domingo, 7 de octubre de 2018

Cielo estrellado sobre mí: 3

III.

Recibí una ardiente punzada en el corazón, tanto así, que caí de posaderas en el andén. Es como si hubiese ocurrido sido ayer. De solo recordarlo hace que me vuelvan a doler las nalgas. Y el corazón. 
—¡M-Mary, Mary C-Cox!—balbuceé, señalándola con el dedo índice. 
—Tenía la plena seguridad que si te daba esa información reaccionarías de esa manera. 
No estaba mintiendo. Esa hermosa mujer tenía que ser ella. La misma cabellera rubia, el único ojo humano de color azul, el mismo cuerpo frágil y esbelto que la caracterizaba, la propia mitad del rostro robótico, todo. Todo concordaba. ¿Cómo es posible que no me hubiera dado cuenta? Qué decepción. Luego de la impresión, jadeé, tomando grandes buches de aire, cansado y con el corazón latiéndome a mil en la garganta. 
—L-lo siento, s-siento haber reaccionado así, es que yo… 
—No pasa nada. 
—Yo… 
—Creí haberte dicho que te callaras—dijo ella con un tono afligido, y entonces pensé que tal vez no quería que descubriésemos su identidad. 
—Lo lamento mucho. De verdad—susurré, pensando en la flor de primera impresión que había dado. 
—Y bien, era mi nombre lo que querías saber, ¿no? 
—Eh… sí, así es. 
—Pues entonces supongo que es tu turno. 
—Ah, sí—tragué saliva y me presenté como siempre que conozco a alguien nuevo—: Me llamo Immanuel Kant, como el filósofo. 
Rió. Yo fruncí el ceño. 
—¿Qué le causó tanta gracia? 
—¿En verdad te llamas así?
—S-sí. 
Me miraba de arriba abajo, como examinándome, mientras se me erizaban más poros de la piel. 
—¿Nervioso? 
—N-no, para nada—por Dios, pero claro que lo estaba, si hasta sudaba frío, como si estuviera aguantando las ganas de evacuar—. Es sólo la impresión, el asombro de encontrarme con alguien como usted, ¿me entiende? 
Ella no dijo nada, dando lugar al incómodo silencio. 
—Kant—soltó una leve carcajada—, como el filósofo. No lo supero. 
—Sí—estaba ligeramente emocionado, ya que por lo menos la había hecho reír—. Supongo que alguno de mis padres debió ser filósofo. 
—¿Supones? 
—Sí. 
—¿Por qué? 
—Nunca los conocí. 
—¿Y a ti te gusta la filosofía? 
—Bueno, en parte sí. Últimamente he leído mucho sobre Hume, Descartes y Kant, y pues estoy de acuerdo con la mayoría de sus pensamientos. He leído casi todos sus escritos. Hasta ando con un diccionario filosófico. 
—Ya veo. 
—Además de que, aparte de leer y escribir, mi afición es pensar mucho—dicho esto, me senté a su lado nuevamente—. Realmente pienso demasiado en muchas cosas. La última vez me pasó algo extraordinario: estaba jugando fútbol cuando resbalé y caí en el suelo arcilloso, por lo que tuve que salir del juego porque me había lesionado—me emocionaba hablarle de mis aficiones a la gente, y a veces hablo de más; tal vez sea por eso que la abuela no me involucra en sus conversaciones, pues siempre termino hablándole de mi novela, de anime o de filosofía. Ella dice que le gusta escucharme, pero en su cara puedo sentir un aire de aburrimiento. Luego, haciendo movimientos con las manos, como si estuviese construyendo la estructura de mi casa y la de la cancha ante sus ojos, añadí—: Eso quedaba más o menos enfrente de mi casa, en medio de unos trupillos artificiales. Ahí quedaba una cancha en donde entrenábamos fútbol los muchachos del barrio, y… 
Noté su mirada meditabunda en el horizonte. Supuse que estaba aburriéndola, como a la abuela, de modo que solté un leve suspiro y me acomodé en la banca, mirando hacia al frente. 
—Te callaste. Por qué. 
—Pensé que la estaba aburriendo. 
—Me gusta escuchar a mi gente—hablaba con tanta propiedad… —.Y tú eres muy elocuente. Me agradas. 
¡Oh, Dios! ¡Le agrado a Mary Cox! 
—Gracias, creo. 
