domingo, 7 de octubre de 2018

Cielo estrellado sobre mí: 5

V.

Al igual que el cielo, los mohines han coprotagonizado la película de mi vida. Es decir, la abuela me palmeaba la boca si me veía hacer un gesto extraño con la boca.
—¡La boca se te va a quedar así, carajo!—me decía ella siempre.
Muchas veces simplemente la ignoraba, pues su constante verborrea terminaba por fastidiarme. Y díganme a quien no le molestan los regaños.

La abuela, sus hermanas y relativas contaban con una peculiar manera de regañar.

El espeso y frondoso bosque parecía interminable ante nuestros ojos. En fila india íbamos adentrándonos en el peligro, camino a encarar nuestro destino. No se oía ningún ruido que no fuesen pisadas húmedas, el aire de la respiración o unas traviesas gotas de lluvia cayendo en hojas de árboles aledaños. Bien, no me quejaba de nada, ni siquiera de los molestos jadeos que el muchacho de atrás me exhalaba en el hombro. Pero ya estaba comenzando a germinar la migraña. Trataba de controlarlo, de no pensar en ello, y cerré fuertemente los ojos. El sujeto de delante de mí se giró y me preguntó si me sentía bien. Le contesté afirmativamente, que ya se me pasaría.

No tenía la más vaga idea de dónde en la fila le había tocado a Wes. Si miraba hacia atrás saltaban a la vista semblantes sucios y chismosos, todos ellos desconocidos y se veían amigables, pero ninguno era el de mi amigo. Me consolé pensando en que quizá estuviese en el último puesto y deseché en el acto la idea de que se hubiese quedado en la base central. Suspirando, y limpiando rápidamente mi frente húmeda, proseguí mi camino; la fila estaba encabezada por Bocanegra, quien llevaba un enorme rifle pegado a su brazo de robot.

—Caminen recto, ratitas—murmuró el gordo, rompiendo el calmado silencio; su voz acatarrada había hecho estallar mi jaqueca—. No se desvíen.
Pensaba en los cuatro cuadritos blancos que restaban de la ecuación. Había recorrido todo el centro buscando las benditas claves, y encontré unas cuantas para mayor sorpresa. Recuerdo que la primera estaba en el banco AV Villas, en aquellas letras colorinches que rezaban su nombre. Estaba bien oculto; se las arreglaron para ocultarlo bajo el acertijo de “tras las murallas azules y rojas agazapados en el campo de lirios del corazón encontrarás la primera pista”. El cómo di de una con la clave fue pura casualidad, pues ese día la abuela tenía que pagar unas deudas en aquel banco precisamente, y además tenía ganas de ir a saludar a una amiga que trabajaba por ahí. En primer lugar me parecieron curiosos los colores y asocié las letras palo seco del logotipo con unas barreras. Se podría decir que mágicamente di con la pista, pues me acerqué y miré más detalladamente: el número cuatro estaba oculto subliminalmente en la letra i. Me encaramé sobre una silla y anoté el número en el espacio que le correspondía, ocultándolo de cualquier chismoso que anduviese por ahí. Por suerte había escogido el diseño gráfico como carrera, pues de otra forma no hubiera podido excusarme bajo el pretexto de que estaba buscando referentes de marcas famosas. La abuela me miró extrañada, y después nos fuimos. Las cosas pasan por algo, ¿no? Sí, en fin. Bueno, la segunda pista la encontré 

