Un poco antes de que toda esta insensatez ocurriese había pasado por Armageddon la ola invernal más catastrófica de todos los tiempos. Cuando digo ola invernal no me refiero precisamente a nieve o granizo (bueno, a esas lluvias poco les faltó para ser granizo). Me refiero a que antes de todo esto llovió tanto sobre la tierra, que las inundaciones posteriores fueron diluvios de gran magnitud. Uno se asusta al pensar que la naturaleza está tratando de decirnos que el mundo se acaba, y recuerdo ahora lo traumático que era para mí el que un tsunami se alzara sobre nosotros. Saliendo de una clase en la academia me puse a llorar por aquello. Stefan me consolaba diciendo que la sierra nevada nos protegería de un tsunami, y que además, si nos cogiese aquí en la Academia, no alcanzaría a llegar.
Era un llorón. Qué vaina de jodida.
Estoy llegando al final de mis recuerdos. Estoy llegando al presente, al estado que más importa; el que no podrá salir tan fácilmente de nuestros cuerpos, pues está pegado a nuestra carne como un parásito, chupando la sangre y la energía vital. No obstante, cabe destacar que es quizá uno de los momentos o períodos que más olvidamos. Debo admitir penosamente que a mí me pasa con frecuencia, suele olvidárseme lo que precisamente está pasando. En muchas ocasiones olvidé el nombre de la persona que acababa de conocer, y en otras ni siquiera me acordé del color de la camisa de la persona que me había atendido en la tienda. De modo que es posible olvidarse del hoy y acordarse del mañana. Puede resultar una incómoda realidad. Pero en fin, como eso último no tuvo mucho que ver con la idea central, y es que estos pensamientos están completamente fuera de control, retomaré diciendo que, sí, efectivamente estoy llegando al final del algo innecesario recorrido mental que había iniciado hace un rato, pero admito que supo entretenerme en estos escasos momentos de vagancia y de ocio intransigente. Aunque sea inverosímil, llevo aquí recostado solo medio día y, como dice la abuela, con la luna llega la prime time of your life. Bueno, debo aclarar que no lo dice literalmente así; ella dice que cuando anochece llega el momento clave, la hora pico, otro punto de giro más en el guión de la vida. Nunca tuve la decencia de preguntarle el porqué de semejante argumento, y veo que a estas alturas no llegaré a tener la oportunidad. En fin, se acercaba la noche, y cuando digo que llega la prime time hago referencia no a la caótica batalla que se nos avecina, sino a la personal e íntima que quiero explorar bajo mi propio riesgo. Es decir, ahora es cuando puedo decir mi vida ha valido la suficiente pena como para que no me importe morir estúpidamente. No quiero afirmar que me gustaría morir pendejamente, pero, para no irme por las ramas lo que pasará a continuación dependerá total y completamente de mí. Arath se ha despertado del todo, digamos, del sueño dogmático que lo dominaba, y por eso pienso que estos monólogos han llegado a su fin, y con ellos se marchan mis recuerdos. Su pañoleta roja había terminado de embarrarse del lodo de las enormes raíces del árbol mientras se acomodaba y reacomodaba durante el sueño. Ahora que ha despertado luce un poco chistoso, y la cara de poco insomnio no colabora; supongo que no tardará en anunciar, quejumbroso, que le tocará volver a lavar aquel pedazo de tela.
—Hola, Kant—dice.
—Hola.
—¿Dormiste bien?
—Sí—contesto, aunque mi cara muestre evidentemente lo contrario.
—¿Y esa cara?
—Es la única que tengo.
—Sabes bien que a eso no me refería.
—Para serte sincero, no dormí nada.
—Ah, ¿no?
—No.
—¿Y eso?
—No tengo idea.
Creo que llegó un punto en todo esto que ya no soporto la voz de Arath. Su aparente inocencia ya me crispaba en cierto modo, pero debo decir que la enorme paciencia de la que soy maestro supo ayudarme a sobrellevarlo. Oigo que dice un par de cosas más que mi sentido auditivo no puede captar, y por lo que me dice mi sentido común tengo que sonreírle pues de otro modo pensará que lo ignoro. Pues bien, volviendo a mis asuntos, estoy a punto de enfrentar una batalla personal e intrínseca actualmente. Estoy librando un duelo interior, una decisión está a punto de ser tomada. Miles de cabezas podrían rodar si no se efectuaba esta importante decisión, y también rodarán si se hace, aunque creo que exagero. Es imprescindible permanecer con la boca cerrada, puesto que no quiero arruinarme la sorpresa interna. Es algo que sorprendentemente me emociona, como cuando les hablo a mis amigos de mis historias o novelas.
