domingo, 7 de octubre de 2018

Cielo estrellado sobre mí: 6

GEGENWART


VI.

He soñado cosas raras, bizarras, y aparte de los sueños constantes en alemán también soñé con ese parlamento, sentado yo en una mesa enorme, con varios colegas, desconocidos y conocidos. Todos ellos en peluquines blancos. 

—Yo nunca dudé del cielo estrellado sobre la cabeza y la ley moral en el fondo del corazón.

Mi mano se sacudía de arriba abajo. Parecía dar una cátedra de algo, algo sumamente interesante. La otra mano me pesaba mientras fumaba una pipa, con movimientos parsimoniosos. Las personas me miraban con una sonrisa. Descubrí luego que no quería salir de ese sueño, pues por primera vez me sentía admirado por todos. Tenía a lo sumo unos doce años la primera vez que los soñé. Recuerdo que en otra ocasión soñé con una mujer de hermosos ojos azules y pelo cobrizo que acunaba a un bebé en sus brazos. Le cantaba una canción, y tenía algo que ver con la lluvia. Fuck, no recuerdo la letra de la canción, pero sólo sé que era bonita. El bebé también era hermoso.

Pues bien, interrogantes de esa magnitud siempre anduvieron en mi cabeza desde que el señor Román murió. Vaya trauma, ya que anduve pensando en eso incluso durante todo el largo recorrido que hice, mientras acariciaba el rifle, hasta que me detuve ante un extraño lago. Era pequeño, pero se mostraba profundo. Miré hacia atrás y hacia ambos lados. Nadie me perseguía. Sus aguas superficialmente cristalinas me tentaron, voces extrañamente familiares me incitaban a zambullirme, repitiendo que todo estaría bien, que nadie me estaba viendo. Cerré los ojos; sobre el horizonte negro de mi imaginación caminaba acercándose a mí una mujer rubia, totalmente desconocida, pero me entristeció saber que no era Mary Cox. Lentamente fue acercándoseme, sin yo aún no tener ni idea de quién se trataba. Hacía señas con las manos, como invitándome también a clavarme en aquellas aguas. Pero mentalmente no veía ningún lago. Negué con la cabeza, con la común mirada perdida, sin sentimientos, en un intento por sacarla de mis sueños. Ella, sin embargo, no se fue. Asentía pasivamente, y las puntas onduladas de su largo cabello se mecían hacia delante y hacia atrás. Tragué saliva. Traté de poner en orden mis pensamientos, pero éstos parecían inmunes ante mi control. Un tanto aturdido, llegué a suponer que una de esas ramas que se tropezaron contra mi cara podían haber sido hierbas alucinógenas de las que tanto nos hablaba la profesora en la escuela colectiva. Ese extraño trance estaba pasando a mayores. Tenía náuseas y, como cosa rara, me dio migraña. Repentinamente el cuerpo de la chica se desvaneció, como polvo regado, y detrás apareció una persona familiar.
Era ella. Era ella, Dios.
—Despierta ya. Te necesito.
Abrí los ojos de forma fortuita. Respiré con cierta dificultad; sentí los pulmones pesados, y eso que uno ni los siente; los latidos del corazón se hicieron más fuertes y sonoros. Fruncí el entrecejo en medio de la confusión, y traté de explicarme qué rayos fue todo eso. Luego, clavé involuntariamente la vista en el lago. Me sentía observado, juzgado, tentado. Tenía una gran confusión en mi cabeza, y además me moría por saber quién había sido aquella muchacha. Recordé vagamente que también la había soñado en mi infancia. No tenía idea del por qué, pero quería averiguarlo; mi mente estaba deseosa de saber, mas mi cuerpo y especialmente la ingle me suplicaban que pensara en otra cosa. Caí en cuenta que todavía no me había cerrado la bragueta: el amigo todavía seguía afuera. Vaya bochorno, pensé, y con las manos temblorosas acomodé mis pantalones. Luego dirigí una segunda mirada confusa al lago, y decidí entonces lo que quería hacer y, con las manos empuñadas me introduje en las aguas. Las rodillas me dolieron de una manera insoportable cuando lo hice, pero no me importó: estaba más interesado en poder relajarme en las aguas translúcidas. Abrí los ojos, acostumbrándome a la presión del agua; observé la nefasta suciedad en la que había sido sepultado. Lejos de asqueado, me sentí raramente satisfecho, relajado y aún más extrañamente feliz. Siempre me sentía feliz y a gusto debajo del agua; desde pequeño siempre trataba de estar debajo de ella. Y cuando tenía seis años cometí una de las mayores locuras que he hecho en mi vida.

