Los catorce constituyeron una edad crucial para mí. Algo nuevo, algo desaforado y siniestro se abría cuando estuve en pleno apogeo de la adolescencia. A esa edad tuve mi primera erección, mi primera emborrachada y mi primera vez presenciando una muerte. Estando en pleno combate, de lleno en los brazos de la armada de Armageddon, vi a un sargento morir en mis brazos. Su nombre era Ángel Santiago Román, un insólito señor que era mi superior.
—Kant, quiero que me prometas una cosa—tosió enérgicamente, y luego, tomándome de la mano, continuó—: que te quede bien claro que tendrás que afrontar pruebas peores que ésta… —definitivamente no quería afrontarlas—. Quiero que me asegures que serás fuerte pase lo que pase y que seguirás siendo el buen muchacho que eres…
En ese momento no estaba siendo muy fuerte que digamos, pues estaba llorando como regadera.
—No se muera, señor Román, no me deje…
—¡Este es el orden de las cosas, Kant! ¡Debes ser fuerte!
Cerré fuertemente los ojos. Mis manos se manchaban de la sangre que emanaba de la herida.
—Ahora… debes marcharte. Hazlo, hijo…
—No…
—Vete, maldición…
—¡No lo dejaré aquí!—ah, sólo era un niño.
—¡Que te largues, te digo!
Dicho esto elevó su enorme brazo, me empujó bruscamente y me lanzó a una distancia considerable. Tosió un par de veces más: ya estaba a punto de expirar. Había derramado mucha sangre. No resistiría mucho. Su última y triste mirada de ojos negros se difuminó, y una ajena sonrisa pareció dibujarse en su rostro.
Desde ese momento no fui el mismo. Dejé atrás a ese Kant pequeño, débil y llorón del pasado. Lo dejé para metamorfosear en alguien totalmente distinto, puesto que terminé convertido en una excéntrica persona con un sentido del humor muy ácido y de comentarios duros y fríos; un muchacho que piensa demasiado las cosas y al que le gusta dibujar. Un pequeño insensato que vive y desvive por Mary Cox, con una algo desarrollada mentalidad 80% Kantiana, 10% venenosa y otro 10% de sarcástica, al cual influyen incontables bombas de ideas en su mayoría absurdas, que a su vez se entremezclan con las neuronas de un ambiguo cerebro, dominado por pequeños indicios de maldad y encubierta negligencia. Bueno, he ahí el primer concepto que pude establecer de mi persona. Eso fue lo que pensé inicialmente luego de caer en cuenta de que debía cambiar mi forma de ser y que debía percatarme de la perspicacia que siempre debió caracterizarme. Finalmente, y luego de restregarme contra la almohada minutos antes de partir, pude embarcarme en una de las naves del ejército e iría directamente a enfrentarme con los exiliados; la histórica batalla entre el enredado linaje de exiliados y el minúsculo de armageddonianos se remonta desde inicios del milenio; consistía primeramente en la simple rebelión de un grupo de personas en contra del Acta, pero más específicamente en contra del mandato de Mary Cox. Se opusieron rotundamente al método de la Reina, y aseguraron que fue ella quien se encargó de la destrucción del Viejo Mundo. Son gente cegada por un rencor absurdo hacia los nuevos regímenes y las reformas; no se percatan de la realidad oculta tras la manta puesta ante sus ojos. No me explico cómo esa plebe con serias cucarachas en la cabeza se atrevió a calumniar a la Reina de esa manera. Para mi es imperdonable.
