta veía doble. Recuerdo también la distribución de las cosas en mi habitación: en una mesita reposaba una pila de libros polvorientos de historia, política, de las casi extintas ciencias sociales y de economía, todos ellos reunidos con el fin de encontrar algún referente lo bastante bizarro como para poderlo fusionar con la biografía que tenía que escribir. Ante mis pupilas pasaron importantes personalidades como un tal Pablo Escobar, Enrique VIII, Osama Bin Laden, el mafioso ese, ¿cómo se llamaba? Ah, sí, Ralph Manjarrés, Homero Simpson e inclusive un sujeto llamado Chespirito. Pero, a la larga, ninguno llenó mis expectativas. Ninguno alcanzaba la altitud de una terrorista como Sally. Dios, debo admitir que he sido testigo a lo largo de mi vida de muchas experiencias desafortunadas, pero el hecho de vivir con Sally era toda una proeza. Juro por el Sagrado Microchip que Sally Robledo está tan loca como un terrorista: se le ocurren unas cosas… ah sí, el microchip. Bueno, esa cosa fue inventada cuando se supo de la existencia de la vegetación. Por la época en que Armageddon estaba siendo dada a luz, Mary Cox pensó en algo muy particular; ahora sí se podía decir con toda razón que los ciudadanos del Nuevo Mundo habíamos perdido nuestra calidad de seres humanos. Recuerdo que el abuelo nos contaba que, cuando principiaba la quincuagésima puesta de sol del siglo XXXI, Mary Cox expuso luego de acabada la guerra el modelo SM-4539011, mejor conocido como el Sagrado Microchip, un minúsculo artefacto de nanotecnología especializada, capaz de captar el dióxido de carbono, el gas invernadero y demás gases tóxicos presentes en la capa de ozono y asimismo transformarlos en aire puro. Nunca se terminó de explicar cómo rayos le hacía esa cosita para hacer todo eso, pero no cabe duda de que se transformó inmediatamente para nosotros en un órgano imprescindible, que se halla presente desde entonces en medio de nuestros pulmones. Recuerdo que fue un tema bastante complicado en clase de ciencia, pero creí haber entendido su proceso. Al inventor quisieron darle el Nobel, hacerle un monumento, elevarlo en un pedestal, canonizarlo, en fin; en pocas palabras, fregarle la vida. Pero el pobre hombre (o mujer) nunca salió del anonimato. Entonces se supuso que había muerto por la misma falta de oxígeno contra la que luchaba.

Todos los armageddonianos sabían de la existencia del Sagrado Microchip. Es como con el diablo: no lo ves, pero sabes que ronda por ahí. Este artefacto, en todo caso, se instala durante la gestación del feto, nace contigo. El proceso comenzaba con la futura madre tragándose sin agua una pastilla gruesa, amarillenta, y amarga. En ella se entiende que está el microchip. Luego e instantáneamente esa cosita entraría en un proceso, digamos, simbiótico: el sistema respiratorio artificial pronto haría parte del cuerpecito del futuro hombre de dios, y entonces participaría en uno como si de algún órgano vital cualquiera se tratase. Mi abuela decía que ella y al abuelo también sufrieron la inserción del microchip, cuya historia la abuela no se cansa de contar; de la misma emoción que le produce le brillan tiernamente los ojos. Ella casi se muere por la falta de oxígeno que ocurrió hace sesenta años. Nos contó que el abuelo, entre jadeos y grandes bocanadas de un aire más tóxico que benigno, como pudo, le salvó de morir ahogada. Este hecho se tuvo que añadir a la lista de los más grandes enigmas de la humanidad, y es que aún trato de descifrar cómo rayos lo hizo. Él mismo aseguró que fue por mera suerte, que el destino lo quiso así, por lo cual debo decir que el amor de estos vejetes se fortaleció a medida que pasaban las puestas de sol. Pa que vean: uno a los diez u once años sólo sabe llorar…