Las reglas de juego en el campo de batalla contra los exiliados eran realmente sencillas. Si yo no te ataco, tú no tienes por qué atacarme; si no cruzas la línea, todo estará bien; si no pisas nuestro territorio, lograrás sobrevivir. Sin embargo, y pese a las advertencias, ésta última regla la estábamos violando ya que habíamos recorrido más de la mitad del territorio ajeno. El plan de ataque del ejército de Armageddon siempre fue de simples tres pasos: el primero consistía en introducirnos silenciosamente en territorio enemigo; el segundo, si nos atacaban, no había más remedio que atacar nosotros también, aunque la gracia era solucionar nuestros problemas mediante el diálogo; y tercero, si se oponían a dialogar, pues lucharíamos como siempre. No era lo que precisamente se diga de un equiparado plan de ataque, pero eso era con lo único que contábamos. No lo había planeado ningún genio, sino un soldado común y corriente. A decir verdad no se necesita ser un sabio para idear semejante plan tan simple. Había además un cuarto paso, pero no se mencionaba ya que usualmente se omitía y se colocaba como extensión del tercero. Este cuarto paso consistía en que el grupo de soldados tenía que dividirse y cada miembro debía localizarse en puntos estratégicos del territorio en cuestión. Solos y considerablemente separados, los soldados tenían que estar alerta y esperar alguna señal, ya sea del sargento o de algún movimiento enemigo.

Allá en el condominio de la base central se nos enseñó muy bien a sobrevivir individualmente, y si entonces no servíamos, quería decir que no teníamos lo necesario para luchar por Armageddon. Yo me consideraba parte de los soldados que sí servían, a pesar de que siempre me preocupó mi porvenir en ese lugar. Las preocupaciones, angustias e inquietudes las resistía siempre con la misma expresión neutral cincelada en el rostro, como simulando tranquilidad pese a no sentirla en ningún poro de la piel.

—¡Gusanos, es hora ya!
Aproximadamente a la media mañana se dio la división. Con antelación se nos había informado de las correspondientes ubicaciones, así que no demoré en estar listo. No fue difícil pero tampoco fácil puesto que las largas ramas de unas plantas me golpearon fuertemente el rostro; aún me costaba acostumbrarme a eso, a la presencia de vegetación.

No fue mucho lo que tuve que esperar para toparme cara a cara con un exiliado. Pese a que se nos ordenó estrictamente a comenzar la batalla si las cosas se ponían feas, la situación no ameritó mucha violencia. Tampoco mucho dialogo del bueno. Por los aires volaron palabras incoherentes y muy ofensivas, me temo decir. Contra mí se tropezó un cuerpo femenino liviano y terso; cargaba pesado armamento y vestía ropas ligeramente extrañas. Maldije mi suerte por tener que golpear a una chica tan bonita, porque realmente lo era: su cabello era crespo y corto, y su mirada era celestial. Tenía los labios tan rojos como los míos (cosa que no dejó de avergonzarme el resto del día). No está nada mal, fue lo que pensé en el momento que la vi. Hasta que advertí la cinta roja. En medio del asombro mutuo, nos miramos inmóviles por largos momentos. Ni ella ni yo hacíamos nada, sólo girábamos alrededor de un perímetro imaginario calculando nuestras distancias. Cada vez que miraba al suelo, luego a su cuerpo y finalmente a su cara, en un intento por encontrar algún punto débil, ella hacía exactamente lo mismo. En esas estuvimos hasta que lentamente desenfundó una de sus armas y estuvo a punto de dispararme, si no es porque yo lo hago primero. Le di un tiro en medio del ombligo. La chica cayó automáticamente en el suelo, inconsciente.

Supuse, como siempre, dos cosas: una, si le hablo y no contesta es porque seguramente está más allá que acá o, dos, si mis cálculos fueron ciertos seguiría con vida. Como de cualquier modo tenía que hablarle, me le acerqué mansamente.