Mientras me dirigía a la base central del ejército armageddoniano, pensé en Mary Cox, como cosa rara. Esa mujer me tenía mal, y ese primer, último y único encuentro que tuvimos no me había dejado muy bien parado. Es decir, pensé que no le había dado una buena primera impresión. Me sentía frustrado, pero en cuestión de segundos dejé de pensar en eso, diciendo para mis adentros “eres patético, Kant. Tienes que superar eso, vamos. Has pasado por cosas peores, por el amor de Dios”. Y sí que había pasado por situaciones peores, pues muestra de ello fue el fastuoso deceso del sargento Román. Ese hombre fue lo que más se pudo aproximar a un padre para mí. Ni siquiera el abuelo tuvo ese privilegio. Lo que digo es que este militar fue sumamente importante para mí durante mi primera estadía en la armada. El señor Román era bastante estricto y muy fuerte, pero aun así frecuentaba decir comentarios con mucha fraternidad y amistad. Era un impredecible amargado de primera categoría, pero yo siempre lograba sacarle una sonrisita. Después de Mary Cox, el sargento Román fue una de las pocas causas por las cuales no dejé el ejercito. Ese señor me hizo amar Armageddon, me hizo lo que soy ahora (aunque bueno, ni tanto. Lo que pasa es que me inspira mucho hablar sobre el sargento Román).
Luego de mucho recorrido dimos por fin con el condominio del ejército, la base central. En la nave no. 853 veníamos muchos hombres y un distinguido par de mujeres. Éstas últimas vaya que resultaron ser lo suficientemente valientes como para estar ahí. En el Acta de la Sociedad Unida no se prohibía de ninguna forma la vinculación de mujeres al ejército (cuando la que manda es una mujer, resulta bastante difícil decir no). Ellen no estuvo involucrada debido a un inevitable temor a las armas de fuego, y la abuela Moodie nunca en la vida tocó un arma. El abuelo prestó el servicio militar cuando estaba joven, bello y con vida. Y Wes y yo ahora estamos prestándolo. El hermano de Wes también estaba en el ejército, pero su empleo le impidió continuar. Él era un reconocido comerciante, y apenas contaba con quince míseros años de edad. Qué bárbaro, y es que ciertamente uno podía empezar a trabajar desde los quince. Ese pequeño precoz estaba metido de lleno y de cabeza en el asunto, por lo que no demoró en crear su propia institución comercial. Obviamente este escuincle no es más exitoso que Wes. Antes lo único que parecía importarle era viajar por todos lados, pero a la hora del té el muchachito resultó ser realmente bueno. Por mi parte, no sé aún qué iré a hacer con mi vida; actualmente asisto a la escuela colectiva superior, que es como si fuese una universidad. Ya habrán momentos para decidir mi futuro, así que por ahora es algo que no me importa mucho pese a que al cumplir los veinte años me graduaré; y como agosto se viene ahorita, creo que me está cogiendo la noche. Como última opción está el volverme mercader como Wes, aunque sea la escritura lo que realmente me apasione. De hecho, mi más grande anhelo es volverme un escritor reconocido.
La cosa que más recuerdo con nitidez es aquella felicidad recíproca en la tienda de discos de Mamatoco. Los dueños contaban con un reproductor de música gigante, cuyos audífonos igualmente grandes quedaban chistosamente colgados en mis orejas. Recuerdo que todo el mundo me quedaba mirando como un bicho raro, pues al escuchar a Daft Punk me vuelvo totalmente loco. Comienzo a bailar con la cabeza y los brazos. Nada más con eso porque, pues, soy un poco penoso también. Oh, sí. Too long, One More Time, Around the world. Los remixes de hace un milenio, los mismos chis pum chis pum de siempre. Fuck. A eso le llamo hacer música.
En la escuela colectiva superior nos enseñan de todo un poco; cuando ya llevamos un buen proceso es cuando decidimos qué queremos ser en la vida. Es una buena ayuda, ya que uno termina escogiendo el empleo que quiere, el que le gusta, no el que le impongan. Siempre debió ser así. Primero el estudiante se abre camino para conocer más a fondo todas las facultades y luego discierne cuales les gusta y cuales realmente debe desechar. Obviamente a los estudiantes le dan un respetable tiempo para pensar, no es que nos tengan presionados. En vez de eso, el Estado lo que hace es apoyarnos en nuestra decisión y en nuestro camino hacia el progreso, hacia el porvenir. Las anteriores palabras fueron comedidamente tomadas de uno de los tantos discursos de Mary Cox, el único que me llegó al corazón por la propiedad de sus palabras y la veracidad de y limpieza en su redacción. Me enamoré de ese discurso de inmediato. Tal vez por eso sea que la idolatro. Dios; estoy realmente mal.