—Por qué crees. Siempre debes asegurarte de lo que dices. 
Me mantuve callado. Ella era mejor de lo que pensaba: era bella, esbelta, meditabunda, firme, seria…y poseedora de estrictos comentarios. Después de todo…es la dictadora. 
—¿Todo bien?—me miró de reojo. 
—Sí—dije secamente. 
—¿Y al final qué pasó aquella vez? 
—Ah, pues—respiré hondo porque sabía que este era un cuento algo largo. Ella se acomodó el pelo—, resulta que estaba sentado justo enfrente de uno de los arcos, a una distancia que consideré respetable, y como estaba aburrido de verlos jugar me puse a analizar si el estiramiento de la malla era suficiente como para golpearme en la cara. Lo cogía y lo soltaba y deduje que era muy corto el desplazamiento que hacía. Posteriormente alguien hizo un gol, y el balón llegó hasta mis narices, sin golpearme. 
Ella me miró. Al cabo de una pausa, volví a hablar: 
—Y, puedo preguntar… ¿Por qué estaría alguien como usted merodeando por estas calles tan peligrosas… en solitario? 
—Sabía que preguntarías eso, Immanuel Kant—su voz llegaba a mis oídos como un tierno arrullo—. Sólo quería saber qué se sentía estar rodeado de mi gente. Ahora me toca a mí preguntar. 
Asentí. Me sentía tan vulnerable cerca de ella que hasta me había sonrojado. 
—¿Qué piensas… de mí? 
—¿Ah?—la miré, y su rostro robótico resplandeció—. ¿A qué se refiere exactamente? 
—A lo que dije. ¿Qué piensas de mí? como gobernante, como líder, como todo. Di algo, lo que sea. 
Permanecí en penoso silencio. Es fácil preguntar qué pienso de ella, pero es difícil para mí contestar; digo, uno no puede decir precisamente lo que sea cuando tienes semejante personalidad a tu lado, y pues realmente no sabía qué hacer. A decir verdad, en toda la conversación no tuve la más mínima idea de qué contestarle, de modo que todo lo que salió de mi boca fue ligeramente improvisado, porque yo qué iba a saber que me encontraría con ella de esa forma tan casual. Encerrado en grandes aprietos, pensé dos cosas: una, que Mary Cox seguramente esperaba una respuesta concreta y dos, conociéndola, no aceptará un “no lo sé”, aparte de que no podía exponerle la historia de mi vida al decirle que en lo único que pienso en todo el día es en ella, puesto que la asustaría. Y yo de ninguna manera quería eso. Muy bien dicen por ahí que perro que muestra el hambre no come, y pues yo quería comer… 
—Eh, bueno…yo… 
—Me temo que se terminó la espera. Lo pensaste demasiado; uno no debería pensar tanto una respuesta. Dadas las circunstancias, debo marcharme ahora. 
—¿Así no más? 
—En efecto. Ya nos volveremos a ver, Immanuel Kant. 
—P-pero… 
Se puso de pie, se acomodó el vestido y emprendió su camino. Su semblante no cambió durante nuestra conversación. Y yo me sentía como una plasta tirada en el piso. Se había ido, y con ella todas las preguntas que quería hacerle. La oportunidad que estaba esperando se había esfumado sin despedirse. Suspiré, y me consolé pensando en que tal vez en algún futuro próximo pueda volver a tenerla tan cerca. Pero en lo más hondo y oscuro de mí estaba la certeza que no volvería a estar a su lado. Estando en esas se me aguaron los ojos, como siempre cuando tengo rabia, pero me di una cachetada, con el ceño fruncido. No podía llegar a ser tan débil, por no decir otra cosa. Ahora que caigo en cuenta, aquella palmada me dolió mucho, pero más me dolió el haberla dejado ir de esa forma. Ese extraño encuentro entre la Cox y yo había empezado y terminado mal. Y lo que después sucedió al menos no fue peor. O eso creí. 
—¡Abuela! ¡Kant llegó con un chupón en la cara!—dicho esto, me miró con una sonrisita, y luego comenzó a cantar—: ¡Estaba con su noviecita! ¡Estaba con su noviecita! ¡Estaba con…! 
—Sally, cariño, deja el escándalo, por amor al cielo—la interrumpió la abuela, quien venía caminando desde la cocina, con la mano incrustada en su delantal. Al ver que la chiquilla no dijo más nada, continuó, dirigiéndose a mí—: Oh, hola, cariño. ¿Cómo te terminó de ir? ¿Compraste todo? 