En el momento en que la desperté de su somnolencia de autómata, ella pareció un ser totalmente distinto…
—Marcus.
Luego del susurro casi automático, Mary Cox se volvió en el acto.
—Por qué dices ese nombre. Nunca lo vuelvas a pronunciar… sólo yo puedo decirlo…
La primera frase la imprimió con severidad, pero la última parecía un lamento, un sollozo. Fruncí el ceño, mirando las expresiones de los rostros de mis compañeros, las cuales no dejaron de ser pueriles y extrañadas.
—¿Qué rayos se trae Mary Cox?
Esa constituyó la pregunta madre de toda la filosofía que se generó luego de haberme acordado de aquel incidente, cuando me encontré a solas con Arath. El me dice en qué piensas, y yo le digo en nada, y en todo al mismo tiempo, a lo que él me pregunta que cómo así, y yo le contesto ni yo entiendo a veces lo que digo.
—Eres muy raro.
—Yo sé.
—Oye… ¿tú crees en Dios?
Esa pregunta me turba. Me incita a contestar cosas que sólo quiero que queden sembradas en mi pensamiento.
—Sí. Pero no ejerzo.
—¿Cómo así?
—No voy a misa ni me sé ninguna oración.
—¿No? ¿Por qué?
—No necesito que nadie me demuestre que Dios existe.
Y precisamente porque sé que Dios existe, es porque conozco también la existencia de los milagros que hace. Antes de separarme de la Cox, uno de los muchos que he recibido a lo largo de mi vida.
—Señora Cox.
Había decidido hablar con ella, finalmente, a pesar que no me había atrevido a decirle nada después de todo el rato que pasamos juntos desde que salimos del campamento.
—Qué pasa.
—Tengo que hacerle un par de preguntas.
—Espero que sólo sean dos.
—Le aseguro que así será.
—De acuerdo. Y de qué se trata.
—Quién es Marcus, si se puede saber.
—No se puede saber. Mejor dicho, no me agradaría decírtelo.
—Por qué.
—¿Esa es la segunda pregunta?
—Sí.
—¿Acaso sabías cómo te contestaría?
—Sí. Ahora, por favor, responda.
—Tampoco es de mi agrado responder a ésta.
—Entiendo. Bueno, supongo que es todo.
—¿No más preguntas?
—Usted sólo me permitió formular dos.
—Porque eso fue lo que propusiste.
—Sí, lo sé, pero no se me ocurren más estrategias para entrevistarla, así que, no siendo más…
En todo esto que llevábamos juntos había aprendido casi toda la metodología para hablarle a Mary Cox: sabía a ciencia casi cierta cómo hacerle las preguntas, cómo responderle en el caso de que ella las formulara y sabía también la mecánica de las palabras que debía usar. Sí, admito que pienso en muchas cosas raras, y desconozco si eso pueda calificarse como defecto o cualidad. Y la verdad ni me importa. Dios, últimamente no me importa nada…
—Me encanta cómo te diriges a mí.
Palabras calientes. Oídos cacorros.
—Kant.
Gruño, queriendo decir “qué”, y contemplo su mirada meditabunda clavada en mi entrecejo. Lo noto nervioso una vez más y sacude sus pulgares sobre la tela de sus pantalones.
—Esto… ¿no tienes miedo?
—Miedo de qué.
—De morir aquí.
—No.
—Eres muy valiente—dice con los labios brillantes.
—Más bien soy alguien con mucha autoestima—digo, dirigiendo la mirada a otro lado, algo nervioso—. Lo único que quiero es terminar con esta locura y publicar mi novela; así no sabré más nada de guerras ni conflictos.
—¿Escribiste una novela?
—Sí.
—¿De qué se trata?
—Es algo absurda. No creo que te interese.
Aunque no lo sentí, pude ver mentalmente el primerísimo primer plano de mis ojos brillantes como cuando me emociono.
—Cómo dices eso, si tú sabes que todo lo tuyo me interesa.
Fuck, pienso, y vomito mentalmente. Mi expresión es de asco contenido y disimulado, pero él ni siquiera se da cuenta.
—Bueno, se trata básicamente de la narración de las crisis existenciales del aseador de un centro comercial.
—¿Crisis existenciales? ¿Cómo cuáles?
—Pues… bueno, no soy muy bueno contando mis historias. Me va mejor escribiendo que hablando—una voz interna, profunda, me decía “No importa. Trata”—. Pues bien, el primero de sus traumas es el haber perdido a su esposa en un accidente aéreo. El hombre no tiene hijos, está solo en el mundo, y busca exasperadamente una nueva motivación para vivir. Es una trama bastante humana, pero tiene sus toques fantásticos; en el centro comercial suceden hechos inexplicables, y él al final descubre que está desconectado de la sociedad en la que vive.
