En tiempos de las elecciones, recuerdo que me mandaron al centro a que reclamara mi cédula para poder votar, pero sinceramente no tenía la más mínima intención de hacerlo; ese atareado proceso nunca terminó de convencerme. Para qué votar, pensaba, ¿para que termine multiplicándose el gobierno anti-educacional? Los compañeros de la Academia superior me incitaban a votar, que no podía desperdiciar esa valiosa oportunidad, que no sé qué y que no sé cuándo, aunque ahora que lo recuerdo bien había un candidato que me gustaba porque su principal objetivo era apoyar la educación, que iba a remodelar las bibliotecas, a construir más colegios y cosas por el estilo. Ah, sí, y también recuerdo que no ganó.
Ese día era caluroso. Era el mañana del ayer de la despedida de Ellen. La abuela Moodie me acompañaba puesto que nos tocaba votar en el mismo sitio, justo al lado de la Quinta. Cuando pasamos por la pintura me detuve, pero la abuela no permitió que estuviera embobado por mucho, y en todo el trayecto no dejó de cantarme alegremente que era mi primera vez, a lo que yo respondía sonriéndole, tratando de acomodar mi brazo debajo del suyo. Aparte del cantito, me iba explicando el proceso, de que me cuidara de votar por el que no fuera, que tal y que cual. En fin, voté, pero no se derrumbó la Quinta ni tampoco volaron fuegos artificiales. No fue nada especial.
La neblina había terminado de entrárseme a los ojos, tal y como la hierba de antes, mientras caminábamos más adentro en la espesura. Recuerdo que pese a que había dispersado todo rastro de aparente alegría o buen humor, el rostro de Mary Cox seguía brillando con luz propia; en cambio, las caras de Arath y de Arboleda estaban mugrientas. Cuando digo que estaban mugrientas no es porque recuerde exactamente cuán mugrientas. Lo único que aparece en mi mente son manchas marrones antropomorfas, nada más, y alrededor de estas observo nubarrones de cosa verde, aparte de los pedacitos de grama que regresaban revoloteando por los aires. También recuerdo que, aunque mirara a todos lados, hacia todos los caminos o direcciones posibles, el bosque no acababa. Todo era verde, fangoso, apestoso a lluvia. A través de la niebla distinguí la pañoleta roja que cubría la cabeza de Arath, y me di cuenta que todo ese tiempo anduvo cargando unos pesados cinturones, cosa que me permitió deducir que era él el de la artillería antiaérea. Nunca hubiera imaginado que un chico tan inocente y aparentemente inofensivo fuera capaz de lanzar un proyectil. Habría jurado que Arboleda era el del trabajo sucio. Cuando bajé la vista advertí la presencia del rifle en mi brazo, y entonces comprendí que la batalla acababa de inaugurarse. Fuck, pensé, hice el mohín del desespero y espabilé fuertemente.
Mary Cox no había pronunciado palabra desde aquella orden, pero su cara conservaba la luz de siempre, por lo que supuse que no debía de estar de mal humor. Eso me alivió, aunque por otra parte me preocupaba que recordara lo que pasó bajo la lluvia, cuando le besé la cabeza. Tratando de no pensar en ello, comencé a cantar una electrónica.
—All the crazy shit I did tonight, those would be the best memories… I just wanna let it go for a while, that would be the best therapy for me…
De pronto el cielo se oscureció. Mary Cox se volvió cuando lo notó.
—Es característico de este sector que el cielo se ponga de repente más negro de lo normal.
—Qué susto…
—Igual lo que viene no es que sea el paraíso.
Luego de la pausa, la caminata y mi canción continuaron:
— …It’s getting late but I don’t mind… it’s getting late but I don’t mind…
—Alto—exclamó ella—. Espinoza, arriba.
—¿Tan rápido?
—Sí.
Tratando de escapar de la evidente preocupación, Arath escaló hábilmente por un grueso árbol y se ubicó en la cima. Antes de que pudiera darme cuenta, habíamos llegado un enorme claro, de tierras arenosas, sin grama, sin esas cosas germinando del piso…
—Aquí será.
Arboleda tragó saliva a mi lado.