—Sí—respondí—. Aquí tienes, abuela. 
—Mmm, sí, está todo—dijo mirando dentro de la pequeña bolsa, y después me miró con preocupación—. Siempre te demoraste. ¿Hasta dónde te fuiste? 
Quise contarle sobre mi inesperado encuentro con Mary Cox, pero no lo hice. No quise despertar malogrados comentarios de la pequeña malvada. 
—Eh, digamos que me entretuve viendo algo en el camino, como siempre—mentí, a sabiendas de que la abuela era consciente de que si llegaba tarde a casa era porque me quedaba en la biblioteca, o porque me quedaba observando la lluvia caer, o porque estaba cenando en casa de algún vecino, o dándole alguna cátedra de buenos modales a la señora Lastra…o cualquier otra cosa. 
—¿Alguna chica linda?—musitó la abuela con un dejo de picardía, golpeándome suavemente con su codo. 
—No, no, no, nada de eso, yo… 
—¡Era un chico!—farfulló la hija del mal—. ¡Kantie estaba viendo a un chico! ¡Ajajá! ¡Kantie es gay!
Sólo le dirigí una mirada matadora, fulminante, cegadora, pero ni así cerró el pico. Acto seguido, la abuela le dio una palmada en la cabeza. 
—No digas esas cosas, Sally. Es pecado levantar falsos testimonios sobre alguien. 
—Pero esos no fueron falsos testimonios, abuela. 
—Sí que lo fueron. Kant no estaba viendo a un chico, y si lo estuviera viendo como él ve a la gente no es porque precisamente le guste, ¿cierto, nene? 
—Supongo—respondí algo apenado. 
—¿Lo ves? Y ahora ve y recoge las muñecas que dejaste allá tiradas en el suelo de la cocina… 

Recuerdo que después de tomar un vaso de agua, decidí subir a mi alcoba mientras me acomodaba el pantalón. Cuando fui a poner la mano en la perilla de la puerta, me percaté de que se encontraba abierta. Arrugué el ceño, extrañado, y entré. Para mi sorpresa, estaba ordenada. Era sumamente extraño, puesto que toda cosa que me pertenece que se respete permanece siempre en desorden. Pero ese día misteriosamente la habitación estaba en completo orden. Acto seguido entrecerré la puerta, y luego me quedé mirando el piso limpio y la cama arreglada, luego le di una vista rápida al ahora impecable mesón de noche y al ventilador apagado. Caminé lentamente hasta caer sentado de una manera brusca en la cama y apoyé los brazos en las rodillas. Había caminado mucho. Me sentía exhausto, de verdad. Caminar a esa velocidad hasta la Tienda Más Cercana me había hecho sudar terriblemente, aparte del encuentro fortuito con Mary Cox. Luego de soltar varios suspiros, localicé una toallita mirando de reojo hacia mi cama, por lo que decidí entonces secarme todo el sudor de la cara, pasándola asimismo por frente, mejillas, barbilla y posteriormente por el cuello. No pude terminar de secarme cuando inmediatamente caían pesadas gotas desde la nuca. Eso me irritaba; recuerdo que en la Academia, cuando tenía como doce años, mis compañeros se quedaban mirándome por la forma en que me secaba cuando accidentalmente me mojaban el pelo. Ellos debieron imaginarse presenciando un acto de circo, porque unos cuantos se rieron como locos. A las gotas las espanté como si fueran mosquitos, dándome fuertes palmadas en la nuca. Nunca podré olvidar aquel fastidio, y además en ese entonces hacía un calor y un sol para negros, sin ánimos de ofender. Luego de eso hice una de las muchas cosas de las que me avergüenzo bastante por ser de aquellas que han sido las más raras que he hecho en mi vida. Es decir, suelo hacer cosas verdaderamente absurdas, pero esta se llevaba el premio gordo. Estaba sentado, pues, en la cama; después de pasarme la mano seca por la parte de atrás del cuello, me quedé contemplando mi muñeca robótica, que finalizaba sus conectores nerviosos donde comenzaban los de la mano humana. La moví de arriba abajo y de izquierda a derecha, observando cada detalle de su composición. Sobra mencionar que mi mirada, además de estar totalmente idiotizada, parecía la de un enfermo (y eso lo supe sin necesidad de mirarme en un espejo) y subía y bajaba por el brazo reluciente. Me cautivó la brillantez con la que resplandecían esos cables, esas tuercas. Dentro de mí se desarrollaba tal sensación de armonía que parecía nacer un bizarro y sensual amor hacia esas cosas, tanto así que quise lamerlas. Y así lo hice. Rodeé a lamidas lentas los nervios artificiales que habitaban mis muñecas, tomándome mi tiempo con cada una de ellas. Finalmente caí en cuenta de lo raro que era y suspendí la acción. Vaya que fue raro. De pronto se abrió la puerta. Me sobresalté, y después detallé a la persona que entraba. 