—Me la imagino en película, ¡está bien padre!
El silencio hizo su aparición sin ser invitado.
—¿Y qué pasa de fantástico?
—Todos los días, apenas germina el crepúsculo, llueven pétalos rojos.
El color vino tinto de la puesta de sol se terminó de colar en nuestro camino.
—Oigan, creo que tenemos compañía.
Se ha producido una especie de choque fortuito con la realidad presencial. Su dulce voz rompe con mis pensamientos, desconectándolos de todo lo que pasa y pasará. Arath y Arboleda se miran, curiosos.
—¿Compañía?
Nuestras dudas terminan de despejarse cuando nos percatamos de la presencia de un trío de exiliados que nos observaban desde la espesura.
—¿Qué hacen ustedes aquí?
La voz profunda y seria nos habló con notorio desprecio.
—A qué se debe esa vulgar manera de dirigirse a nosotros—dice Mary Cox.
—¿Es que acaso somos inferiores a ustedes?—dice otra voz.
—En ningún momento fue mi intención que me interpretaran así.
—¡Tonta! ¡Siempre te dirigiste así a nosotros! ¡Nos olvidaste!
Los ojos del exiliado parecieron aguarse por un momento, y cuando Mary Cox pronuncia su nombre, en un tono lastimero, una lágrima cae.
—Mateo…
—Calma ya—le interrumpe la primera voz antes de que pudiera decir algo más—. Ella sabe que no podrá ganarnos. Le venceremos fácilmente.
—Se acordó de mi nombre—dice él, casi inaudible, como regocijándose.
—¿Y qué? Eso no compensará todo lo que nos hizo…
¿Pero qué rayos le habían hecho? ¿Alguien podría responderme?
—Camaradas; podemos llegar a un acuerdo.
La voz profunda parece balbucear algo a sus compañeros, pero luego se vuelve a nosotros, con el rostro totalmente desfigurado al parecer por el rencor.
—¡Nosotros no tenemos nada que acordar!
En un abrir y cerrar de ojos el exiliado trota hasta llegar enfrente de Mary Cox, y hace un par de maniobras extrañas. Arboleda, Arath y yo pronto nos damos cuenta que no podremos hacer nada para evitar el ataque, pero aun así tratamos de quitarlo de encima de ella. Un rasguño, nada más.
—¡¿Por qué la protegen?!—farfulló la voz—. ¡Ella es una maldita traidora!
Pienso mucho lo que probablemente diré a continuación, y se cultiva en mí una actitud irreconocible, caliente, audaz. Extiendo el brazo para apartar de un tirón salvaje esas sucias manos de su piel brillante, tersa.
—¡Mucho cuidado con lo que dices, vulgar plebeyo!
Una descarga de oleaje caliente y febril se despide de mi antebrazo, como una bala de pistola. Pude detectar que mis cartílagos artificiales se evaporaban de la misma cólera. No entiendo si es por el miedo o por el poder casi enigmático de mis palabras, pero el exiliado, ahora cobarde, retrocede veloz bajo la amenaza. Mi boca se desencaja en una expresión de temeridad.
—Kant—Mary Cox me pone su mano en el hombro—, no es nuestro objetivo iniciar una guerra. Lo único que queremos es llegar a tener paz.
—Pero con esta gentuza no se puede hablar civilizadamente—dije mirándola por encima del hombro, con las mejillas calientes.
—Están llenos de odio. Tenles paciencia.
Pocas veces en mi vida había actuado tan impulsivamente como ahora. Siempre procuraba callar, dejar que pasara aquel éxtasis de desahogo, aquellas ganas incontrolables de gritar, pero el amor que siento hacia Mary Cox influyó para que estallara. La voz interna me susurraba: “es momento de que la defiendas, que demuestres que toda esa carne es sólo tuya…”
—Lo intentaré—digo, e instintivamente quita su bella mano. No estaba incómodo, hubiera preferido que estuviéramos así por más rato, pero como no hay felicidad completa…
—Señora Cox, ¿qué hacemos?—susurra Arath.
—No nos queda más que esperar a los refuerzos.
—Pero la artillería está lista…
—Se darán cuenta; además no queremos acabar con las municiones. No tendremos más opción que luchar puesto que no quieren escuchar.
—A las cucarachas hay que matarlas, ¿no?—oigo que dice Arboleda, con un notorio dejo de desprecio, lo bastante alto para que los exiliados lo escucharan.
—No digas esas cosas—dice un Arath ahora prácticamente herido por la vehemencia de las palabras.
Arboleda suelta un escupitajo.
—Démosle duro, señora Cox.