—Bienvenidos, queridos paisanos… ¿cómo les terminó de ir?
Un extraño sujeto gordo le hablaba a la multitud de jóvenes arrimada en la oscura base central. Por supuesto nadie contestó a ese absurdo saludo. En vez de eso, infinidad de jóvenes se miraban dubitativos preguntándose quién demonios podría ser aquel gordo.
—¡¿Es que acaso no piensan responderme?!—espetó el mismo tipo—. ¡¿Les comieron la lengua las ratas, gusanos sinvergüenzas?!
Todos, exceptuándome, quedaron boquiabiertos por la impresión. No podían tolerar visualmente semejante ser tan abominable.
—¿Qué se trae este tipo?—Wes se había sobresaltado mucho más.
—Men, yo no sé—susurró un muchacho.
—Bien, sigamos con esta porquería—prosiguió el gordo. Con su lenguaje pretendía parecerse al señor Román, pero este papanatas no le llegaba ni a los callos de los talones—. Vamos a ver, qué tenemos por aquí…
El sujeto gordo caminaba lentamente enfrente de cada uno de nosotros, detallando enfermamente nuestros rostros.
—Hay bellezas por aquí—murmuró cuando frenó delante de una chica—. Qué felicidad…
Luego de caminar aparentemente lo suficiente, sepultó su sebosa cara frente a mí.
—Ajá—me respiraba en el entrecejo—. Tú pareces novato.
—Aún lo soy, señor—me apresuré a contestar sin nerviosismo.
—Te crees muy hombrecito, ¿no es así?—murmuró él interpretando mi respuesta como algún insulto.
—No aparento nada, señor.
Mi expresión facial no cambió, se conservaba neutral. Eso aumentó notablemente la frustración del gordo.
—Ah, claro. Entiendo perfectamente. Un novato que quiere lucirse.
—No pretendo lucirme ni nada por el estilo—dije, tratando de no inhalar su aliento, y mirándolo fijamente a los ojos, añadí—: Gente ignorante sólo expresa comentarios ignorantes.
Los jóvenes a mis espaldas parecieron soltar una leve carcajada de satisfacción, como si yo acabara de hacer un gesto heroico. Vaya tontos.
—¡Si sigues así, te convertirás en un maldito hablador!—exclamó y me empujó. Yo sólo me sacudí un poco y luego volví a mi posición normal—. Eres una pequeña maravilla, novato.
Seguía respirándome en la nariz, cosa que ya se había vuelto fastidio, pero aun así trataba de conservar la poca calma que me quedaba.
—¿No te preguntas por qué lo digo, sabandija? Es más que obvio, ¿no lo creen?—volvió a escupir dirigiéndose al resto de jóvenes.
—¡Sí, señor!
—¿Ves novato? ¡Eres el único anormal aquí!
Y sin quitar su mirada fija en la mía, volvió a la fila de hombres que se alzaba ante nosotros. Posteriormente, luego de escuchar unas cuantas indicaciones de boca de otro hombre de la fila, nos permitieron acceder a nuestras respectivas alcobas, que por cierto de alcobas acogedoras no tenían nada. Eran más parecidas a un pequeño baldaquín escasamente amoblado, con colores tan grises como las calles de Armageddon. No era lo que se diría de un dulce hogar, pero al menos en la base central se nos atendía bien. Entre las ventajas estaba el no tener que compartir habitación y que se nos daba comida tres veces al día. Lo gracioso era que al regresar a casa volvía más flaco. Se podía decir que eso era vida. De otro lado, la habitación de Wes quedó al extremo del pasillo. Mis vecinos eran unos tipos realmente raros de tez amarillenta con los cuales no me sentía muy a gusto, ya que se veían sucios y con cara de tontos. Me provocaban cierta inseguridad y asco, por lo que evitaba prestarles atención, puesto que tenía otros asuntos mucho más importantes qué atender; de hecho, tenía otras preocupaciones e incomodidades mayores.