—Señora Cox… ¿no cree que es demasiado? Digo, somos cuatro contra un millón.
—No te preocupes. Nuestros compañeros llegarán en cuanto tú menos los esperes.
—¿Está segura?
—¿Estás dudando de mi palabra?
—No, no, para nada, es sólo que… eh…
—Arboleda—lo llamé, y él me miró—. Si dice que estaremos bien, es porque estaremos bien.
—O.K.
—¿Y bien?—dijo ella por detrás de nosotros al verse por fuera de la conversación.
—Estamos listos.
—Bien, entonces—dijo mientras alzaba la vista a tiempo para observar la señal de Arath. Luego volvió a mirarnos—, ahora sólo nos queda esperar.
De ese modo nos sentamos bajo aquel mismo árbol. Arath dejó su armamento en la cúspide y se disponía a bajar cuando mi trasero tocó el suelo arcilloso. Se sentó al lado mío, quitándose la pañoleta, y por último se restregó los ojos con la mano.
—Dios, debería de lavarla—dijo al mirar la pañoleta.
—Si quieres yo lo hago; yo también debo lavar un pañuelo, aparte de que tengo unas ganas incontenibles de orinar.
Era verdad, y pues era necesario matar el tiempo de alguna manera. Mary Cox se había acomodado para descansar en el piso, como para tomar una siesta, por lo que pude suponer que no le importaría si llegaba a demorarme. A continuación Arboleda hizo un comentario muy parecido al del que en algún tiempo Wes había sido autor; un comentario que me gustó mucho y que precisamente por eso lo recuerdo palabra por palabra:
—Hablas como si estuvieras relatando una novela.
Pues bien, dicho y hecho, me levanté y agarré la pañoleta roja de un tirón. Arath me sonrió como agradecimiento. En verdad en ese entonces estaba tan cansado que le hubiera permitido ir a lavar por mí, pero total, el agua era visible desde el lugar en el que estábamos así que no tendría que caminar mucho. Al final no fui solo, pues a Arath le dio tanta pena que optó por acompañarme, con la excusa de que su pañuelo estaba muy sucio. Al llegar al lago, armó la conversación.
—Oye ¿y Kant es tu nombre?
Caí en cuenta entonces que no había tenido la gentileza de decirle mi nombre.
—No. Me llamo Immanuel. Kant es mi apellido.
—¿En serio?
—Sí.
—Genial. Nunca pensé que existieran dos personas con ese mismo nombre.
—Yo menos.
—Quién fue el de la idea, ¿tu papá o tu mamá?
—No sé. Cuando me di cuenta ya me llamaba así.
—A mí me pusieron Arath por mi padre. ¿Tu papá se llamaba así?
—No.
—¿Entonces eres descendiente del filósofo?
—No lo creo. Kant fue un viejo solterón.
—¿Cómo sabes eso?
—Leí su biografía.
—¿Y en su biografía lo dice?—dijo levantando la vista.
—No textualmente.
—¿Y entonces?
Reí ante su inocencia.
—Uno lo deduce.
—Ah. Oye y… ¿siempre respondes así? ¿Con palabras cortas?
—Soy de pocas palabras.
—Ah.
Ya no supo qué más decir. Yo lo miraba fijamente y cuando él se percató desvió la mirada apenado. Sonreí y proseguí con el enjuagado; estaba a mitad de camino. No me gusta lavar, que quede claro. En casa recuerdo que tenía que lavar todos los días la funda de la almohada, además de los calzoncillos y cosas por el estilo. A veces me tocaba lavar unos zapatos, y unas camisas en especial. La abuela siempre se preocupaba por recordarme lo de las fundas porque a mi frecuentemente se me olvidaba que debía cambiarlas. Cuando entré al ejército fue el inicio de la obediencia. Supongo que cuando entré a la Academia Superior también fue un momento crucial, de modo que pude comprender tardíamente que a medida que uno crece va adquiriendo nuevas y mayores responsabilidades. No me gustaba la idea de crecer, así como tampoco la de separarme de la abuela e independizarme.