—Cálmate, Arboleda—le ataja Mary Cox—. Ya es suficiente.
Yo me quemo por dentro, y a Arboleda estaba que se le quemaba la lengua.
—¡Y qué!—increpa uno de los exiliados—. ¡¿Se decidieron a pelear?!
—No hay por qué iniciar una pelea—dice Mary Cox con la misma calma.
—¡Claro que sí!—¿es que acaso es característica de este vulgo gritar tanto?—. ¡Si no es para pelear, no tenemos nada que hacer aquí!
—¿Es que ustedes nada más piensan en pelear?—alcanzo a escuchar algo que dice mi voz, ahora irreconocible, capaz. Me quemo por dentro—. Con razón están como están: gente burda, plebe, ignorantes desdichados…
—Kant. Ya basta.
Con sus manos sobre mis hombros me calentaba aún más.
—Señora Cox…
—Dije basta.
—Me estoy quemando por dentro… —digo entre suplicante y perspicaz.
—En ese caso, enfríate.
Arath ahoga una carcajada nerviosa, mientras Arboleda hace una mueca de desprecio. Los exiliados continúan mirándonos, y ya me fastidiaba el de la voz grave y desafiante.
—No concibo cómo pueden seguirle llamando señora a esa mujer.
En esos puntos suspensivos que imaginé cuando se interrumpió antes de decir la palabra mujer casi me abalancé sobre él para golpearlo, o machacarlo a mordiscos, yo qué sé, pero lastimosamente Mary Cox me detuvo con su brazo firme y esbelto.
—De la misma manera en que ustedes siguen empeñados en fastidiar.
Por fin me puse de acuerdo con el molesto de Arboleda, y le dirijo una mirad de aprobación. El exiliado hace un ruido extraño con los labios, y los otros se miran, arrogantes, desdeñosos.
—Y bien, ¿están listos para la pelea?
—Por favor—dice Mary Cox, rogando, cosa que me saca de casillas. No tenía por qué humillarse tanto—. No tenemos por qué llegar a esos extremos.
—¡Calla! ¡No hables! Más bien ven y pelea, perr…
Como por arte de magia sabía qué diría, y por lo visto él había presentido mi mirada clavada en su asqueroso semblante. Se calla de súbito, como temiéndome, cosa que me satisface un tanto.
—Porque eso sí que lo debe de hacer bien…
—Estoy harto.
El último suspiro de resignación, funesto y lleno de hastío recorre mi esófago con ácidos pasos.
—Kant—susurra Arath, ahora prendido a mi brazo—. Tienes que calmarte.
—Fuck, Arath—resoplo en el mismo volumen—, ¿cómo rayos pretendes que me calme cuando semejantes bastardos están insultando a la señora Cox en frente de mí tan descaradamente?
—No sé, pero cálmate, ¿quieres? Estás hirviendo…
En sus ojos mieles puedo ver un brillo sospechoso, como el de los enamorados, como cuando hablo de mis historias… o de mi Reina.
—Ah, esto es lo último en guarachas.
El sarcasmo algo picante de Arboleda comienza a agradarme. De hecho, puedo decir ahora que ya comienza a caerme mejor. Mary Cox enseguida nos dedica una mirada de reproche, como de castigo o penitencia. Sus ojos celestes, sin embargo, no dejan de transmitirme la calidez y la rara ternura que siempre salen a flor de piel cuando la miro de esa manera. Rara; sublime. Kant debe de estar retorciéndose en su tumba, y su espíritu debe de estar saltando en una sola pata al vislumbrar semejante ser tan bello y excelso que vino a iluminar esta mugre Sociedad.
—¿Ajá, qué? ¿Pelearán o no?
—Pues claro que pelearemos—musita Arboleda—. Yo mismo me encargaré de partirte la cara.
—¡Arboleda! ¿Estás loco o qué?—le susurra Arath mirando al exiliado.
—Por el amor de Dios—suspira Mary Cox mientras se soba las sienes con irritación.
