domingo, 7 de octubre de 2018

Cielo estrellado sobre mí: 8

VIII.

Esto que estoy rememorando transcurre como si de un sueño loco se tratase. Todo ocurre rápidamente, sin preámbulos o acciones introductorias; es como si ante mí se desarrollara alguna clase de manga sin sentido, carente de un argumento lineal que lo rija, o alguna loca e inentendible película de adolescentes precoces de esas que abundan por los suburbios. Por ello es que aparecen ahora los pocos momentos en los que fui feliz, o bien cuando la felicidad se mostró como un gran descubrimiento en mi vida. Con la vista nublada recuerdo que siempre miraba por la ventana de mi alcoba hacia la torre del Reloj, cuya infraestructura matizada con los colores cálidos de la puesta del sol daban como resultado una escena fascinante. Los ojos entornados y la mejilla clavada en el almohadón de mi mano constituían la posición predilecta de aquel ritual. Pero, como no hay felicidad completa, ese día unos árboles traviesos opacaban mi vista.

Momentos antes de aparecer tirado bajo este árbol recuerdo el asombro de Arath al ver los feivs que llegaban y la jactancia del otro tipo ardiendo en sus incontenibles aires de grandeza.
—¡Oh mi dios!
—Eso fue rápido.
—Andando. Mucho cuidado al apuntar. Esos feivs son verdaderamente escurridizos.
—Señora Cox, ¿quién va primero?
Al parecer ella y yo éramos los únicos que podíamos razonar con tranquilidad.
—Ustedes dos—señaló con la cabeza al otro sujeto—. Vayan ahora. Nosotros los seguiremos atrás.
Uno de los feivs me miraba y botaba espuma por la boca.
—Vamos a darle duro a esos macancanes…
Después de que el tipo escupiera más comentarios egocéntricos, salimos despedidos a enfrentarlos. Lo que recuerdo después de eso son borrosos manchones de tierra, sangre y estiércol. Caí en un monte marrón, rezando por que fuera lodo.
—Uy, te embarraste de mierda.
Mi vista se había embarrado de mierda, de seguro. “No necesitamos de los árboles reales, porque en calidad de seres superiores podremos crear con el xantanium la más perfecta vegetación” fue lo que dijo el Ministro luego de instalar aquellos árboles artificiales sin hojas en medio del parque que adornaba el Mamatoco de ese entonces. ¿Quién habrá sido el que le dijo que necesitábamos aquel adorno para golpearlo? Me hierve la sangre al recordar que esas cosas habían obstaculizado la hermosa vista de siempre, y de la misma rabia había golpeado el radio, puesto que también habían profanado a Daft Punk la tarde del diálogo del Enigma del Milenio. En el momento en el que la abuela Moodie, en medio de tutelas y codazos mandó tumbar los árboles fui feliz, y de ahí en adelante se desarrolló la búsqueda de más momentos así, de la repetición de aquella revelación que me había gustado tanto. Recuerdo que otro asomo de felicidad ocurrió cuando en la Academia expuse a Kant disfrazado como él. El disfraz lo había confeccionado la abuela con ayuda de la tía, y parecía hecho por un diseñador profesional por los impresionantes acabados que lucía. No es por alardear, pero debo decir que sólo tenía nueve años y ya había leído tres veces la crítica del juicio. Nadie en la clase se había esmerado tanto como yo y por eso la profesora me había besado en la frente, felicitándome ante todos.
—Qué bien lo hiciste, mi amor—dijo despeinando con sus hermosos dedos mi pelo castaño debajo del peluquín ceniciento—, por eso te pondré excelente.
Ah, aún recuerdo lo buena que estaba; lástima que se hubiera casado tan joven. Cuando supe de mi primer amor no correspondido, corrí a llorar a los brazos de la abuela.
—Ya, mi vida. Seguro encontrarás otra mucho más bonita que ella.
No la encontré sino hasta cuando cumplí los catorce, cuando conocí a Mary Cox. Su aura germana y sexy entró en mi ser como un polvo divino, celestial, sumamente espléndido: sin duda otra página en mi libro de júbilo. Fui igualmente feliz cuando le dije al señor Román papá por primera vez, y él, con una expresión más seria que la palabra, me respondió con un abrazo. Fue esa misma noche, después de cenar carne con fríjoles, su comida favorita. Allá en esa casa se comía bastante, y yo había acostumbrado embutirme grandes bocados de comida.
—No te embutas—me regañaba él—. Déjale trabajo al diente.