Mi edad favorita fue la de los catorce, pues como ya dije fue la edad de los grandes momentos y descubrimientos. Y pues, como nací un catorce es comprensible, ¿no? Oh, sí; recuerdo que me encantaba escribir la fecha de mi nacimiento, y cuando la veía de casualidad en alguna placa de autos o naves era todo un acontecimiento. “Mira, ¡814!” le decía al que tenía al lado. Y no es sólo porque sea poético, el señor Román se ganó un día la lotería con ese número.
—Ya terminé.
La pañoleta recobró el escarlata de antes, pero mi pañuelo aún estaba sucio.
—¿Quieres que te ayude?
—No es necesario—me apresuré a decir, apenado—. Suelo tardarme con estas cosas…
—Vaya, en verdad sí hablas como en una novela—dicho esto lo miré con una sonrisa—. ¿Sabes? Soy bueno desmanchando. ¿De veras no quieres que te ayude?
—Yo puedo hacerlo.
—Oh, vamos, déjame ayudarte…
—No te preocupes. No es…
Antes de poder concluir la frase vi el rostro de Arath muy cerca del mío.
—…necesario.
—K-Kant…
Oh, fuck. Yo sabía.
—Eh, Arath…
Se dio cuenta entonces de la posición y se incorporó rápidamente, bastante sobresaltado.
—¡Lo siento, lo siento!
—No importa—susurré suspirando.
—No, en serio, Kant… lo siento…
—No importa, dije.
—No, no, no. Perdón, de veras…
Solté otro suspiro.
—No pasa nada.
—Pero…
—Ya.
—…es que eres muy bello.
El sonido sospechoso de unos arbustos interrumpió nuestra charla.
—¿Oíste eso?—dijo él.
—Sí. Vino de allá—dije señalando los arbustos.
Nos acercamos, pero al asomarnos no divisamos nada.
—¿Qué habrá sido?—preguntó, pero no le contesté; en cambio seguí mirando alrededor en busca de lo que había hecho el ruido—. Tal vez haya sido un animalito…
Seguí en silencio. Conociendo a las pequeñas plagas de Armageddon, si ese sonido hubiera sido ocasionado por algún animalito, éste hubiera seguido ahí cuando nosotros nos asomamos, esperando ser visto, como cuando me encontraba sapos en las alacenas de la tienda de videojuegos. En cualquier caso, si hubiera sido un feiv, habría saltado a atacarnos y, pues, si hubiera sido un humano…
—Un exiliado nos estaba espiando—dije finalmente.
—¿Qué?
—Sí.
—¿Pero cómo lo…?
—Las pisadas.
—¿Eh?—dijo y bajó la vista—. Pero tú ni siquiera te acercaste a mirar el suelo.
—Ajá.
—¿Y entonces cómo supiste que se trataba de un exiliado?
—Es bastante probable.
—¿Y si era algún compañero nuestro buscándonos?
—No lo creo. El resto de gente debe de estar a kilómetros de aquí.
Momentos antes había supuesto que los aliados debían de estar cerca del lago en donde me zambullí.
—¿Kant?
—Qué.
—Te quedaste callado de repente.
—Estaba pensando.
—¿En qué?
—En la remota posibilidad de que los de Expellioth hayan adelantado la emboscada.
—¿Qué? Dios, no puede ser. ¿Cómo rayos deduces todo eso?
Lo miré; yo tampoco tenía idea de cómo le hacía, por lo que me encogí de hombros y él rió. Al cabo de un rato había desmanchado completamente el maldito trapo, y nos dirigimos de vuelta al “campamento”. Ya allí la estruendosa voz de Arboleda nos reclamó.
—¿Por qué se demoraron tanto?
—Kant no había terminado de desmanchar su pañuelo.
—Eso es breve. Lo que pasa es que ustedes son lentos.
Arath y yo nos miramos con cara de “danos paciencia, señor”.
—¿Y la señora Cox?—preguntó luego Arath.
—Dijo que ya venía, y espero no se tarde. Igual no creo que sea tan lenta como ustedes.
Nos sentamos, y para cuando Arboleda volvió a abrir su boca sentí a nuestros estómagos rugir de hambre.