Aunque ni siquiera terminaba el día de oscurecerse, ya no se presentían rayos solares. Era extraño, realmente extraño, pero a mí ya nada me sorprendía en el territorio exiliado. Pues bien, dadas las circunstancias nos vimos envueltos penosamente en la batalla más o menos esperada por todos; digo más o menos, pues por unos lo era, pero por otros no. De ese modo los puños surgieron, y gotas de sudor cayeron en mi frente. Todo para mí sucedió en cámara lenta, hasta cuando el exiliado de la voz grave me golpeó en la cara, tan absurdamente, tan dolorosamente. Vi que uno de los bastardos golpeaba a Arath, y vislumbré nublosamente a Mary Cox esquivando y retrocediendo de aquel exiliado callado, que salió repentinamente el más violento de todos. Ella lo esquivaba de una manera tan carismática, con tanta técnica, que pareciera que estuviese viendo una película de acción, con actores chinos, expertos en artes marciales. En mi vida habría pensado que Mary Cox supiese combatir de tan magnánima manera. Valga decir que no dejó de impactarme menos la asombrosa técnica de Arboleda, pero me preocupó la persona tan robusta a la que se enfrentaba Arath; por un momento me preocupó aquella situación, pero luego observo que su semblante cambia y le propina un puñetazo al sujeto. Un brazo del exiliado me roza el pecho, le devuelvo el golpe directo a la cara y eso me da tiempo para mirar cómo le está yendo a Mary Cox; divinamente se puede decir, pero eso no aminoró la preocupación que me invadía. Pude ver borrosamente que sus ojos celestes me miraron, pero fue una mirada fugaz, rápida, porque ya tenía los nudillos del otro en la cara. Alzo las cejas por la impresión, y otro par de gotas saladas caen en mis labios, bautizado a partir de este momento como el perfecto aeropuerto para toda clase de líquidos corporales.
Como dije, todo lo veo en cámara lenta; desconozco si es por el sopor, la fatiga o por lo absurdo que estamos viviendo, pero de un momento a otro ya no podía contener aquel espectáculo. Me comienzan a arder los ojos, y ahora mi propio sudor es el que baña las comisuras de mi boca. Lo limpio con un rápido movimiento de muñeca y con las articulaciones entumecidas me preparo para una próxima trompada. El exiliado me observa detenidamente, como examinándome; sonríe, y puedo entrever la maldita pericia que me choca, y que sale despedida de sus asquerosas mejillas manchadas de barro. Siento más gotas de sudor resbalar por las esquinas de mis párpados, y pareciera como si estuviese llorando. Con severo ardor como ése hasta yo hubiese llorado…
—Ay miren, la nenita está llorando…
—Sí. Lloro por tanta plebe ignorante y soez a la que tengo el infortunio de enfrentarme.
Evoqué, con la misma cámara lenta, las muchas ocasiones que insulté de esa manera a los compañeros ignorantes de la Academia a la que iba. El que me generó más insistencia fue el del pequeño Felipe Rueda, un pequeño loco que siempre me molestó desde que tengo memoria; en el receso, y con la única intención de provocarme e interrumpir mi armónica calma, tuvo la osadía de burlarse de Kant.
—Ajá, perdedor—dijo sonriente, mostrando los nauseabundos chicles que tiene por dientes—. ¿Qué lees?
—Un diccionario filosófico—contesté sin mirar sus ojos.
—Y para qué—preguntó otro.
—Para no sucumbir a la pamplina de los BlackBerry.
Un tontito suspendió el tecleo en su aparato por unos momentos, y me miró avergonzado, como acabando de descubrir que lo estaba observando desde hacía un rato.
—Ay, Dios mío, oigan a éste. Ja, ¿sí o no que con un tocayo como ese vejete simplón que no tenía nada mejor que hacer que escribir cosas aburridas le dan ganas a uno de morirse?
El proletariado rió mordazmente.
—Eso es que le faltó la televisión, o una linda novia. Ah, si ese tipo existiera ahora mismo hubiera tenido que volver a nacer para hacer algo interesante.
Los pensamientos más tóxicos, desagradables y siniestros se pasaron por mi mente. Confieso que en ese momento se me aguaron irremediablemente los ojos, y en el preciso instante en que pretendía continuar parafraseando barbaridades le lancé una mirada furibunda, aciaga, y en mi boca se dibujó el mohín de odio más grandioso que en mi vida he logrado repetir.
—En contestación a tu remedo de insulto expongo dos cosas, mi buen Felipe: una, que no me suicidaría por las absurdas trivialidades que ostentas, y menos por tener de tocayo a alguien tan sublime, único y genial como Kant; y dos, que al que no le bastaría esta vida ni la otra para igualarlo es a ti, vulgar insensato, a quien aún le faltan pantalones para venir a insultarme con esa actitud tan inmadura que te caracteriza.
Puntualicé diciendo:
—No te digo más cosas porque sé que ni así podrás entender cuanto fulgor y cuanta rabia está evaporándose de mi mente en este momento. Amén.
Felipe y sus secuaces se miraron como tratando de entender todo lo que les acababa de decir. La maestra de mis ojos, que era casualmente de castellano, estaba sonriente y negaba con la cabeza. Como no supo qué más decir, Felipe decidió irse, lentamente, con el ego lastimado.
La profesora se me acercó luego del incidente y me dijo:
—Sólo once años y ya tienes el léxico de un Nobel.