Por esa llamada de atención es que actualmente como poco. La abuela me regaña por eso.
—Cuando se está en el ejército uno tiene que comerse todo lo que le sirvan. ¡Ahí no me dejas nada!
Siempre terminaba dándome la comida, y todavía lo hace pese a que voy a cumplir los veinte años. Bueno, al fin y al cabo dicen que cuando uno es adoptado se convierte inmediatamente en el hijo más consentido. Consideraba que, en mi caso, sólo era consentido en casa de los Román hasta el día en que la señora murió. El señor Román sí sufrió con aquella pérdida; encerrado en su despacho no quería que nadie lo visitase ni molestase, y una vez a solas conmigo expresó que no quería seguir viviendo. Ahí me percaté de lo mucho que amaba a su mujer.
—No deberías de seguir viniendo—me decía—. ¿Qué te puede ofrecer un viudo cuarentón y amargado?
Cayó luego en una profunda crisis emocional de la cual casi fue víctima mortal. Yo lloraba con él en las noches de dolor.
—No tema—trataba de consolarlo, con un nudo en la garganta—. No lo dejaré solo…
El abismo se abrió ante nosotros como el mantel negro que ponen en la casa durante la época tenebrosa del año.
—Qué pasó.
—Se cayó en… ¿lodo?
—No importa en lo que haya caído, ayúdenlo a levantar.
El sujeto agitó las manos para ayudarme, pero lo rechacé al ver el desdén de su expresión. Me incorporé yo mismo y con el trapo de la cangurera me limpié la porquería del pantalón.
—¿Estás bien?—preguntó Arath.
—Sí.
—Pensé que te habían herido.
—Menos mal y se fueron—este tipo estaba más que confiado—. Seguro se acobardaron cuando vieron a la señora Cox.
—No fueron cobardes… fueron inteligentes.
La migraña no tardó en salir.
—Ah…
—¿Pasa algo?
—No es nada—me sobaba la sien con irritación.
—¿Seguro?
—Kant—la melodiosa voz de Mary Cox nos interrumpió—. Reporte de estado.
—Nada de qué preocuparse—contesté con un ojo cerrado por el dolor.
Después ella caminó rápido y volvió a encabezar nuestro escuadrón; Arath, el otro sujeto y yo nos quedamos atrás.
—Tú siempre sabes qué contestarle a la señora Cox—me dijo Arath sonriente.
—No siempre.
—¿Ah no?
—No. Muchas veces me habló y no supe qué decirle.
—Oigan, ¿no les parece que tiene como chupado el trasero?
El tipo éste terminó de fastidiarme, aunque no recuerdo si fue a causa del comentario o del escupitajo que soltó luego.
—¿Qué?
—Sí, ¿no ven?
—Claro que no—susurró Arath frunciendo el ceño. Yo movía una ceja en un intento por no perder la compostura—. Ella tiene muy buen cuerpo.
—Bajen la voz—dije—. Ella es famosa por su oído de suegra.
Después de un breve silencio, el sujeto volvió a abrir la boca:
—Yo insisto en que le hace falta carne.
¿Qué rayos ocurría con aquel sujeto? ¿Estaba ciego o qué? Para mí su trasero era monumental, algo que parecía esculpido por las manos del Señor y besado por la diosa Afrodita. Era un acontecimiento casi apoteósico contemplar semejante milagro materializado. Lo que pasaba era que este tonto miraba con la entrepierna. Al final no pasó mucho rato para que nuestros pervertidos pensamientos se vieran interrumpidos por la repentina detención en seco de Mary Cox.
—¿P-pasa algo, señora Cox?—balbuceó con nerviosismo el sujeto, creyendo que había escuchado sus comentarios.
Ella me miró a su lado, con sus brillantes ojos fijos en los míos. Acto seguido se volvió para mirar a los otros dos y el mequetrefe tragó saliva bajo la mirada penetrante de Mary Cox.
—Ya es tiempo de ir preparándonos para la gran Batalla.
—¿Gran Batalla?
—Así es. Es probable que los exiliados estén esperándonos más adelante con una emboscada a sabiendas que vengo con ustedes. Así que tenemos que elaborar un nuevo plan.
Me miró nuevamente.
—Usted dirá—susurré.
—Bien, esto será lo que haremos: prepararemos la artillería antiaérea y los misiles rastreadores para una embestida, y de esa manera contrarrestaremos la emboscada.
Arath y el otro se miraron.
—¿Están de acuerdo? ¿Arboleda?
—Pues claro que estoy de acuerdo.
—¿Tenemos suficientes municiones?
—S-sí.
—Perfecto. ¿Espinoza?
—Eh, bueno… yo estoy con él.
—¿Estás conmigo o con el plan?
—Está contigo y con el plan—interrumpí mirando a Arath.
Mary Cox me miró una vez más.
—De acuerdo, entonces ya saben lo que tienen que hacer. Cuando dé la señal todos se dirigen a sus posiciones.
—Entendido—susurramos al unísono.