—Bueno, como ustedes ya están aquí, échenle ojo al árbol que ya vengo.
—¿A dónde vas?—preguntó Arath—. Mira que no te puedes alejar mucho.
—Descuida, mi reina, que sólo voy a orinar.
Después de que el tonto ese se fue, Arath me miró con pena, con lo que llegué a deducir que estaba tan avergonzado que no quería decir nada.
—Arath.
—D-dime.
—Qué pasa.
—Nada. ¿Por qué la pregunta?
—Estás actuando raro.
—¿Raro? Pues… no, no es nada.
—Oye, escucha—me le acerqué y él instintivamente retrocedió—. No es la primera vez que me pasa—no, de hecho no lo era. En la Academia había partido un par de corazones más—. Además no quiero que termines odiándome. ¿Me odias ahora?
—No, cómo se te ocurre—susurró mirándome con necesidad.
—Bueno, entonces no tienes de qué avergonzarte.
—Ay, Kant…
Vi como sus ojos se aguaron. Le di una palmada suave en la nuca.
—Oye, ¿tienes hambre?
—S-sí—contestó con voz entrecortada.
—Vamos a ver si en el lago hay peces.
—Y si no hay pues nos quedan las frutas del bosque…
Caminamos una vez más hacia aquel lago y nos sentamos en la grama. Con unas lanzas bastante improvisadas logramos cazar un par de peces los cuales resultaron ser bastante pequeños. Nos reímos al ver que Arboleda no iría a comer, pero luego el remordimiento de conciencia nos atacó y cansados de pescar fuimos a buscar frutas. En un momento de la búsqueda nos separamos, creo que fue porque había más árboles con mejores frutos en cierto sector, y pues como Arath conocía Expellioth mejor que yo no tuve más opción que hacerle caso cuando me dijo que buscara por otro lado. Inmerso una vez más en la soledad tuve la tentación de seguir cantando electrónicas, pero esa vez lo hice mentalmente por temor a encontrarme a alguien y pasar el bochorno. Pues bien, recuerdo que primero canté Too long y luego Memories, que son las que más me gustan, bueno, y también porque son las únicas que me sé completas. Estaba en medio de la primera estrofa de la segunda, cuando me encontré con un par de personas bastante familiar. Me sobresalté cuando los vi, y pude darme cuenta que ellos también; además me di cuenta que no estaban armados.
—Miren, si es el chico bonito—dijo el pequeño Rambo cuando me vio.
La bonita no parecía de buen humor, pues casi no dijo nada en la conversación.
—Hola—fue lo único que dije.
—Y qué, ¿esperando morir aquí?—preguntó él.
—No. Espero publicar mi novela.
—Vaya, el chico tiene sueños.
—Daniel—oí que susurró la chica—. No tenemos tiempo como para hablar con él.
—Tienes razón—dicho esto me dirigió una mirada de odio—. Que sea hasta la próxima…
Antes de que pudiera terminar de decir lo que estaba diciendo su expresión pasó a ser de la arrogante y seria a una agonizante. La chica, que estaba a su lado, se sobresaltó.
—¡Daniel! ¡¿Qué pasa, Daniel?!
De pronto comenzó a gritar como un loco. Me asustó en un primer momento, pero estaba más sorprendido que asustado. Me preguntaba qué bicho le había picado. Cayó arrodillado en el suelo, aullando como lobo.
—¡Daniel!
No articulaba palabra, sólo gritaba. En una racha de desesperación, la chica se giró para mirarme con los ojos encharcados.
—¡Ayúdalo, no sé qué le pasa!
—¿Y qué te hace pensar que yo sí sepa?
—¡Ayúdalo, por favor!
Eso último sonó claramente a un ruego, cosa que me hizo estremecer; ya no podría abrirme de ahí tan fácilmente y dejarla sola en esas. Daniel ahora se agarraba la cabeza, lo mismo que hacía yo cuando atacaban las migrañas. Finalmente, después de tanto estar de pie detrás de la chica sin hacer nada, me arrodillé en frente de él, tomándolo por los hombros.
—Daniel. Tienes que calmarte.
—¡AHHHHHHH! ¡AHHHHH!