Debo decir que, con toda la pena que involucra contarlo, mi celular actual es… un BlackBerry. Sí. El orgullo se encuentra fatalmente lastimado. Pero por otro lado, aquel nubarrón oscuro que se cernió sobre mí estaba casi disipándose.
—Mira, grandísimo hijo de…
No quiero ni siquiera mencionar mentalmente en el insulto improvisado y absurdo con el que me salió el hijo de su madre. Ahora parecía una avalancha acabada de provocar, desde la cima de una altísima montaña; viene hacia mí con el aura ardiente, con las ganas envidiables, propias e inconfundibles de un desequilibrado, con el rostro rojo, las pupilas dilatadas, dispuesto a propinarme otro golpe, pero pronto lo atajo estratégicamente, y lo hago aterrizar de bruces en el suelo. El golpe fue sonoro, funesto, como si acabara de tirar un saco de papas. Siento de repente como si estuviésemos recreando unos pasajes de Pelea en el parque de Rosero, en medio de la agriera de la garganta y este carnaval de insensatos golpes. Repentinamente, casi de súbito mis fuerzas se desvanecen, y el exiliado me saca el aire de un codazo. Estoy desvariando, ya sabía yo que mi cordura iba a durar poco. Tenía razón la abuela Moodie cuando dijo que después de todo esto más de uno iba a terminar loco. Recuerdo perfectamente el silbido de su voz y la armonía de cada sílaba de aquella frase, y es que debo decir que la voz de la abuela era algo, sin lugar a dudas, espeluznante y brillante a la vez. Una cosa fuera de este mundo, pero bueno, como lo que importa ahora no es la estridente voz de la abuela sino acabar de una vez por todas el atosigante soliloquio y derribar al bastardo que me pegó, entonces me enfrascaré nuevamente en esto; pues bien, sí, me había sacado el aire, y mientras evocaba la voz de mi abuela el exiliado se había preparado para nuevamente propinarme un golpe, pero supongo que esta vez será peor, y en partes que no quiero ni imaginarme. Por Dios, si con el rabillo del ojo veo que su puño está inconscientemente apuntando a mi entrepierna…
—¡Oye!—oigo de improvisto que dice—. ¡Despierta, que quiero que veas que te voy a joder!
—Bueno, inténtalo.
El gesto de su boca pasa de sonriente a ser un tanto macabro, y con las mismas ganas iniciales corre hasta donde me encuentro, con la misma aura ardiente y la boca babeante. Del mismo asco que me da lo esquivo, bastante bruscamente, dándole un codazo en la nuca velluda; vuelve a caer de bruces, y aprovecho para acomodarme bien para patearlo, mientras me sobo el estómago adolorido. A pesar de que su rostro cayó de perfil, eso no me impide ver el hilito de sangre que sale de su boca en el momento en que le pateé. Luego caigo sentado, igual de brusco, en la arcilla del suelo, y observo que el resto está agotado de tanto pelear. Más adentro de la espesura contemplo una silueta familiar: gruesa, robusta, terriblemente conocida y algo siniestra. Pienso en la remota posibilidad de que hayan llegado por fin nuestros refuerzos, pero hago una mueca de decepción, pues eso solo significaba que esta absurda pelea continuaría. Los exiliados pronto se dan cuenta de las sombras que se multiplican detrás de ellos, y Mary Cox, con la boca derramando sangre, se vuelve y mira a su alrededor. A lo lejos veo que Arath está tratando de reanimar a Arboleda, que cayó inconsciente en el suelo. Con pasos de ciego aterrizo hasta donde ellos.
—Qué le pasó—pregunto.
—No sé. El tipo ese le dio un golpe bastante fuerte…
Negando con la cabeza, agarro a Arboleda de la nuca, y suavemente lo enderezo. Veo que sus labios tiemblan, como si tratara de decir algo.
—No, no—dice Arath antes de que pudiera musitar palabra—, no te esfuerces.
—Denle…una…paliza…a ese imbécil—susurra él entre jadeos.
—No te preocupes. Como llegaron los refuerzos, no le quedarán ganas ni de escupir.
—¿Llegaron los refuerzos?
Arath mira en derredor, medio absorto y consternado. Sonríe.
—¡Estamos salvados!—dice y levanta las manos.
—Carajo. Careces de atención…
Arboleda tose, mientras yo dirijo la mirada a la herida Mary Cox; se había levantado para darles la bienvenida a nuestros aliados, con barro en los pantalones y las botas emparamadas. Luego, de la espesura rebota la silueta familiar, y reconozco que se trataba de Bocanegra. Debo admitir que esta ha sido la primera y única vez que me alegré de verlo. Instintivamente los tres nos acercamos hacia ellos, mientras los exiliados repentinamente desaparecían.