—Disculpa, ¿me puedes decir dónde queda el baño?
—Supongo que debe ser aquella puerta amarilla.
—Ah, O.K., gracias.
Un tipo que cargaba una pesada bolsa había aparecido a mi lado. Me había dado cuenta de que me observaba desde hacía un buen rato. Me alivió saber que sólo quería saber dónde estaba el baño, ya que cuando se acercó a mí me acarició muy sospechosamente el hombro. Luego de un buen rato por fin había dado con la habitación que me correspondía, y como de costumbre me había encerrado a organizarme; deposité un par de camisetas en unas gavetas de al lado de la cama, y los tenis rojos de siempre los acomodé debajo de una silla. Al poco tiempo, se abrió la puerta y un hombre joven se asomó.
—¿Immanuel Kant?
Alcé la mirada, sin musitar palabra.
—El señor Bocanegra os ha llamado con cierto interés. Más vale que os deis prisa.
Un nubarrón violeta se posó delante de mi vista, volviendo todo borroso a mi alrededor al instante.
—Mmm, así que de ti se trataba.
El mismo sujeto gordo estaba acomodado de brazos en un sucio escritorio. Al lado de su velludo codo izquierdo se resaltaba una placa con un nombre inscrito. El sujeto se hacía llamar Hermes Bocanegra; flor de nombre.
—¿De verdad te llamas así?—balbuceó, como tratando de gesticular una ofensa—. ¿No le habrás robado la identidad a algún cretino por ahí?—por un momento habría jurado que Bocanegra se refería a Kant filósofo, pero enseguida deduje que hablaba de otra cosa—. Además no creo que una sabandija como tú sea el hijo de Zacarías Kant.
Zacarías Kant…
—¡¿No piensas responderme?!—el gordo se precipitó a prenderme del cuello de la camisa. Con una velocidad aún inconcebible se había levantado de su mesa y había volado hasta el pie de la puerta—. ¡Detesto cuando no contestan a mis preguntas! ¡Habla!
Me sacudió hasta que finalmente caí sentado en el piso frío. Unas personas que estaban detrás de mi cabeza se habían sobresaltado al presenciar la fogosa discusión de una sola persona.
—¿Qué tanto están viendo?—exclamó al percatarse de la presencia de los chismosos.
—Se-señor Bocanegra, ¿qué es lo que ocurre?—dijo una señora temerosa.
El gordo suspiró y alzó la vista.
—Ah, no pasa nada. Saquen a esta sabandija de aquí.
El pedazo que el gordo había jalado de mi camisa todavía estaba arrugado en el aire. La mujer me ayudó a levantar y me ayudó a sacudir el polvo que tenía impregnado.
—Ay, Dios mío, pero qué fue lo que le hiciste, niño ¿ah? ¿Qué fue lo que le dijiste? ¿Por qué estaba así de rojo? El señor Bocanegra se pone así de colorado sólo cuando está…
—Yo no le hice absolutamente nada—interrumpí mirándola a los ojos.
La señora guardó silencio, fulminada bajo mi mirada. Como pensé que mi seriedad la había asustado, traté de sonar más pasivo.
—Creo que a ese hombre no le caí muy bien que digamos. Supongo que la conversación que tuvimos debió ponerlo así.
La mujer, sin musitar palabra, sólo me miraba. Al ver su expresión, fruncí el entrecejo y en medio del silencio me escabullí.
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