—No finjas más. Sé que no estás muerta.
Suspiré. En verdad aspiraba a que mi teoría fuese cierta ya que no quería matarla. Insisto, era una chica realmente bella. De pronto, sus párpados se movieron. “¡Bingo!” me dije y, completamente resignada alzó la cara del suelo fangoso.
—¿Qué? ¿Cómo rayos lo supiste?
—Ah, ¿es que sí estabas viva?—musité con cinismo.
La chica se incorporó rápidamente y refunfuñó, furiosa:
—¡Me engañaste! ¿Pero cómo supiste a dónde disparar?
—Lo adiviné—mentí. Luego de percatarme de su mirada de incredulidad, añadí—: bueno, no fue así. Deduje que tu estómago era robótico al ver que lo único que se movía cuando respirabas eran tus grandes senos.
—¡Pervertido!—exclamó, sonrojada, y se puso un brazo en el pecho. Acto seguido sacó la bala del orificio—. Me temo que esto no te servirá conmigo—finalmente tiró la enorme bala de xantanium al piso.
Después de un corto silencio, la chica volvió a hablarme:
—¿No vas a… ?
—Hay algo que no entiendo—dije—. ¿Por qué no tienes un ojo biónico?
—Eso a ti no te importa, desgraciado—por el especial acento de esta última palabra deduje que era así como la población de Expellioth se dirigían a nosotros.
—Pero eres de Expellioth, ¿no?—quería cerciorarme de que lo fuera; me hubiera arrepentido enormemente de haber matado a un aliado.
—Si no, no hubiera intentado matarte, menso. ¡Piensa un poquito!
Sí, tenía razón, pero el tonito con el que dijo esas últimas palabras no lo soportaba. Como confió en que no la mataría, dio media vuelta y comenzó a caminar.
—Espera…
—¿Qué demonios quieres?—dijo deteniéndose en seco.
—Tenemos que hablar.
—¿Hablar sobre qué? ¡No tenemos nada de qué hablar! Además no me detendría a conversar con alguien como tú—supuse que diría eso—. ¡No en esta vida!
—Así me gustan… ariscas.
—¡Deja de mirarme de esa forma!
—Cálmate, ¿quieres? No es mi intención iniciar una pelea.
—¡Pues si no vas a pelear, me voy!
Y así lo hizo. Corrí tras de ella, pero cuando me asomé con vista a un claro cercano la chica ya no estaba. Dios, ni siquiera la hice sudar. En fin, aburrido y con la mayoría de municiones sin estrenar continué la rebelde andanza. Tenía prohibido moverme de mi posición, pero para mí fue irremediable. No quité el arma inserta en mi brazo por simple precaución; uno nunca sabe cuándo se lanzarán a atacarlo. Deseé saber cómo estaría Wes, y también qué estaría haciendo Ellen en ese momento. Quise saber en dónde estaría Mary Cox y ciertamente ni siquiera se me ocurrió pensar en el gordo Bocanegra. Me producía más jaqueca y dolor de barriga tan siquiera recordarlo. Pero no pude eludir del todo los pensamientos sobre aquel ser tan repulsivo. ¿Qué habrá querido decir el gordo aquella vez en su oficina? ¿Cómo así que no le llego ni a los talones a Zacarías Kant? Qué, ¿acaso fue un superhombre? Eso nunca lo supe, pero bueno, después de que la chica bonita se fue, no cesaron los problemas (porque de por sí dejar ir así a un exiliado era uno muy grave). Al cabo de un breve silencio, un robo-hombre-bestia se lanzó a atacarme. Santísimo Jesucristo, yo sólo había visto uno de esos en los polvorientos remedos de libros de la biblioteca. Ni siquiera durante mi primera instancia en el ejército había peleado con algo como eso. Me di cuenta luego que era esta la primera misión seria que la base central me asignaba. Después de todo, es lo que hacen cuando un soldado llega a cierta edad. En fin, en un intento por no mojar mis pantalones, mi cara metamorfoseó en una expresión fría y temeraria, tratando de hacerle saber al robot quién era el que mandaba. Era un cyborg con patas de león, y en sus brazos había unas poderosas y gruesas espadas. Al ver que tenía ese molesto ojo biónico, no lo dudé más. Empecé a dispararle como loco. La bestia emitió un chillido agudísimo, y acto seguido intentó golpearme con uno de sus sables. Esquivé milagrosamente cada una de sus embestidas; con un raudo movimiento saqué una daga de mi enorme cangurera y se la clavé en el vientre artificial, justo en un blanco que instantes atrás había bosquejado mentalmente. La cosa esa soltó otro chillido y luego, con su sable ridículamente grande me rasguñó el brazo robótico derecho. Gemí lastimeramente aunque no me dolió. El impacto me hizo volar y caer arrastrando los pies a un par de metros de la bestia. Cuando me volví, vi al maldito animal a punto de caer encima de mí. Abrí los ojos de par en par, y con una voltereta extremadamente rápida pude esquivarlo. La bestia cayó de rodillas, e inmediatamente giró medio cuerpo hacia mí; a paso lento y decidido se fue acercando, apuntándome con su espada derecha. Yo, que no había aterrizado muy bien que digamos, le