La casa de los abuelos de Wes antiguamente contaba con una alberca. Wes y yo estábamos completamente conscientes de los peligros que implicaba jugar cerca de aquel lugar, cosa que el abuelo no se cansó de recordárnoslo. Pero un día yo estaba de pie frente a la alberca, y lentamente le fui quitando la tapa que la cubría; me quedé contemplándola por un rato, y luego le permití a mi cuerpo caer de cabeza en aquel mar de supuesta tranquilidad. Allí metido comencé a experimentar el renombrado trance, en el cual me pareció distinguir a la chica rubia de antes; sentí mucha tranquilidad, y ciertamente no quería salir de ahí, pero el paramédico del brazo largo me jaló sin pedir permiso, sin preguntármelo, sin siquiera avisar: habían acabado con mi pequeña paz. Al fin y al cabo ya me estaba quedando sin aire.

En fin, retomando, estaba sumergido en agua posiblemente contaminada; no nadaba, sólo flotaba. Me dejaba llevar por el ritmo de una corriente imaginaria. Observé con la vista nublada las miles de burbujas salir como espuma de la boca, y cuando bajé la mirada vi que unas piezas de mi brazo estaban desligándose. Lo mismo ocurría con el otro brazo. Caí en cuenta casi repentinamente que el rifle que tenía pegado al brazo no podía permanecer sumergido en el agua por mucho tiempo, y con desespero me lancé a la orilla, a la tierra arcillosa. Una vez más la calma se interrumpió. Haciendo relevos, maniobras y unas que otras imposibilidades acomodé en el brazo las piezas de repuesto de la cangurera. Pensé en retirar el arma, pero no lo hice puesto que quería estar listo por si aparecía otro ataque sorpresa. Con torpeza miré hacia el barranco que casi me mata. A unos pocos metros estaba el cuerpo inerte del cyborg bestia. Me incorporé, mientras movía la boca pero sin hablar, y troté hasta donde el animal. Lo rescaté de una muerte segura, tratando de ignorar que casi muero en sus garras, y lo acomodé en un claro cercano al lago. Lo observé; su boca estaba abierta, por la que pude entrever los sucios caninos de la parte superior. También recuerdo que tenía mal aliento. Tosí, ya que el olor era fortísimo. Después de pensarlo mucho, como hago usualmente, opté por enterrarlo, y cavé luego un hoyo no muy profundo para crear un remedo de tumba. Procedí a depositar la fangosa tierra casi inmediatamente después de haberlo tirado ahí. Cuando finalicé el montículo caí arrodillado, exhausto por el peso de esa cosa.

Los poros de la piel estaban segregando cosas, y las puntas del cabello cercano a la nuca lloraban grasa. Las pesadas gotas de sudor atravesaban el cuello, cosa que me molestaba, por lo que inmediatamente me las limpié con un trapo rojo salido de la cangurera, para no caer en la mala costumbre de golpearme. Acto seguido lo pasé por la cara y el cabello, y finalmente lo puse a secar bajo el tenue rayo de luz que alumbraba el claro. Me recosté en la cómoda hierba y descansé, entrecerrando los ojos. Ya se estaba poniendo el sol. Como temía quedarme solo al anochecer mi descanso no duró mucho. De la cangurera saqué una cantimplora vacía y la llené con el agua del lago. Sabía perfectamente que no era del todo salubre, pero tenía sed. Cuando hube llenado el contenedor lo guardé nuevamente.