—Daniel.
No parecía prestarme atención. Sus gritos parecían los de una mujer en trabajo de parto. Creía que estaba exagerando, pero cuando vi las lágrimas bajando de sus mejillas comprendí que el dolor era serio, pues con la cara de Rambo que lucía uno asegura que se trata de un hombre rudo.
—Oh, Dios mío…
Agarraba fuertemente a la chica de la mano. Sus desaforados gritos y la desesperación de la chica terminaron de exasperarme; miraba a todos lados, como buscando la respuesta a la pregunta de qué se supone que debo hacer, de manera que hice lo que las mamás hacen para calmar a un niño llorón: ponerlo en mi pecho. Para mi sorpresa, puesto que no creí que funcionara, Daniel se calmó inmediatamente. Así había calmado al señor Román en una ocasión, pero como resultaría bastante cómico elaborar una teoría en torno al pecho milagroso no daré más detalles. En fin, en medio del silencio ella se sorprendió al ver la expresión apaciguada del muchacho hundida en mi esternón.
—¿Por qué tiene un ojo vendado?—pregunté con la misma voz calmada.
—¡Eso qué tiene que ver!—farfulló ella.
—Esa podría ser la razón de su dolor.
—¿A qué te refieres?
—¿Es un ojo biónico?
Sus ojos iracundos se convirtieron en unos angustiosos, por lo que deduje que debía haber comprendido todo.
—Ay, no…
—¿Es o no es?
—Sí… sí—dicho esto comenzó a llorar—. Él me decía que había sido una herida de batalla, que no me preocupara. Nunca pensé que se lo pusieran tan joven… es decir, a mi papá se lo pusieron cuando cumplió los cuarenta…
Se me había formado un nudo en la garganta al verla así.
—Yo no sabía—continuó, tratando de contener el resto lágrimas que aún guardaba—. No tenía idea de que Daniel estaba sufriendo tanto… Dios, y pensar que a mí también me pondrán esa cosa…
—Cuál es tu nombre.
—¿Ah?—dijo asombrada, alzando la vista aún encharcada.
—Que cuál es tu nombre.
—¿Y para qué quieres saberlo?—se incorporó—. Ah, en primer lugar ni siquiera debí contarte nada a ti… ah, no sé por qué sigo hablando contigo.
—Me pediste ayuda.
—¡Estaba desesperada, Dios!
—Y qué puedo hacer yo, ¿irme como si nada y dejarte así?
Guardó silencio, el cual proveché para recostar al pequeño Rambo en el suelo.
—Qué difícil eres.
—¡¿A qué te refieres con eso?!
—¿Por qué gritas tanto? No estoy sordo.
Me miró estupefacta y luego clavó la vista en algún punto del horizonte.
—Pareciera. ¿Acaso no te dije que te fueras?
—De nada, pues—dije después de una pausa.
Dicho eso me levanté y me giré para caminar de regreso al campamento. Pensaba en que quizá Arath estaba preocupado buscándome por entre los árboles aledaños, pero ni así dejé atrás mi parsimonia característica al caminar.
—Rocío—dijo, y me detuve—. Y gracias.
Me volví para mirarla fijamente, pero de nuevo me esquivó, poniendo la vista en su compañero tirado en el piso.
—Kant.
—¿Ah?
—Me llamo Immanuel Kant, como el filósofo.
Ella frunció el ceño, como pensando en que resultaba bastante extraño que uno estuviera presentándose a los presuntos enemigos.
—¿En serio?
Asentí, resignado a presenciar la conversación rutinaria que sostenía con quien acabara de conocer.
—No te creo.
—No importa.
Me dedicó una mirada de reproche, que interpreté como si la estuviera fastidiando. Suspiré.
—Se supone que nosotros no debiéramos ser amigos—susurró.
—No tengo intenciones de nada.
—Ay, tan antipático… ¡sólo trataba de ser amable!
—Deja de gritar. Bastante tengo con la abuela allá en mi casa.
Se calló, mordiéndose el labio inferior.