Nunca supe cuál fue la metodología de Mary Cox para aprenderse todos y cada uno de los nombres de los ciudadanos de Armageddon. Es decir, la mujer contaba con una memoria realmente admirable: a todos nos llamaba por nuestros nombres, y en alguna ocasión hasta por nuestros apellidos. De otro lado, si de las miradas dependiera la memoria fotográfica, habría jurado que ella no había olvidado mi rostro desde aquella penosa vez. En fin, el trecho que en ese entonces recorríamos aparecía largo y sombrío; sus senderos lóbregos y fangosos. La hierba y las ramas de los árboles de verdad que no dejaban de molestarme, y la migraña iba y venía. Para acariciar las sienes adoloridas simulaba que me limpiaba el sudor, puesto que no quería hacer notar mi más grande dolencia desde los catorce. Los pasos eran patosos y pesados, y en más de una ocasión se colaron pedacitos de grama húmeda en mis ojos. Luego de restregarlos un rato, salían convertidos en astillas grasientas. Ni siquiera así mis ojos lagrimeaban.

No recuerdo exactamente en qué momento del viaje empecé a verlo todo confuso, ni en qué momento fue que la maldita migraña llegó a su “punto g”, por decirlo de alguna manera, pero sé exactamente cuándo fue que mi amor por Mary Cox llegó al extremo. No habíamos recorrido medio kilómetro cuando comenzó a llover. Arath y Arboleda, ambos asustados, corrieron a refugiarse bajo un gran árbol, y recuerdo que ahí fue cuando supe que era el momento. Justo antes de que cayeran las primeras gotas, yo había empezado a correr, trastabillando con un pedazo de tierra, hasta donde ella. Sabía que aquel cielo negro sin lugar a dudas traía malas noticias, de modo que me lancé a abrazarla. Ella cayó sentada tras el impacto de mi peso, la cubrí con mi cuerpo y puse luego la cara en su cabello de oro. Tenía la plena seguridad de que mi contextura corporal serviría para protegerla durante la momentánea lluvia ácida, porque supuse que sería momentánea. Abrí los ojos, algo confundido al ver que la muerte no me desfiguraba, y comprendí que no era ácido lo que chorreaba. Las pesadas y punzantes gotas ni siquiera me dolían, y además el árbol en que los otros se ocultaban no se había quemado. Del suelo estaban germinando unas extrañas cosas verdes y rojas.
—Mira qué bonito…
La mirada de Mary Cox y la mía se encontraron bajo la carpa de mi cuerpo. Nuestros cabellos terminaron de empaparse y las respiraciones se hicieron más pastosas. Finalmente le di un beso insensato en el cuero cabelludo y me quedé mirándola hasta que los otros advirtieron la sanidad de la precipitación.
—¡Kant! ¡Señora Cox! ¿Se encuentran bien?—gritó Arboleda.
Ella se incorporó lentamente, moviéndome hacia un lado con sus delicadas manos. Su mirada era ahora de fascinación y titilaba por las gotas que aterrizaban cerca de sus ojos. Después de extender los brazos me miró con alegría. Yo le sonreí, sin acabar de entender la razón de su gozo.
—¡Oigan…!—exclamó Arath, quien llegó corriendo hasta nuestra ubicación, pero se detuvo cuando vio a Mary Cox bailar bajo la lluvia. Giraba, daba saltos, daba uno que otro grito; parecía una niñita.
—¿Qué hace?—preguntó Arboleda al llegar.
—No sé—contestó Arath, y luego dijo dirigiéndose a mí—: ¿Qué le pasó?
—Está feliz—jadeé luego de un breve silencio—. Está feliz.
—Marcus mira, Marcus… ¡es lluvia de verdad! Y se siente tan bien…, mira Marcus, mira… es agua, agua que no duele…