—¿Ellen? 
Ella no dijo nada, simplemente se introdujo en la alcoba, como penosa, manteniendo una sonrisa incómoda en los labios y finalmente cerrando la puerta. 
—¿Qué te trae por aquí?—en verdad no quería preguntarle eso. Quería saber cómo demonios le había hecho para entrar en mi casa sin avisar. 
—Hola, Manny—dijo ella sin entusiasmo—. Eh, yo sólo pasaba por aquí y, pues, decidí venir a saludarte… 
—Ah—dije y arrugué el entrecejo—. Pensé que estabas enojada conmigo. 
—No—dicho esto sus ojos se perlaron y sus labios sonrieron—. Nunca estuve enojada contigo, para nada. 
Suspiré; deduje que había llorado, y que ahora tenía ganas. Sus mejillas rojas la delataban. Como dice la abuela, “estaba pechiche”. Me entristeció saber que había dado motivos para hacerla llorar. 
—Manny—la oí decir—, yo no iba a volver, ¿sabes? No quería hacerte enojar de nuevo… 
—Perdóname. Yo tuve la culpa. 
—Manny… 
—Tranquila, no tienes que decir nada… 
—No, no me callaré. 
La miré fijamente. A pesar de que su voz sonaba tímida y entrecortada, lo último que dijo resaltó la actitud decidida que siempre la había caracterizado. 
—Manny, sé bien que muy pronto tendrás que marcharte—era cierto. En ese entonces estaba en un período de receso del servicio militar obligatorio—, y yo sólo… quería saber de ti una vez más. Quería verte antes de que te fueras… por eso decidí arreglar tu cuarto, ordenarlo todo, para que al menos lo dejes todo bien. 
—Hablas como si fuese a morir en el ejército, y no es la primera vez que… 
—¡Uno nunca sabe, Immanuel!—en todo lo que llevábamos de conocernos, pocas veces me había llamado de esa manera—. ¡No sabemos de qué puedan ser capaces ellos! 
Ellos; hablaba de nuestros enemigos. La población de Expellioth. 
—Cálmate, Ellen, no es para tanto. Maldición, no es para que hagas un escándalo—como se mantuvo en silencio, proseguí mi sermón—: además, muy bien que pude sobrevivir ese primer período que permanecí allá. Ahora que regrese no me pasará nada, eso asegúralo. 
—Manny… 
—Ellen, estás actuando tal cual como la primera vez que me marché. Tienes que calmarte, te repito que no va a pasarme… 
No terminé la oración, ya que los enormes ojos llorosos de Ellen me interrumpieron. 
—Manny—balbuceó, con los brazos plegados contra su pecho—. Tengo miedo, mucho miedo… 
Volví a suspirar. Me había partido el corazón. Sus lágrimas brotaron en el acto. 
—Ah, Ellen, ven aquí. 
La abracé, y ella se acurrucó en mi hombro. Luego, e instintivamente, le besé la cabeza.