—Así está mejor—dicho esto torcí los ojos, recapacitando, comprendiendo mi fría manera de decir las cosas—. Ah, a ver. Primero perdón; casi nunca doy una muy buena primera impresión que digamos ante una chica.
—Sí, se nota. Pobre de tu novia.
—¿Novia? —dije riendo.
—¿Qué es tan gracioso?
—Que no tengo.
—¿Ah no?
—Qué, ¿te sorprende?
—Qué va—dijo, e hizo un mohín con la boca.
—¿Y tú tienes?
—¿Qué quieres insinuar con esa pregunta?
—Patearle el trasero al afortunado.
Rió disimuladamente, frunciendo el ceño.
—Qué tal éste—desvió la mirada nuevamente, como si estuviera quejándose de mí con otra persona. Ahí fue cuando noté que parecía hablarle a Daniel, quien seguía inconsciente—. ¿Por qué tu uniforme está sucio?
—No has respondido mi pregunta.
—No te importa, ahí tienes tu respuesta. Ahora, contesta la mía.
—Tuvimos un enfrentamiento a pocos kilómetros de aquí. Cuando caí recé porque fuera lodo.
Ella volvió a reír. Esta vez con más ganas.
—¿Y lo era?
—Al parecer.
—Pero no tuviste la sutileza ni siquiera de lavarte el uniforme…
—Soy un chico sucio—esto último lo dije con coquetería, a lo que ella contestó con una torcida de ojos—. ¿No te gustan los chicos sucios?
—Para nada. Qué asco.
—De acuerdo. Tienes principios.
—Pues todo el mundo los tiene, ¿no? Es decir…yo no soportaría estar por ahí con ropa embarrada de lodo.
—Y mientras tanto qué, ¿me mantendría desnudo por ahí?
Podría haber jurado que estaba embadurnado hasta los calzoncillos.
—A los hombres no les debiera preocupar eso, ya que no tienen nada que mostrar…
—Con este frío a uno no le dan ganas ni siquiera de quitarse un sticker.
Comprendí luego que había estado conversando animadamente con una exiliada. Recordé a Arath, y entonces me di la vuelta para continuar mi camino.
—¿Ya te vas?
—Sí.
—¿Así como si nada?
No entendía por qué me reclamaba.
—¿Qué tiene?
Miró al piso, como buscando una respuesta.
—Tú misma lo dijiste: no debiéramos de estar hablando.
—Pero…
Volvió a mirar el piso, aunque esta vez lo hizo para evitar mi mirada.
—Es que… me da cosa quedarme sola aquí.
—No estás sola, estás con Daniel.
—¿No ves acaso que está inconsciente?
—Y qué. Tarde o temprano despertará—dije, y cuando detallé su mirada nerviosa supe que otra vez había dicho una estupidez—. Ah, mira. No me puedo quedar aquí. Mis compañeros me están esperando; peor aún: la señora Cox me está esperando.
—¿La Cox?—su mirada cambió. Ahora era como para tenerle miedo.
—Sí.
—Dios. Sabía que tanta belleza no podía ser cierta.
—Gracias.
—¿Por qué me agradeces?
—Porque pensaste que soy bello.
Ella rió cínicamente, sarcástica.
—Pero bueno. Y qué quisiste decir con eso.
—Con qué.
—Con lo de que tanta belleza no podía ser cierta.
—No sé, tal vez que eres alguien verdaderamente detestable.
—Oh, esto es nuevo. Nunca me lo habían dicho.
—Siempre hay una primera vez para todo.
—No siempre.
Su mirada se enfrascó meditabunda en la botella de mi entrecejo.
—¿Ah no?
—No.
—¿Y por qué lo dices?
—Es decir… yo no tendré una primera violada.
—¿Ah?—se sobresaltó.
—El meollo del asunto es que si digo que nunca me violarán, es porque no tendré una primera violada. Tampoco pretendo dejar que me den una paliza, por lo que se entiende que no tendré una primera tunda.
—Estás demente; nunca había escuchado semejante punto de vista.
—Uno nunca se imagina.
—Así es.
Después de un breve silencio el llamado del deber resucitó, por lo que me tuve que despedir. Pude ver como sus ojos se aguaron, aunque no terminé de entender el porqué.