Caminaba el intrépido Immanuel Kant por aquellos vastos senderos, refugiado en los brazos de la fiel soledad y poniendo el pescuezo en la guillotina del bosque, cuyos brazos siempre crueles y sanguinarios dejaban al muchacho propenso ante cualquier clase de peligro. Pero Kant era un esquivo muchacho; sabía arreglárselas de manera que pudiera sobrevivir. Con esas barbaridades trataba de calmar a mi temerosa mente, en un intento por sacudir los molestos escalofríos que la asquerosa penumbra generaba en mi médula, y mientras me adentraba más en las bocazas de la jungla sentí un ruido extraño proveniente de unos arbustos aledaños. Otro escalofrío se coló, y el dolor punzante de las uñas, resultado de haber cavado un hoyo con una sola mano, era verdaderamente insoportable. Le apunté instintivamente con el rifle, maravillado por las bellas flores que le adornaban pero igualmente preocupado por qué demonios sería lo que me atacaría esta vez. Para mi fortuna, un rostro familiar se asomó de la espesura.
—Calmado, calmado. No soy tu enemigo—y, volviéndose, exclamó—: ¡Jefe! ¡Apareció Kant!
Y de la nada surgieron muchos rostros más, incluido el de Bocanegra.
—Bien hecho, Salamanca—y mirándome con recelo, apuntó—: ¿y se puede saber tú a dónde rayos te fuiste a meter? ¡Te hemos estado buscando sin descanso toda la maldita tarde! ¡Eres un…!
De repente el gordo se silenció, y entornó sus en los míos para luego depositarlos en mi brazo descompuesto. Ahora su mirada era de una hipócrita compasión.
—Menudo suertudo que resultaste ser… ah, ¡atiéndanlo, que está herido! ¿Qué esperan, una tarjeta de invitación? ¡Muévanse, marmotas!
Cuando el médico del campamento me vio, exclamó con sorpresa:
—¿Pero qué demonios fue lo que te atacó?
—Una… una pantera—mentí.
—¿Una pantera? Entonces debió ser una rabiosa. Caramba, ¿en dónde rayos estuviste?
Después de muchos “rayos” y “demonios” estuve curado; ya podía mover el brazo con la misma soltura de antes. Ya lo creo, estos sujetos eran unos benditos magos. Al cabo de unas horas el cielo dejó de ser aquel lindo turquesa para pasar al negro total, por lo que en el campamento era la hora de descansar al fin. Mañana tendríamos que volver al bosque funesto y enfrentaríamos a Expellioth. Me pregunté si volvería a ver a aquella hermosa jovencita o al pequeño Rambo; tenía, de hecho, muchas preguntas. ¿Por qué precisamente Expellioth tuvo que quedarse con la flora de esta parte de Armageddon? ¿Por qué a nosotros nos tenía que tocar lidiar con semejante plebe?

Durante la cena escuché incontables historias de valentía y heroísmo; por supuesto que Bocanegra no se quedó callado. Él también echó un par de cuentos, mayoría de los cuales probablemente fueran mentira. Yo sólo escuchaba, despedazando el pollo con los dientes. Al acostarme me dijeron un “buenas noches, pequeña princesita”, a lo que yo contesté con una sonrisa para no empezar una discusión. Por fortuna ellos se aburrieron y se fueron a dormir también. Tendido en la soledad y el silencio, recordé a Mary Cox. Ahora mismo no recuerdo qué exactamente fue lo que pensé, pero supongo que recordé aquel extraño enigma que tanto daño le hacía a su imagen. De eso no se cansaban de hablar en la televisión, y los demás medios de comunicación se enriquecían publicitándolo. Mary Cox no prestaba mucha atención a eso; ella los consideraba chismosos, inventores de mentiras. Los elogiaba diciéndoles que poseían una gran imaginación. Suspiré y decidí no dar más vueltas, en sentido figurado, sobre aquel asunto, pero en Mary Cox no dejé de pensar puesto que en ella simplemente no puedo dejar de pensar. Consideré nuevamente imperdonable que no la hubiera reconocido en aquel momento que estuvimos juntos. Esa noche no dormí bien a causa de ello.
—Cierra los ojos terroncito—susurró una chica de la cama vecina.
A propósito, dormíamos en una especie de dormitorio comunal; había como unas cincuenta camas. 
—Lo intentaré—respondí. Recuerdo que la chica no estaba nada mal.
—¡A dormir!—gritó Bocanegra al asomarse por segunda vez en la habitación.
Me alegré cuando divisé a Wes a lo lejos alistándose para dormir. A la mañana siguiente pude notar la mala suerte que pendía de mi cabeza, pues el primer rayo de luz aterrizó justo frente a mi cama, dándome de lleno en la cara.
—¡Buenos días, sanguijuelas!—era el tercer animal que usaba para referirse a nosotros en lo que llevábamos de acampar—. ¿Cómo amanecieron?
En medio de la somnolencia todavía presente sólo se sentían murmullos. Hubo un momento en el que Bocanegra me dedicó una mirada confundida, la cual esquivé frunciendo el ceño.
—Hoy nos introduciremos nuevamente en Expellioth—dijo—, pero esta vez más profundamente. Quiero decir, esta vez nos enfrentaremos a unos exiliados de verdad.
Los muchachos se miraban confundidos.
—¿Oyeron?—alzó la voz el gordo.
—¡Sí, señor Bocanegra!—¿Señor Bocanegra? Señor Jetasucia más bien.
—Muy bien—y mirando alrededor, dijo—Kant, ven a mi despacho. Ahora.
Pensé, como siempre, dos cosas: ¿ese sujeto tenía un despacho? o peor aún, ¿era Bocanegra algún ente importante en este ejército?