dediqué una mirada fulminante. De pronto el monstruo se detuvo. Al mirar más detalladamente, contemplé que un extraño líquido emanaba de la herida. No pensé que le había dado, pero al final sí le di. El sargento Román me había enseñado los puntos débiles de este tipo de bestias, sin yo ni siquiera conocerlas. Esas clases me parecieron una completa pérdida de tiempo, y no me cansé de repetírselo. Obviamente no le había prestado mucha atención cuando me lo dijo, pero si no lo hubiera recordado en ese entonces probablemente no estuviera vivo para contarlo. El cyborg cayó de bruces en el césped fangoso. Al cabo de unos instantes, me acerqué lentamente para comprobar si estaba muerto, poniendo el dorso de la mano libre en su nuca. En efecto, estaba muerto, y debajo de él se había formado un charco de alguna especie de líquido espumoso; todo el lugar apestaba a sarna ahora. Me senté bruscamente en el piso, jadeando, maldiciéndolo luego por no tener la cómoda grama que le caracterizaba. Genial. Tenía un brazo inútil y ahora me dolían las nalgas. Después de un rato pensé en por qué le haría falta a ese pedazo de suelo la grama verde de siempre. Ante semejante dilema, supuse dos cosas: una, si el suelo se encontraba muy deteriorado y al golpearlo se oye hueco quería decir que había una bomba; pasé los dedos de la mano por el arcilloso suelo, tragando saliva, y luego con el puño cerrado comprobé si estaba hueco. De prisa y a ojo desnudo calculé que tenía aproximadamente dieciséis segundos para levantarme y correr antes de que la hipotética bomba explotase, y que además tenía más o menos diez metros a la redonda para salvarme del fuego de la explosión. Lo segundo que supuse fue que probablemente fuera un pedazo de suelo que había erosionado terriblemente por el exceso de luz solar o falta de agua. Repentinamente se oyó un estruendo proveniente de debajo de la tierra. La roca que componía el pedazo de suelo en cuestión se partió a la mitad, y a continuación descubrí el abismo peligroso al que fui a parar. Apenas pude agarrarme a la punta de la superficie en la que estaba hace un momento con la mano libre (gracias a Dios el brazo inmovilizado fue el que llevaba el arma). Se me bajó la presión, la jaqueca se agravó aún más y las ganas de orinar eran insoportables. Oh, fuck, pensé, resignado a morir irremediablemente, y luego de frustrarme a la triste verdad de la imposibilidad del Nobel, decidí soltarme. Sabía perfectamente que no podría subir con la fuerza de un solo brazo. Pero no pude caer. Una mano venosa y fuerte me sostenía ahora. Asombrado, abrí los ojos, y tan pronto como alcé la vista un brazo desconocido me subió y me tiró a tierra firme. Caí como la bestia, de bruces en el suelo arcilloso. Levanté el rostro para contemplar a mi salvador: era un muchacho común y corriente, más o menos de mi edad, cosa que hizo aún más sorprendente su fuerza sobrenatural. El tipo vestía una camiseta sin mangas, rasgada en forma de V en su pecho. Era acuerpado y tenía inicios de vello en su escote. Se veía fuerte y aparentemente amigable. Todo estaba bien, hasta que observé la cinta roja. Dios, recuerdo que ahogué un jadeo de sorpresa y traté de disimularlo, pero fue en vano. Él se percató de mi asombro.
—¿Sorprendido?—murmuró con voz profundamente seria.
No contesté. Estaba verdaderamente sorprendido. Ese muchacho se parecía al legendario Rambo, con esa cinta y ese cabello desordenado. Además tenía un ojo vendado, como si se lo hubiesen sacado.
—Gracias—me atreví a decir.
No hablaba, pero su mirada despectiva lo decía todo. Eso me molestó.
—Si te caigo tan mal, ¿por qué me salvaste?
—No debías de morir de esa manera tan cobarde…
Fruncí el ceño.
—Eres bueno—continuó—. Me gustaría conocer más, pero ahora no, ya que no quiero acabar contigo tan fácilmente.
Sus aires de arrogancia terminaron de sacarme de quicio.
—No te creas mucho. Si no es porque me has salvado, no hubiera dudado en clavarte un tiro en el pescuezo—soné tan sucio como el señor Román, y me gustó.
—¡¿Y entonces a qué le temes?! ¡Dispárame a ver!
—No lo haré—tenía flojera, y además estaba cansado—. No sé ustedes, pero nosotros manejamos un código de honor.
No recuerdo de qué hablamos después, pero al rato olvidó las diferencias y me ayudó a levantar. El tipo se ofuscó cuando vio que me había quedado contemplando su mano extendida, como dudando de su ayuda.
—No temas que no te haré nada—dijo y después de un suspiro añadió—: y para que lo sepas, nosotros también seguimos un código de honor.
Al rato el muchacho se marchó, levantando polvo luego de cada pisada.
—Me debes una muy grande, desgraciado—me había dicho antes de irse.