—¡Kant!
Wes me llamó desde el primer piso. Luego de desayunar había subido para secarme lo que quedaba mojado poniéndome bajo el ventilador de la habitación. Estaba todavía empapado, y para que mi secado tuviera éxito opté por quitarme la camiseta. Bueno, aunque también había subido con la comida porque temía que me cayera mal al tener a Sally al lado. Cuando me llamó, bajé con la parsimonia que me caracteriza por las estrechas escaleras, todavía descamisado, acomodándome el pantalón y con una toalla colgándome del cuello.
—Marica, Kant, no te imaginas la chica linda que acaba de pasar.
—¿Eso era?—musité secándome las orejas con la toalla.
Wes ahogó una carcajada y luego me dedicó una expresión ladina.
—No, es algo más.
—Qué.
Guardó silencio. Fruncí el ceño y mi mirada cayó a los zapatos de Wes.
—Adivina a quién me encontré en la calle, mientras caminaba por la Quinta.
—A quién.
—Me pasó justo al lado, men, me rozó el hombro…
—Quién—insistí.
—Dios, te vas a morir, je, je.
—Demonios, Wes, escúpelo.
—Me encontré con la Cox.
Aterrizaron en el aeropuerto de mi humanidad tres soponcios, dos hiperventilaciones y un pre-infarto.
—Tienes que estar jodiendo…
—¡Te lo juro! Era ella.
No podía ser. De los inoportunos nervios sentía cosquillas en el estómago.
—¿Qué haría por ahí ella sola? No te creo. Cómo puede estar Ella al lado de tanta plebe ignorante…
—Ya está—Wes me dedicó una mirada de resignación—. Por favor, la muchachita esa no me llegaba ni a la coronilla. Me pareció tan frágil, tan pequeña…
—Pero tiene el carácter de mil hombres con escopeta. Respeta.
—Marica, man, no he dicho nada—dijo él levantando las manos.
Wes asegura que discutir conmigo sobre Mary Cox es un caso perdido, ya que al final siempre acabo “redactando un nuevo evangelio”.
—Vaya sorpresa que me dio—continuó él—. No me la imaginaba así.
—Así cómo.
—Así de bajita, no sé.
—¿Era muy bajita?
—Un poco más baja que yo—Wes era relativamente alto, por lo menos más alto que yo—, bueno, además en la televisión se veía más gordita, más rellena. A juzgar por lo que vi ahí fuera no dejaba mucho qué desear.
—Cuida lo que dices.
—De acuerdo, perdóname la vida.
No me cabía en la cabeza el hecho de que Mary Cox anduviese en la misma acera que nosotros. Ella se ve tan imponente, tan alta, tan poderosa. Realmente consideré inconcebible, casi apoteósico que estuviese andando como cualquier persona por las calles de este lado de Armageddon. Por una parte me sentía preocupado, y por otra estaba pensando en la remota posibilidad de poder verla si salía en ese preciso momento. El tan sólo contemplar su reluciente semblante me pondría muy feliz. Recuerdo que entonces procedí a elaborar el Plan Salchichas, que consistía en idear algún motivo para salir a la calle, aunque lastimosamente no tuve que ingeniar mucho pues la abuela cuando me vio entusiasmado me dio un bulto de pesos y una pequeña lista para comprar en la tienda.
—Hazme el favor de comprarme todo lo que está ahí, y cuando tengas todo te devuelves enseguida—me había advertido la abuela—. Nada de hablar con extraños ni de quedarte distraído en la biblioteca.
Asentí y me puse una camisa de mangas largas, la que era mi favorita, y salí encaminado hacia la tienda más cercana. Quedaba como a dos cuadras de la casa.
—Buenas, ¿a la orden?—profirió una jovencita tras el mostrador.
—Sí, eso—solía ser bastante seco saludando a las chicas por muy bonitas que sean. Luego de un suspiro, añadí—: Eh… ¿tienes huevos?
—Eh, pues yo no tengo. Mi hermano de pronto te pueda ayudar con esa vuelta—susurró y me guiñó el ojo. Como se percató de que no había entendido el chiste, agregó con una sonrisa—: Estaba jodiendo, amor. ¿Cuántos te doy?
Cuando apenado pregunté por toallas higiénicas que me había mandado a comprar la señora Lastra, la chica me dijo ay tan bello, haciéndole el favor a la mamá, pero cómo me lo ponen en éstas. Finalmente terminé de comprar todas las cosas, con temor a otro comentario indecoroso.
—Que vuelvas, lindo.