—Señora Cox—la llama.
—Bocanegra. Ya era hora.
—Siento mucho la tardanza, pero tuvimos unos contratiempos en el camino.
Esto último lo dice señalando con el dedo hacia la espesura, de donde ahora salen un millar de sombras enemigas.
—Bueno—suspira ella—, en ese caso, la única opción que tenemos es pelear.
—Podemos apresarlos y ya—sugiere Bocanegra—. Somos más que ellos.
—No quiero que se les aprese como si fueran esclavos.
—De todos modos ganaremos—musita Arboleda.
—Aquí no se trata de ganar o perder…
—Se trata de acabar con esta mierda.
Eso último lo digo mirándola fijamente, y puedo ver como ladea la cabeza, como si no hubiese entendido aquella frase. Bocanegra me abre los ojos, con extremada desaprobación, y Arath se ríe. Arboleda me sonríe.
—Así es—susurra Bocanegra, entre sorprendido y herido por el poder que tuvo mi parlamento—. No precisamente con esas palabras, pero de eso se trata.
Los dulces ojos celestes de la reina aún me miran.
—Kant…
De improvisto, y sin dar tiempo a que Mary Cox termine de sonreírme tan tiernamente, un exiliado derriba por la espalda a Bocanegra, lanzándolo cuan largo es, y despropiándolo de las cosas que sostenía con las manos. Todos nos sorprendemos, y nos giramos para dar la cara a los tramposos. Hay algo nuevo que me asusta en esta bandada de plebeyos; no distingo aún qué es, pero presiento que será macabro, siniestro. Las sensaciones en mi estómago son punzantes, dolorosas, y puedo asegurar que en estos momentos si resucita un muerto no me sorprendería. En medio de la plebe inconfundible de exiliados, hay un pequeño grupo de uniformados; unos cinco hombres vestidos de negro, con el mismo y odioso ojo biónico, y nos miraban con desprecio, pero puedo ver que esos ojos nos miran también taciturnos.
—Así que ustedes también están aquí.
—Esto sí que es nuevo.
Al parecer soy yo el único que no entiende. Veo que a Bocanegra lo tienen por el cuello. Me siento un poco avergonzado, pero al fin y al cabo lo atacaron por la espalda.
—Nos volvemos a ver, Cox—profiere una voz grave, profunda, seca.
—Santiago…
—¡No me llames así! Ya no soy uno de ustedes.
Hay algo en su carácter que me incita a golpearlo, cosa que me pasa cada vez que recuerdo a esos exiliados tan antipáticos.
—Ahora soy un Rebelde.
Los ojos de Bocanegra y de Mary Cox se abrieron de par en par, como si eso les hubiera helado la sangre de repente. Me di cuenta de sus cejas arqueadas, abstraídas, y puedo ver que Bocanegra cierra un puño. Luego veo que el Rebelde hace unas señas, y los que tenían al gordo lo soltaron lentamente. De modo que estos son los Rebeldes: los bastarditos más bastados de Armageddon.
—No tenemos por qué pelear. Hablemos—dice Mary Cox.
—No quiero escucharte—dice y se vuelve a sus compañeros—. ¡Muchachos! ¡Por fin nos vengaremos!
El alarido casi ausente de los del grupo se siente lejano, pero con ganas de partir algunos huesos.
