domingo, 7 de octubre de 2018

Cielo estrellado sobre mí: 7

VII.

Evoco ahora momentos nublados en casa del señor Román, cuando su señora esposa aún vivía. Recuerdo haber escuchado a lo lejos a él y a ella hablar de mí, cuando me encontraba contemplando la lluvia ácida caer una noche de invierno.
—Míralo, Ángel. Se queda como bobo mirando nada…
—Déjalo; él es así. Esa es su forma de tranquilizarse.
Estiré un dedo, y por esa estupidez me lo quemé con una gota; automáticamente lo metí en la boca, pero a causa de eso me intoxiqué.
—Te quemaste, ¿no es así?—me preguntó, a lo que respondí asintiendo con los ojos encharcados—. No tienes por qué hacer esa cara. Sé valiente.
—Sí, pero duele mucho…
—A ver.
Sacó una tirita blanca del bolsillo de la camisa y envolvió mi dedo adolorido.
—Y ya no lloriquees. Eso no es de nosotros.
Después de un breve silencio, continuó:
—Los hombres debemos ser fuertes; yo soy fuerte, y tú, como eres hijo mío debes serlo también.
Hubo una época en la que pensaba que el cielo formaba cierto protagonismo en mi vida. Cuando me enojaba virulentamente comenzaba la lluvia ácida, y cuando dejaba atrás la rabia salía el sol. Consideré después que mi personalidad era como una nube inestable, de esas que estuvieron tranquilas todo un rato y que luego aparece otra, se chocan y generan el aguacero. Mi manera de coger rabia es bastante inusual, puesto que no hablo, no grito, no miro rayado. Sólo me quedo ahí, pensando, que es lo que mejor sé hacer; por mi mente, y dependiendo en contra de quien tenga la rabia, pasarán los pensamientos más ácidos y resentidos que el hombre pudiera inventar. Por supuesto que habrá un momento en que aparezca la otra nube y haga que la pequeña nubecita negra de silencio explote. En mi vida he estallado una sola vez por guardar todos mis sentimientos en el baúl del corazón; esa vez lloré terriblemente ante el asombro de todos mis compañeros de la Academia y de la profesora.

Esa confesión me había dejado con un nudo en la garganta. Cerré la puerta del despacho, despacio detrás de mí. De la misma cosa que sentía me había quedado ahí parado por unos momentos, pensando en lo que el gordo acababa de decirme. ¿Amigos? ¿Por qué sería amigo de alguien que me repugna tanto? Entonces suspiré y recordé al señor Román. Si Bocanegra fue amigo de mi padre, ¿quería decir eso que el gordo era su superior? Teniendo en cuenta que Zacarías Kant era un “excelente militar”, ¿habría colocado a Bocanegra en algún alto rango en el ejército? ¿Acaso superior al señor Román? Sacudí la cabeza, comprendiendo luego que había permaneció ahí de pie pensando en la misma tontería, de manera que me encaminé de vuelta a mi habitación. En el trayecto me encontré por fortuna con mi amigo Wes.

—¡Marica! ¡Hace más de veinticuatro horas que no te veo!—sonreí ya que también me alegraba de verle. Me hacía falta su marús. Luego señaló mi brazo—. Oye, ¿nuevas piezas?
—Algo así.
—¿Qué pasó?
—Un feiv me atacó.
—¿Un qué? ¡Oh, mi Dios! ¿Y cómo le hiciste para sobrevivir?
—Unas cuantas piruetas y una puñalada certera.
—Dios, pudiste haber muerto…
—Pero no lo hice.
—Kant, ¿no lo recuerdas? El abuelo murió de esa forma…—dicho esto a mi mente llegó la imagen del pequeño Wes llorando: “mataron a mi apá, mataron a mi apá…”. Sus ojos se habían aguado y su voz sonaba ahora más calmada y afligida—. Y… ¿logró herirte? Es decir, en la piel…
—No.
Le di unas palmadas en el hombro para calmarlo un poco y lo llevé hasta su habitación que, a diferencia de la mía, estaba ordenada. Típico de él, nada típico de mí. Acto seguido lo senté en la cama.
—Man, ¿por qué me tratas como si acabara de enterarme de que contraje alguna enfermedad terminal?