Antes de salir me dediqué unos momentos a observar los pasillos de la tienda, poniendo mirada crítica a todas esas secciones de concreto gris aparentemente organizadas que tanto asco me daban; a pesar de todo el esfuerzo que las mujeres de aquí ponen para establecer un orden, no pueden evitar el hedor a inmundicia que despiden estas negras paredes. Otra de las miles de cosas que no me gustan de Armageddon. Me preguntaba siempre a dónde rayos se había ido la estética que tanto se repitió en el ensayo que escribió el ministro de salubridad, y hacía con la boca el mohín de asco. Al cabo de un rato salí del negocio, suspirando por el hastío, y cuando hube salido miré hacia el cielo gris con el entrecejo arrugado. Recuerdo que la abuela contaba que el firmamento alguna vez fue muy, muy azul, tan azul como el estiércol desteñido del gato de la casa. Asimismo, alguna vez fue tan brillante como el diente de oro del señor Dan, el que administra un local de videojuegos en el centro. Bajé la vista, con el cuello adolorido, y me concentré con desprecio en el paisaje que me rodeaba. Me acuerdo perfectamente que eso no tenía derecho a llamarse paisaje, pues en las imágenes que había visto del Viejo Mundo se veían hermosamente verdes, vivos, bastante coloridos. No eran imágenes para sentirse orgullosos puesto que no eran más que unas polvorientas tarjetas coleccionables de Historia de la Academia. El abuelo no cesaba de decir que las flores eran las estrellas que iluminaban la tierra, una de las cosas por las cuales valía la pena despertarse al amanecer; el viejo tenía cierta aversión a Armageddon porque pensaba que la Sociedad se había encargado fríamente de erradicar todo lo bello del planeta.

Recuerdo que de tanto pensar en cosas así me terminaba doliendo la cabeza, como si fuera a estallar; llegaban las migrañas, tan insoportables como la misma Sally. Tanto era el dolor que tenía que descansar en la cama, acostado, sin música ni luz. Una de esas tardes agonizantes Ellen me había ido a visitar, y al verme ahí acostado me cuidó poniéndome un paño tibio en la frente. Cuando la maldita migraña llegaba a un alto grado, recuerdo que tomaba fuertemente su mano, y ella me observaba con preocupación. Para cuando se ponía el sol el dolor había cesado. Precisamente por las migrañas esos últimos días antes de regresar al ejército me había vuelto algo inconstante y confieso que tuve al cerebro desacostumbrado. Lo bueno es que descansé, ¿no? Pero la cosa es que uno siempre tenderá a pensar, a meditar, a cuestionarse. Uno no puede obligar a la cabeza a dejar de funcionar, por lo menos no a la mía, cuya personalidad es bastante libertina. De modo que, pensar es innato en el ser humano, y yo a lo largo de mi vida he pensado mucho. Como dije, el paisaje del Viejo Mundo era un tema que me ponía a pensar demasiado, e indudablemente despertaba en mí una nostalgia inexplicable. Pensar en la convergencia armónica entre la belleza natural y las adherentes: las flores, los fantásticos jardines de Babilonia, los árboles y el azul del cielo era algo que me daba tristeza. Recuerdo que mientras me sentaba en el andén frente a mi casa definía al paisaje como un sistema de constante cambio, cuya constitución radica en el concepto eternamente cuestionable de lo bello, que dependiendo del contexto se adapta, se reforma. Suponía en ese entonces que ningún pintor hubiese querido pintar lo que yo vi, que ningún fotógrafo hubiese sacado una gran foto de ahí, y con la boca hacía el mohín de desilusión. Aunque era joven y lo ignoraba, ahora que medito ese día estaba filosofando.

Estaba tan hundido en mis pensamientos sobre el paisaje y la belleza subjetiva, que no me percaté de la presencia de la persona que venía en dirección opuesta a la mía. Nos chocamos inevitablemente. Luego del leve golpe, alcé la vista; se trataba de una hermosa chica rubia, de mirada apagada y algo siniestra, recuerdo bien. Llevaba consigo un par de libros y muchos, muchos papeles, los cuales se habían desparramado en el suelo.