—Bien, siendo así…
No pretendo grabar en mi mente todo lo que sucederá a partir de ahora, ni tampoco quiero describirlo ni guardarlo para la posteridad. Todo pasa rápido, pero asimismo lo veo en cámara lenta; una combinación extraña de movimientos ralentizados y acelerados, con golpes y patadas incluidas. Unas gotas de sudor me caen en mis sienes, y eso estaba comenzando a fastidiarme, por lo que me las limpio con apresurado éxtasis, un éxtasis que comienza a correr en mis venas, ardiente, punzantemente doloroso. Las ganas de voltearles las caras a los exiliados está desbordándose, y la locura se estaba desatando en mi cerebro. Las ganas de orinar también se vieron incontenibles, y el ardor de los ojos acaba de regresar. Lo que está pasando me parece inaudible, inadmisible e imperceptible para mis pobres y dolientes ojos; todo pasa tan lento, con tanto sopor. Es apenas concebible e indescriptible el sufrimiento físico que experimento, por lo que no me detendré más en él. Los brazos grasientos y embarrados del sujeto que se enfrentaba a mí me rozan las mejillas, pero veo que inmediatamente retroceden, como asustados. Observo más detenidamente y veo que el bastardito se está sobando los antebrazos, como si se hubiera quemado. Me río, satisfecho, y con una maniobra apenas improvisada le aviento un golpe en la nuca, dejándolo tirado en el suelo. Limpiándome la mugre de las manos en el pantalón tomo la decisión que había tardado en tomar. Me encamino hasta el árbol más grande del sector, medio dispuesto a ofrecer el granito de arena que le falta a esta sociedad para avanzar y salir adelante, medio asustado, medio valiente. Nadie me detiene, porque están enfrascados en no dejarse pegar del que tienen enfrente, nadie me para porque saben que no tengo nada que ver con ellos, pero desconocen que de ahora en adelante dependerá de mí su futuro incierto. Nadie me detiene porque temen que les pueda quemar los antebrazos como a ese tipejo, y ninguno de mis aliados me sigue porque no se imaginan ni tienen la más remota idea de qué es lo que haré. Probablemente estén pensando qué rayos se trae este loco, o bien estén sintiendo un déjà vu, pues antes que yo seguramente habrán habido muchos más locos que pretendieron apaciguar la lava de la guerra, pero que se vieron en la penosa tarea de sufrir bajo el silencio de las brazadas de una plebe insensata y siniestra, temerosa, apagada. Las ardorosas lágrimas mentales por la triste realidad se resbalaban de unas mejillas hinchadas, pequeñas, y las venas dilatadas se agolpaban en las sienes. Los sueños y otras banalidades citadinas se enfrentan, todas al mismo tiempo, a la terrible realidad de esta sociedad injusta, en este desordenado remedo de guerra que estamos viviendo. En el momento en que me subo al árbol, las gentes furiosas parecen observarme, como inquietos. Las gotas de sudor descienden de las sienes martirizadas por la migraña, mientras decido si hablar o guardarme una vez más las ganas de gritar, de comunicar la inconformidad y la angustia que carcome día a día mis entrañas. Eso es lo que me dice la voz interna, la que siempre me habló y me hice el loco y no escuché. Dios santo, podría gritar en este momento, pero se estaba librando una batalla como de película en mi cabeza; lo que vendrá dependerá totalmente de mí, y era precisamente eso lo que me asustaba enormemente. No me gusta para nada tomar decisiones cruciales.
En medio de la presión, las náuseas y el espasmo abdominal, el sudor del exiliado que me escupió en la sien y el camuflaje del uniforme totalmente irreconocible, la voz interna me insta, me incita, me dice mira que el que no arriesga no gana, mira que pronto será demasiado tarde para hablar. Pone broche de oro con las palabras: ¿y tú no que te querías ganar el Nobel? Con esto al menos te ganarás el de Paz. Ahora sí inundado de más presión, de miradas de odio y arrogancia, el cuerpo casi no se me puede permanecer de pie por sí solo. La sangre me hierve en las venas azules de la nuca, el corazón me late en la garganta. En el momento en que el polvo se me entra adyacente a la línea inferior del ojo derecho, así con un movimiento ralentizado, de cámara lenta, mi cerebro decide el desenlace, y mis labios murmuran como ventrílocuo un ya está, lo voy a hacer. La espada por fin había escupido la última roca del asfalto pegajoso.
—¡Oigan, todo el mundo!
El grito los sacude, los aturde.
—Presten atención a lo que hacen, por favor. Si pudieran verse en este momento les aseguro que podrían hasta vomitar de la impresión; es decir, no tienen la más mínima idea de lo patéticos que se ven desde aquí.
El vulgo se mira confundido, como tratando de entender la locura que estoy balbuceando; veo que a Mary Cox le brillan los ojos, y en los ojos de Bocanegra veo la vana intención de ordenarme que me baje de aquí. La voz y el pulso comienzan a temblarme del maldito pánico escénico de siempre.
—¿Creen ustedes que de esta forma se solucionen las diferencias de esta Sociedad dividida? ¿Creen ustedes que con golpearse y matarse conseguirán la paz y la justicia tan anhelada? ¿Quieren saber qué es lo que pienso? Que todo esto se hará en vano. Si todos nuestros esfuerzos tristemente permitieron que resultara este carnaval de palizas, entonces me arrepiento de haberme enlistado en el ejército.
Se me salen algunos “gallitos”, pero la voz no deja de intimidar. Veo que la gente me está prestando más atención que la necesaria, cosa que eleva en cierto modo mi lastimado ego. Por fortuna, no se me acaban las palabras para reclamar lo mío. Me preparo entonces para dar el grandioso grito final, había acabado de levantar la espada de Camelot; por fin dilucidaré el porvenir de una Sociedad.
—¿Entonces cuál crees tú que es la solución, sabelotodo?—grita un bastardito.
—La solución a todo esto… es pensar.
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