—Bueno, ahora sí me voy.
—Ah. Está bien, ya lárgate.
Fruncí el cejo y guardé silencio, porque a veces con las chicas es mejor así. Por lo menos a mí me va bien; digo, no es muy difícil guardar silencio. Debo decir que es mi especialidad. De hecho, una vez pensé en la remota posibilidad de que Dios un día nos castigara suprimiendo uno de los cinco sentidos; hice el mohín de la duda y, en medio de la extraña hipótesis decidí librarme del habla, aunque no estoy completamente seguro si hablar sea precisamente un sentido. Muchas veces deseé estar mudo o corto de lengua, cuando me tocaba hablar en público o exponer algún tema aburrido en la Academia. Una ocasión le expuse mi extraña hipótesis a la abuela, y ella me preguntó cómo rayos le iba a hacer para comunicarme. Yo le respondí que de lo único que necesitaba para ser feliz eran las manos y los ojos para leer y escribir.
—Adiós, pues.
—No, espera.
—Ajá, y entonces: ¿me voy o me quedo?
Su silencio de ahora delató su nerviosismo.
—Rocío.
—Ay, es que… es que me da cosa…
Como le había dado la espalda, caminé, alejándome cada vez más. No dijo más nada, pero no dudé que la había dejado con más de una pregunta en la cabeza.
Recuerdo que muchas veces soñé con momentos raros, eventos fuera de lo común, bien sean en pesadillas o sueños eróticos. Digo, no creo que sólo me pase a mí; no creo que sea el único armageddoniano que provenga de otro planeta, y por ende supongo que tampoco seré el único que tenga visiones de situaciones extrañas con personajes que ni siquiera de cara conozco. En una noche calurosa soñé con un hombre sentado en una mesa, un hombre canoso, vestido elegantemente, con las manos inmersas en los bolsillos de un grueso abrigo; al lado de él, de pie, una mujer, rubia, bella, vestida con trapos viejos. Hasta este punto es imprescindible aclarar que era costumbre fantasear con el fetiche de la chica rubia, pero ese sueño, sus antecesores y los consiguientes fueron bastante raros. Escuché en medio del trance que hablaban alemán, pese a que en mi vida había escuchado una sola palabra de ese enredado idioma, pero aun así lo entendía todo. Por alguna extraña razón comprendía perfectamente todo lo que decían, sólo que ahora mismo no recuerdo exactamente qué, pero la cara del hombre expresaba una angustia infinita. Lo único que recuerdo es que un par de nombres se cruzaban, eso sí. El primero, Marcus, y el otro… el otro… ah, fuck. Lo olvidé.
—¡Kant! ¡Por aquí!
Arath me había encontrado antes de lo previsto, cosa que me sorprendió de su parte. Parecía un muchachito tan despistado, tan fuera de la realidad.
—Hola.
—¿Dónde estuviste todo este tiempo?
—Me perdí en unos matorrales.
—¿Conseguiste comida?
—Sí. ¿Tú no?
—Pues… sí, unas manzanas, pero ya me las comí. Lo siento.
—No te preocupes. Ya no tengo hambre—embuste.
—Pero hace un rato nos rugían las panzas…
—Lo que pasa es que me llené con un par de cerezas en el camino—un segundo embuste.
—Ah, de acuerdo; entonces regresemos—después de un silencio, volvió a hablar—: ¡Ay no! No pensamos en la señora Cox ni en Arboleda.
Recordé que tenía guardadas unas bayas, que había recogido mientras hablaba con Rocío.
—Yo tengo unas bayas aquí guardadas. Eso será suficiente.
—¿Tú crees? ¿La señora Cox no nos regañará?
—Espero que no.
—Eso no me consuela.
Y caminamos de regreso al “campamento”. Allí encontramos a Mary Cox tendida en el suelo, como moribunda. Pero respiraba.
—¿Y ahora?—susurró Arath.
—Carajo, casi no—resopló Arboleda levantándose del suelo.
—Aquí tienes—murmuré con desgano—. Que te rinda.