Después de que el pequeño Rambo se fue, quedé algo atontado y aparentemente jodido. Por lo que dejaban ver las circunstancias, tenía uno de mis brazos inmovilizado; ya no me dolía sino que me ardía el trasero; había dejado ir campantes a dos exiliados, estaba completamente solo y además perdido, y aparte mi vejiga estaba reventándose. Como uno debe caminar después de haber gateado lo suficiente, quise solucionar mis problemas por orden de gravedad, bueno, y pues quería a toda costa evitar una futura infección urinaria o algo por el estilo; con esas intenciones me encaminé hacia un pequeño árbol cercano y saqué el instrumento, que estaba hinchado y rojo. Inmediatamente después de haberlo sacado de la bragueta, salió el líquido amarillento, el cual empapó unas rocas localizadas al pie del árbol. Aliviado, eché la cabeza hacia atrás. Cuando miré hacia arriba, quedé completamente idiotizado contemplando el cielo gris. Últimamente me quedo idiotizado con cualquier cosa; ya se había convertido en costumbre. Quise sobarme el brazo inútil, pero estaba pendiente de no salpicar orín en las botas polvorientas. Espabilando lentamente recordé al señor Román y su sonrisa blanca y sincera. Él aseguraba que yo fui un pequeño afortunado, puesto que desde que falleció su mujer no le sonreía a nadie. Ese comentario me hizo sentir muy bien; al considerarlo casi como un padre es natural que me guste que se sienta en confianza conmigo. De modo que el señor Román fue muy cercano a mí. Uno de los pocos que se ‘atrevieron’ a llamarme hijo, y el único al que pude llamarle papá. Le guardo aún la gran admiración de siempre; el respeto y el cariño no murieron. El señor Román muchas veces me salvó la vida en combate, pero nunca pude devolverle el favor. Siempre me invitaba a las cenas que hacía su esposa. Procuraba que a sus pupilos no les faltara nada, que estuvieran bien preparados, y eso ningún sargento al mando volvió a tenerlo. Y dudo mucho que Bocanegra pueda llegar a superarlo. El señor Román y su esposa me presentaban ante sus amigos como un miembro más de la familia, como prácticamente un hijo. Cuando el señor Román se enteró de la muerte del abuelo nos abrazó fuerte a mí y a Wes. Debido a que el entrenamiento militar empezaba desde muy joven, el señor Román ya nos conocía. Tengo entendido que el abuelo fue su superior, al que guardaba una indiscutible admiración.

A todo esto, ¿qué impresión se habrá llevado de mí el sargento si me hubiera visto luchar con aquel monstruo? ¿Todavía creerá que soy débil? ¿Le pareceré aún una “princesita indefensa”? ¿Estará bien en dondequiera que esté? ¿Estarían observándome él y su esposa en ese momento? ¿Él estaría orgulloso de mí?



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