—O.K., sanguijuelas, ¿cómo la ven?—el gordo sufría de trastornos severos de personalidad, cosa que ya me estaba dando mucho miedo—. ¿Qué les parece su nuevo armamento?

Recuerdo que me estaba preguntando si aparte de mí alguien había estrenado sus municiones, pues las que teníamos aún parecían nuevas. En fin, con todo y el buen humor mañanero lo único que proferimos en contestación a su absurdo saludo fue un gruñido amable. No se entendieron palabras, pero Bocanegra tomó eso como un gesto de aprobación.

—No se precipiten, jóvenes—dijo cuando nos vio desesperados por salir del campamento—. Kant, tú irás primero.

Caminé raudamente por entre la multitud y me postré delante del gordo, justo al inicio de la fila. Después que unos cuantos se persignaran, salimos, y vimos al bosque luciendo tal cual como lo habíamos dejado: fangoso y apestoso no precisamente a peligro. Lo único que me incomodaba era que Bocanegra iba detrás de mí, con su respiración congestionada en mis hombros.
—Disculpe, señor—preguntó entre susurros un joven detrás del gordo—. ¿Es cierto que esta vez Mary Cox no vendrá a ayudarnos?
—¿Pero quién demonios te dijo eso?
—Es que he oído que…
—Pues claro que vendrá, ¿Qué es lo que pasa con ustedes? Ella estará aquí sólo si las cosas se ponen…
No terminó la frase. Cuando seguí el hilo de su mirada estupefacta contemplé en los matorrales una acción implacable. Una mujer le daba el ultimátum a unos robots gigantes tan resueltamente como si se tratase de cualquier bicho.
Mary Cox nos había limpiado el camino. Excelente…
—…feas.
Al sentirse observada se volvió y caminó rápidamente hacia nosotros. Primero observó mi rostro y luego el del gordo.
—Bocanegra.
—Dígame.
—Reporte del estado de municiones.
—En perfectas condiciones. Casi sin estrenar, lamentablemente.
—Estado de soldados.
—Nada de accidentes ni daños severos. Sólo un ataque de feiv, pero nada grave.
—¿Feiv? ¿A quién ha sido?
—A Kant Immanuel, señora—dicho esto ella me miró con sus bellos ojos de nuevo. Bocanegra se alzaba orgulloso—. Un valiente soldado, debo decir.
Algo nuevo había en el rostro de Mary Cox; se las habían arreglado para transformar su ojo izquierdo robótico en uno humano. Sin embargo, el resto de la cara seguía pareciendo la de un cyborg.
—Kant. Reporte de daños—dijo sin mirarme.
—Piezas estropeadas del brazo robótico derecho—hice una breve pausa que ella aprovechó para lanzarle una mirada rápida a mi brazo—. Se atendió y se reemplazaron inmediatamente. Todo en orden.
—Perfecto. Entonces andando, Bocanegra.
—Sí, señora—contestó el automáticamente—. ¡Carriedo, aquí!
El sujeto castellano de antes salió de la nada para recibirle la… Santo Dios, oh, sí, esto lo recuerdo perfectamente. Mary Cox se deshizo de su pesada camisa caqui y se la entregó a Carriedo. Su camisilla blanca dejaba poco a la imaginación, y debo admitir que yo estaba que me desmayaba.
—Antes de marcharnos es pertinente realizar un plan de acción en el acto. No podemos de ninguna manera aterrizar en senderos enemigos con el mismo plan de ataque de la primera vez—tragó saliva. Su mirada intercalaba nuestros rostros—. Nos dividiremos en grupos. Enumérense del uno al diez, y cuando alguien llegue al número diez el siguiente será uno nuevamente. Usted primero, Bocanegra.
Después del gordo seguí yo, por lo que me correspondió el número dos. Cuando se terminó la numeración, nos dividimos y se dio la orden de marcharnos, no sin antes escuchar las palabras de Mary Cox:
—En ese caso yo seré número dos.
Nunca entendí por qué Mary Cox había decidido hacer parte del grupo dos, ¡mi grupo! Pero sin duda estaba feliz por eso. Después me enteré que Wes estaba en el grupo de los unos. Vaya suerte.