Él me miró despectivamente, a mí y luego a Arath. La señora Cox se levantó automáticamente. Con torpeza Arboleda se dirigió hasta donde ella y le ofreció unas bayas chamuscadas. Ella las rechazó amablemente y después se dirigió a nosotros.
—Muchachos. Espero que mi comportamiento no haya resultado ser una molestia.
—No se preocupe, señora Cox—contestó Arath con nerviosismo.
Cuando miré su expresión dubitativa, imaginé su hermoso perfil robótico a la contraluz del crepúsculo; todo un acontecimiento.
—Kant.
El susurro de mi nombre me hizo salir bruscamente de la fantasía.
—Dígame.
—Cómo les terminó de ir en el bosque.
—Conseguimos algunas bayas. Nada más.
—Y de aquello qué.
—Nada de rastro enemigo—mentí.
—Yo sólo había visto bayas así en el Oso Yogui—oí que dijo Arboleda.
—No te creo. ¿Nunca habías venido aquí?—preguntó Arath incrédulo.
—No. ¿Algún problema con eso?
—Este… no.
—¿Pudiste instalarte, Espinoza?—los interrumpió Mary Cox.
—Sí. Sí, señora.
—Kant.
Jesús, el arrullo de su voz se embellecía cada vez que pronunciaba mi nombre.
—Dígame—no tenía idea de cómo responderle.
—Ayúdame a levantar.
A juzgar por la distancia que había entre los dos, no cabía en mi entendimiento el por qué precisamente a mí me pedía que la levantara, pero me puse igualmente feliz. Pero Arboleda estaba más cerca.
—Déjeme a mí ayudarla—metió baza él.
Me miró con duda, luego a él y finalmente se dejó ayudar. Arath también me miró, como tratándome de decir “qué vaina de rara”. Ah, esa es una mala costumbre que tengo, el interpretar bajo mi libre albedrío los gestos o las muecas de los demás. Lo considero una falta de oficio, algo loco, pero en muchas ocasiones me rescató del desasosiego. Otra cosa rara que hago es pensar en que las cosas tienen personalidad, y a veces les hablo como si fueran personas. Otra de las razones por las cuales la abuela creía que era autista cuando me observaba de pequeño. Yo había escuchado esa conversación.
—Ay, Dios mío, me salió autista el muchacho… está hablando solo.
El señor Román me defendía.
—Eso es que va a ser escritor.
Nunca comprendí el porqué de aquella frase. También recuerdo que los sueños con aquel sujeto alemán ocurrían durante aquella época. A las paredes les comentaba que había visto a Marcus llorar.
En medio de la espesura del bosque se encontraban los mismos individuos ignorantes que cruzaban el sendero, luchando posiblemente en cruel vano y en busca de algo que indudablemente no se les ha perdido.
—¿Hablabas solo cuando estabas pequeño?
El Arath absorto que tenía enfrente contrastaba con el despectivo Arboleda. Mary Cox nos ignoraba.
—Sí.
—He conocido gente loca… y tú—Arboleda no pretendía caerle bien nadie. Y lo estaba consiguiendo.
—No has visto nada—repliqué—. He hecho cosas peores.
—¿Ah sí?
—Sí.
—Como cuáles.
—A las cosas con las que hablo les pongo nombres, y son bastante raros. Hasta mi gato tiene nombre raro.
—¿Cómo se llama?
—Garbanzo.
—¿Garbanzo?
—Si no era Garbanzo, era Nobel.
—¿Y eso por qué?
—Porque es redondo y amarillento como un garbanzo.
—Dios…
El suspiro de Arboleda me frustró en primera instancia, pero gracias a Cristo pude controlar la gran oleada de pensamientos virulentos que acontecieron.
—Vaya—rió Arath—. Tú eres todo un personaje.
Cuando terminé de contemplar su expresión admirable advertí la sutil brillantez con la que latían sus ojos cada vez que emitía mi nombre.
—Marcus…
Por unos momentos escuché a Mary Cox ida, distraída, pero pese a toda la contradicción que puede resultar de decirlo, se veía tierna, brillante, transparente. Se veía ahora como una persona común y corriente.
Y entonces recordé al hombre de mi sueño.
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