—Oh, lo lamento mucho, no… no te vi venir, yo… —traté de decir mientras me agachaba a recoger los papeles—. Lo siento, de verdad…yo…
Al ver que la chica no decía nada, opté por mirarla fijamente. Me quedé embobado en el único ojo de un alucinante color azul visible de su blanco rostro, y observé luego que la mitad de su cara estaba oculta tras un mechón grueso y largo de cabello. Era realmente bonita.
—Yo… eh… —y, luego mirando los libros ahora en mis manos, agregué—: ah… aquí tienes, y discúlpame… otra vez.
—No te preocupes.
Su apariencia era frágil, mas su voz se escuchó firme y temible pero a la misma vez femenina. La ayudé a levantar. Acto seguido, me acomodé el pantalón por segunda vez, mientras ella se limpiaba el vestido, que ensució al agacharse a recoger sus otros papeles. Tenía un vestido color azul celeste y encima traía un saco negro de tela delgada que llegaba hasta su delgada cintura. La chica luego y sin decir nada, siguió su camino, en dirección quién sabe hacia dónde. Yo la seguí con la mirada, atento a todos sus movimientos. Para mi sorpresa, la chica no fue muy lejos. Sólo caminó unos veinte pasos para finalmente sentarse en una banca metálica justo al lado de la tienda de la que acababa de salir. Ya sentada, colocó los libros en su regazo, y posterior a eso soltó un largo suspiro. Se veía agotada. Después de mucho pensarlo, y tragar buches de saliva, decidí dirigirme hacia ella, a paso lento y algo nervioso. Me senté a su lado, a una distancia respetablemente considerable. Ella me había visto sentarme y acto seguido me miró a la cara.
—¿Se te ofrece algo?—dijo secamente.
—¿Eh?—la miré—. Ah, eh… no, nada. Es sólo que me estaba preguntando qué estaría haciendo una chica tan guapa aquí sola, sentada en la calle.
—Tácticas inexorablemente improbables de coquetería y apareamiento.
—¿Ah?
—Olvídalo. Te faltan años para entender lo que dije.
—No. Yo entendí.
Me miró confundida, incrédula.
—Pensaste que te estaba coqueteando—eso último lo había aprendido a las malas. Ella bajó la vista nuevamente—. ¿Dije algo que no te gustó?
A juzgar por la cara que tenía, el silencio fue inevitable. 
—Hace un lindo día, ¿no crees?
La chica conservaba la mirada en el piso, y yo trataba de sacarle palabras, pero ella no se dignaba a hablar.
—¿Eres de por aquí? Nunca te había visto.
—Naturalmente. Es mi primera vez aquí—dijo por fin.
—Ah, y ¿cómo te llamas?
—Es mejor que no lo sepas.
—Okeeeey... ¿y qué te gusta hacer?
Silencio.
—Eh ¿disculpa?
Más silencio.
—¿Hola?
Mucho más silencio.
—Oye, ¿te comieron la lengua los ratones?
—Hablas demasiado.
—¿Eh?
—A veces el silencio es la mejor herramienta de expresión.
—¿Eh? ¿Pero qué rayos estás diciendo?
—Creí que habías dicho que me entendías.
—Te entiendo perfectamente.
—¿Entonces?
—Lo que ocurre es que, es decir, ¿por qué dices esas cosas?
—Qué cosas.
—Las que acabas de decir.
—Sólo digo la verdad.
Me contuve de contestarle. Me estaba frustrando la idea de que me considerara un tonto.
—Te callaste.
—Ah—solté un suspiro de irritación—. Ya estuvo. Me cansé. Adiós.
La chica no dijo nada. Solamente me siguió con la mirada desde que me levanté de la banca hasta que caminé un metro lejos de ella. Luego, escuché que decía algo.
—Oye. Me caíste bien.
—¿Eh?—como no decía nada, añadí—: pero si lo único que hacías era decirme cosas frías.
—Así es como digo las cosas. Discúlpame por ser así.
—Sí… bueno, está bien—y, ahora un poco más decidido, me dirigí de nuevo hacia ella—. ¿Será que puedo ahora saber cómo te llamas?
Fruncí el ceño, ansioso por la respuesta. De repente, una ventisca traviesa pasó por su rostro, apartando completamente el largo mechón rubio que la cubría. Ella suspiró, como fastidiada. Cuando hube llegado me puse en frente de ella, con el fin de volver a ver su hermosa cara. Mis ojos se abrieron de par en par. ¡No podía ser!






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