Uno de los momentos cumbres de felicidad sucedió durante mis paseos por la Quinta de San Pedro, cuando me quedaba contemplando la enorme pintura paisajista que adornaba su entrada. Caminaba por ahí dos veces al día, la primera al amanecer y la segunda al germinar el ocaso. La última vez que lo hice fue el día de brujas. Sally se había disfrazado de sirenita y Barbie estaba vestida como una princesa. Se veían hermosas. Noches antes me habían pedido que las acompañara a pedir dulces ya que Wes no quería ir. No pude negarme cuando Barbie me miró con sus ojos brillantes. A la mañana siguiente fui donde Santiago Vélez, el sastre, a que me prestara aquel traje de época que tanto me gustaba para la noche de brujas. Si me das un besito, me dijo en broma, y acto seguido lo envolvió con esmero en una bolsa blanca. Aquel traje se parecía mucho al que usaba Kant.
—Con tu caminaíto y una bonita peluca te queda de perlas el disfraz…
En la tarde me probé la peluca. La abuela Moodie, más que emocionada con la idea, se las había arreglado con unas amigas para conseguírmela.
—Ay, te ves divino mi amor—exclamó la señora Doris al verme.
—Demasiado anticuado—susurró la señora Lastra.
Y cuando se puso el sol me fui con las niñas. Ellas se pusieron muy contentas cuando me vieron, y Wes se burlaba de mí. Después salimos. Primero visitamos a la señora Euladys y luego pasamos por la casa del señor Ripoll, en la que recibimos el doble de dulces por haberme disfrazado así; el señor Ripoll era de profesión filósofo. Durante el viaje tuve que acomodarme en dos ocasiones la peluca porque en ese entonces debajo de ella tenía más pelo que ahora, y el grueso chaleco me daba rasquiña, pero, pese a todas esas incomodidades, me alzaba orgulloso aunque todavía jorobado ante la gente sonriente y chismosa que se acercaba. Luego nos detuvimos en casa de Ellen, quien al verme se sonrojó y dejó salir un “¡te ves muy lindo, mi Manny!”. En esos escasos instantes de orgullo, en ese pequeño arranque de dinamismo pueril que despedían los poros erizados, pudo tal vez asomarse la tan buscada felicidad, pero ésta no llegó sino hasta después que se cerraran las puertas de la Quinta, después del canto del gallo clueco. Anduve caminando con las niñas bajo el cielo negro por un buen rato, y en un momento de la noche en que ellas se distrajeron con algo, yo me entretuve viendo la hermosa pintura paisajista. Fue un momento sublime ya que la habían adornado con luces y telas radiantes. Luego de un rato el propietario de la casa de enfrente de la quinta me ofreció una silla para sentarme a sabiendas de mis paseos mecánicos por esos alrededores.
—Es hermosa, ¿no?—dijo.
—Sí, así es—musité luego de haberle dado las gracias.
La expresión de mi rostro parecía la de un niño de cuatro años. La sonrisa seca me lastimaba las comisuras de los labios, y en medio del éxtasis la chaqueta había dejado de fastidiarme. Al cabo de un rato las niñas se percataron de mi ausencia, y cuando llegaron a casa del amable vecino a preguntarle cuál era esta vez el motivo de otra de mis extrañas maravillas, el contestó:
—Está feliz, niñas. Está feliz.

Recuerdo claramente que después, cansados de tanto saltar bajo el rocío, nos sentamos sobre el césped empapado. Mary Cox se recostó, sonriente, y con la vista en el firmamento. Ya hacía rato que había escampado, y recuerdo que Arboleda estaba fastidiado.
—Joda, hoy no me tocaba baño.
—Ya no te quejes—le decía Arath—. Más bien agradece que no fuera lluvia ácida.
Arboleda hizo un sonido extraño con los labios.
—¿Ya se calmó?—dijo señalando a Mary Cox con la cabeza.
—Así parece—musité mirándola—. Bailando así parecía una mujer distinta.
—Quizá fue la impresión—dijo Arath—; es decir, uno no presencia una lluvia no-ácida todos los días…
—Dile sólo lluvia, tonto.
—Bueno, bueno, perdón. Sólo quería diferenciarlas…
Ella se enderezó, sin mirarnos. Recuerdo que su expresión todavía se conservaba alegre.
—Oigan, para la “gran batalla”—Arboleda hizo conejitos con los dedos cuando lo dijo—, ¿no creen que sería mejor llamar refuerzos?
—Eso sería una buena idea, ¿no?—susurró Arath.
—Supongo que habrá que esperar a que ella reaccione y nos diga—dije volviéndome para mirarlos—. Igual están muy lejos.
Los dos hicieron un gesto de decepción. Hubo un momento en que la conversación sólo se compuso de jadeos y respiraciones, y luego el semblante luminoso de Mary Cox nos miró para darnos el primer grito de guerra.
—Hay que prepararnos ya.




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