Expellioth. Pronunciar tan siquiera su nombre estaba prohibido en Armageddon. La tribu de los exiliados, los antiguos rebeldes. Los marcados como nuestros naturales enemigos; en el Acta de la Sociedad Unida se expedía una completa rivalidad y disimulado desprecio hacia esa población. No se pedía explícitamente que los odiásemos, sino que anduviésemos alerta a todos sus movimientos. En el Acta se leía igualmente que los Exiliados eran gente capaz de hacer cualquier cosa, en cualquier momento y a cualquier precio, con el aparentemente único objetivo de imponer su política, engendrar absurdas polémicas y establecer su bizarra justicia. Eran unos malditos rebeldes. Y el ejército se encargaba de combatirlos, para así defender a los habitantes armageddonianos. Los Exiliados se caracterizan principalmente por tener un ojo biónico, generalmente de color carmín, en el lado derecho de la cara; sus cabellos son sucios, incoloros, y se les ha visto vistiendo harapos viejos y gastados. Desde épocas remotas, usan como distintivos unas cintas rojas rodeándoles la frente y por último, pero no menos importante, están los familiares brazos, los cuales se transforman estratégicamente en armas mortales (tal y como los que pertenecemos al ejército armageddoniano). Ahora que lo menciono, ese es precisamente el primer requisito básico para hacer parte del ejército de Armageddon: tener brazos (o bien uno de los dos) como los de un robot. También eran reclutados las personas que tuvieran alguna parte del brazo artificial lo suficientemente grande como para implantarle un arma. Sí, he ahí la razón por la que Wes y yo fuimos reclutados. Como un punto y aparte, cabe destacar que a las personas que tuvieran piernas se decía que también las reclutaban, pues, para probablemente convertirlos en tanques de guerra y muchas otras extrañas maquinarias. 

Ellen se había quedado dormida abrazada a mí. Como estaba apoyada en mi hombro y aparte pesaba mucho, decidí recostarme en la cama. Tenía una mano cerca de la boca, como chupándose el dedo, y sus mejillas conservaban la brillantez de las escasas lágrimas húmedas que derramó. Por un lado, lejos de anormal, resultaba placentero el tener a una chica tan linda susurrándote en el oído, pero por otro lado estaba ligeramente incómodo. Si entraba alguien, pensaría que nos acostamos en la cama no precisamente para dormir. Sí, esos pensamientos rondaban mi cabeza, sin embargo no me aparté de ella en ningún segundo. Si Ellen me quería cerca, me tendría. Igual…, ese iba a ser el último momento en el que nos veríamos. Con la mano derecha trataba de acariciar su cintura de robot (sí, ella nació con la parte superior de su cuerpo más corta de lo normal), haciendo un leve movimiento decadente, de arriba abajo. Luego, le besé la frente. Ya que nos estamos sincerando, debo admitir que a mi Ellen me gusta, y mucho. Lo único malo es su explosiva actitud. La chica es hermosa, esbelta, sabe cocinar y es sumamente cariñosa. Debo decir que era frustrante tenerla así cerca y no poder hacerle nada. 

—Ellen. Tienes que despertar—susurré mientras le sobaba la cabeza. 
—… no te vayas. 
—No me voy. Bueno, no por ahora… 
La abracé fuerte. 
—Oye dormilona, ya despierta. 
Estaba rendida. Me exhalaba gemidos directamente en el oído, en señal de protesta, cosa que me estaba poniendo nervioso. Sus cabellos estaban desordenados y su boca estaba entreabierta. Sus labios se vieron jugosos, pero no los besé; lo que hice fue recostarla en la cama y luego me senté en una silla cercana. Agarré posteriormente una libreta ajada que estaba debajo de la cama, lugar en donde siempre la dejo, para distraerme hasta que Ellen despertara. Ciertamente no quería dejarla sola. 
Luego de mucho moverse, se despertó. 
—Qué bien dormí—dicho esto, soltó una leve carcajada. 
Lo único que hice fue dedicarle una sonrisa. 
—Manny, yo… ah, qué pena contigo. 
—No te preocupes. Es más, si quieres seguir durmiendo, no hay problema. 
—No, no, no, Manny, ya es tarde. T-tengo que irme a casa… 
No me había percatado de que ya estaba poniéndose el sol. Últimamente no había sentido el paso de los días. Estaba despistándome cada vez más. 
—Quédate, para que cenes con nosotros… 
Hubo silencio. Tragué saliva. 
—No quiero que te vayas. 
Ellen me atrae: lo he confesado; es de esas chicas raras que ocupan ciertos lugar especial en los corazones de la gente; a todos los de por aquí les cae bien Ellen. Como no querer a esa chica. Lo malo es que tal vez esa iba a ser la última vez que nos veríamos, o probablemente me equivoque una vez más. Después de comer juntos, y para cuando ya el sol se hubo ocultado por completo, Ellen regresó a su casa, no sin antes plantarme un sonoro beso en la mejilla. 
…Y yo le respondí con un beso en la boca.







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