Ya en su despacho me ofreció asiento, el cual no era más que un sillón negro mil veces remendado. No tuve más remedio que sentarme, además de evitar su curiosa mirada. Cuando me hube sentado, él suspiró y tragó saliva. Me miraba intensamente, cosa que me estaba poniendo nervioso. Alcé la vista para observar su expresión nerviosa de ahora; bajé la mirada de regreso al piso con un dejo de confusión. En esas me preguntaba por qué estaría actuando así.
—¿Reconoces a este sujeto?—susurró señalando una foto en un portarretrato de roble sobre su escritorio. Yo me rasqué la nuca y negué con la cabeza—. Vaya, es una pena. Quizá se haya desilusionado con tu respuesta.
No podía ser el señor Román, pues el de la foto era más pálido. Tampoco podía ser el abuelo en sus años de gloria ya que existía la diferencia racial. No tenía idea de quién se trataba.
—¿Te suena de algún lado el nombre Zacarías Kant?
Una vez mal me pasó un temblor por el espinazo. El de la foto era mi padre.
—Este hombre—continuó—, fue la luz de su tiempo. Fue un excelente militar. No sabes las locuras que inventaba ni las grandes misiones que realizaba.
Al gordo le brillaban los ojos de una extraña manera. Su expresión parecía la de otra persona por lo cálida que se veía.
—Era mi mejor amigo—mentalmente hice una mueca de asco—, y cuando murió quise vengarlo. Quise acabar con ese mercenario que le arrebató la vida…
Arqueé las cejas, sorprendido. El gordo suspiró de nuevo.
—Bueno, eh, supongo que sabes de quién se trata—dicho esto, asentí—. Mira, no pretendo obligarte a que seas como él, ni tampoco que lo veneres como a un Dios—no dejó de mirarme ni cuando me volví para ver a su secretaria pasar—. Lo único que quiero es que lo recuerdes, que lo lleves siempre en tu mente, no como alguien cobarde sino como un padre valiente… bueno, quién soy yo para decirte qué hacer.
Se calló; ahora miraba nerviosamente el suelo, con sus ojos aún brillantes, mientras acariciaba con la yema del dedo el marco del portarretrato. Suspiró una vez más.
—Creo que esto se está tornando emotivo, ¿no crees?—subió la mano a tiempo para limpiarse un par de lágrimas. Lejos de verse ridículo, había mostrado su vulnerabilidad. Finalmente suspiró, como aliviado—. Al fin pude hablar con su hijo, pero lo que nunca pensé fue que resultara ser un pequeño bastardo sabelotodo como tú.
Sonreí casi hipócritamente.
—Seamos amigos, ¿sí? Es que… te pareces mucho a él—un grandísimo embuste; ese señor era bastante alto, bronceado, fornido. Además era rubio y tenía el pelo mucho más corto que el mío, echado hacia atrás—. Entonces qué dices, ¿amigos?
Sacudí la cabeza, después de pensarlo mucho, y estreché su mano. Ahí comprendí que el gordo no era tan gordo; tenía unos músculos envidiables y todo, lo único era que su contextura era gruesa. También comprendí que no me provocó nada el evocar a mi padre, además de que sin lugar a dudas había hecho un gran descubrimiento.



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