Nuestro grupo trotaba a través de la espesura del bosque. Mary Cox, al no tener brazos robóticos, cargaba su rifle como cualquier persona.
—Alto—dijo ella extendiendo el brazo—. Necesitamos inspeccionar el perímetro. Dos armados y un centinela. Rápido.
Nos movimos torpemente para cumplir con la orden, pero antes de que yo pasara interpuso su cuerpo.
—Tú te quedas. Me serás de ayuda para evaluar el desempeño de ellos tres—señaló con la cabeza la posición de mis compañeros.
Vaya sorpresa la que me llevé. Otro encuentro furtivo con la señora Cox. Estaba feliz, pero no lo hacía notar por vergüenza.
—¿Entendiste lo que dije?
—Afirmativo.
—Contesta sí o no, que pareces grabadora—O.K., realmente no tenía nada preparado para contrarrestar eso; de Mary Cox recuerdo que nunca se sabía a qué atenerse—. Entonces, ¿entendiste lo que dije?
—Efectivamente.
—Así pareciera que estuvieras cortejándome. Debes responder como Dios manda—ya me estaba poniendo nervioso—. A ver, una vez más: ¿entendiste?
—Sí.
—Mucho mejor.
Fruncí el ceño y sonreí. Ella me miró con sus bellos ojos.
—Por qué sonríes.
—Por nada.
Permanecí callado y mi sonrisa desapareció.
—¿Y ahora por qué dejas de sonreír?
No respondí. Ella seguía mirándome, hasta que finalmente dijo:
—Te ves mejor serio. Eres muy bello.
Si antes casi me desmayaba, ahora estaba agonizando de muerte. Estaba absorto, petrificado, por lo que contuve la respiración hasta que volvió a hablar:
—Creo que tu nombre está bien puesto. Eres algo sublime.
Santo cielo, eso le hizo daño a mi pobre corazón. Como era medio asmático respiraba con dificultad, pero gracias al cielo se apaciguó rápidamente. Hubiera sido bochornoso ahogarme enfrente de semejante personalidad.
—¿Cuál es tu R.P.I?
—Colombia.
La misma vaina que en el ejército, sólo que aquí no ponen en el carnet “Emmanuel” Kant ni “20” años. Recuerdo aquella penosa conversación:
—Pero si yo no me llamo Emmanuel. Y tampoco tengo 20 años.
—Aquí redondeamos. Nada de cifras inexactas, compadre.
Suspiro. Vuelvo mi atención nuevamente a Mary Cox.
—Ya veo. Entonces no eres alemán—oí que dijo.
—No.
—¿Y tus padres lo eran?
—Sólo mi padre.
—¡Señora Cox! ¡Encontramos al enemigo!
Desde que se proclamaron esas palabras, en mi interior empezó a germinar el algo irracional aborrecimiento encarnado mío hacia este sujeto, puesto que había interrumpido uno de los pocos encuentros apoteósicos que tendré en vida con la Reina.
—Descripción. Total o parcial.
—Son cinco feivs en total; van hacia el claro ubicado a treinta metros de aquí.
Mary Cox me miró con el entrecejo fruncido.
—Andando. Los exiliados se percataron de nuestra infiltración.
—¿Pero cómo? ¿No fuimos acaso lo suficiente sutiles?—balbuceó el más nervioso del grupo.
—Nada de nervios. Estaremos bien.

A pesar de las calmas, pude ver como el nerviosismo terminó de invadirlo, y su mirada cayó hasta la arena. Seguimos caminando, bien erguidos pese al nerviosismo. Mary Cox encabezaba la fila y luego le seguía un muchacho que no recuerdo como se llamaba. El nervioso y yo aguardábamos atrás. Quise volverme para bajarle la presión, y así lo hice.
—Todo irá bien, no te preocupes.
Él sonrió; ahí me di cuenta que era muy joven, por lo menos más joven que yo. Después asintió con la cabeza.
—Por cierto, me llamo Arath.
Para cuando terminamos de charlar, ya los feivs habían llegado a nuestro encuentro.
—No temas. No estarás solo.






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