domingo, 7 de octubre de 2018

Cielo estrellado sobre mí: 11

ZUKUNFT



XI.

Un asunto indescriptiblemente absurdo, estúpido, me ha parecido aquello que afirma que para ser alguien en la vida hay que tratar de ser “avispado”. Cuando las mujeres de la casa platican sobre aquello, contesto con que yo, por mi parte, no querría terminar con una mini-cintura que desemboque en un trasero gigante. Luego acontece la inminente ofuscación, seguida inmediatamente de aquel molesto denotativo “contestón”. 

Es ciertamente penoso admitirlo, pero sí, durante toda mi vida prepuberal me lo dijeron. Ahora no me lo dicen tanto, pues mi mirada crítica ha madurado mucho, si vamos a ello. Ah, Dios, la maldita afirmación de que para triunfar en la vida hay que convertirse en un insecto. Debo decir que a causa de mi apariencia somnolienta y pensativa la gente inundó mi infancia e inicios de la adolescencia con muchos “despierta”, “avíspate”, “reacciona”, sobre todo por parte de la abuela y de la tía Verónica, como si uno se mantuviese aletargado todo el rato. Muchas veces llegué a pensar tras nubarrones de pura rabia que yo estaba más despierto que ellos, los que me martirizaban con su parloteo de todos los días; puedo decir con seguridad que estaba más atento a todo lo que me rodeaba, mucho más que aquellos materialistas ignorantes que con dizque astucia se graduaban de abogados o se lucían en la oratoria. Y ahí inauguro otra cuestión bastante incómoda que perturbó mis sagrados momentos de calma; nunca fui bueno en la oratoria, y en la Academia no faltaba alguien que alababa mi escritura pero porfiaba mi hablar. Y es que durante mi estadía en la superior tampoco cesaron comentarios solicitando afanosamente mi participación, mi socialización en clase. Cosas como ésa permitieron que se me colara desde pequeño el comportamiento de niño abstraído y casi autista, aquel vergonzoso objeto de observación de la Academia de Santa Marta.
En tardes de pura abstracción de comportamiento recordé vagamente el día que por primera vez se me acercó Santiago Vélez; ese amanecer había sido caminado con el pie izquierdo, y no precisamente porque mi cama esté acomodada para que eso suceda. De una extraña manera Sally logró infiltrarse en mi habitación y me bañó de pies a cabeza con un balde de agua fría… otra vez. Recuerdo que le grité un par de cosas ofensivas, que le dije que estaba harto de ella, que era una loca y que necesitaba ser internada en un sanatorio de inmediato. También recuerdo cómo sus ojos se aguaron, aquellos ojos líquidos de aparente solidez intachable que me miraban día a día, e inmediatamente después llegó la abuela. Castigó a Sally quitándole el BlackBerry a lo sumo por una semana, y luego me dijo que era necesario que me disculpase con ella. Antes me bañé, pues, para librarme del agua posiblemente sucia que contenía aquel balde sacado quién sabe de dónde, y empapado hasta los hombros subí a su cuarto lila con rosado. Me percaté de cómo se acomodaba para darme la espalda mientras se acurrucaba en su cama gigante, con la almohada blanca en la cabeza, y de esa manera tapó la actividad que le había prohibido la abuela. Después de un extraño sonido proveniente de ese artefacto del mal, me le acerqué y le toqué suavemente el hombro. Ella saltó, fingiendo susto, pero enseguida su expresión facial volvió a ser la misma fría de antes.
—Qué quieres.
—Quiero disculparme.
—Yo no te quiero perdonar.
—Pues me temo que tendrás que hacerlo.
—Ve, miren a éste. Qué tal. 
Y se acostó, volviendo a su labor. Suspiré, y cuando iba a colocarse la almohada en la cabeza de nuevo, de un zarpazo se la lancé al suelo. Ella me miró con el ceño fruncido, más enojada que antes. La recogió, la sacudió un poco y se recostó con ella, no sin antes dirigirme una mirada de muerte. 
—Sally, por Dios. Lo que dije, aunque casi cierto, no es lo que verdaderamente deseo para ti.
—No entiendo—alzó la vista para mirarme fijamente.
—Es decir…, creo que a nadie le gustaría que una niñita descarriada ande por ahí echándole agua al amanecer, despertándolo de un susto.
—Yo lo hago porque me da risa cuando te levantas así, todo loco.
—Bueno, pero a mí no me gusta. Puede que a mí no me moleste que me levanten, pero esto es una cosa muy distinta.
El silencio del mediodía se coló por la ventana entreabierta.
—Dadas las explicaciones, supongo que podrás perdonarme.
—Desde ahora somos enemigos públicos.
—¿Ah?

Así exactamente fue como se inauguró hace una década nuestra calmada enemistad. Cuando ella apenas tenía unos seis y yo unos diez nos mirábamos rayado. Ya habíamos redactado un protocolo y unas reglas de guerra. E incluso habíamos empezado a “bombardearnos”. Como yo soy hombre presentaba desventajas al golpear, pero ella hizo desde morderme hasta pegarme un moco en la pantorrilla. Con el pasar de los años me fui dando cuenta de mi inmadurez y de la de ella, por lo que me vi en la penosa tarea de ignorarla, y nuestros “bombardeos” ya no fueron físicos sino verbales. Era un acontecimiento observar la verborrea sin igual que salía despedida de nuestro parloteo; Wes y Daniel, los únicos testigos de nuestras batallas, siempre se miraron entre sorprendidos y divertidos.

Pues sí; el día, después de esa discusión, transcurrió algo raro. A Garbanzo se le acabó la comida y era día de cambiarle la arena de la caja nauseabunda. Mi abuela entonces dio la orden madre, y las circunstancias me llevaron a la Tienda más cercana. Al lado de la tienda más cercana, entrando por esa calle, bajando por la cuadra, acomodado en una casita de un verdoso color está la modistería de Santiago Vélez. Para acortar el camino a casa decidí pasar por ahí, pero para mí poco infortunio me topé con él. Su voz penetró bruscamente en mis oídos.
—Oye, disculpa.
Frené mi camino y me volví para mirar a aquel extraño sujeto.
—Es que… —susurró con necesidad—, tú me pareces conocido.
—Ah, ¿sí? Yo nunca lo había visto.
—¿No recuerdas que yo te ayudé a encontrar a tu abuela cuando te perdiste por aquí?
Fruncí el entrecejo, totalmente confundido.
—No.
—Bueno, igual estabas muy pequeño…
—Cuándo fue eso.
—Cuando tenías como unos seis años…
—Con razón.
—Esos ojos tan bellos no se me podían olvidar. Ay, pero tú estabas como más gordito de pequeño, ¿no?
—Ajá—admití.
Suspiró, preparándose para cambiar el tema de la conversación.
—Bueno, en fin. Sólo quería presentarme… es decir, conocerte. Mi nombre es Santiago, Santiago Vélez.
—Sí. Yo sé. Ahí dice—dije señalando al título en letras doradas en la parte superior local detrás de él.
—Ah—dijo volviéndose, sonriente—, sí, sí, ahí lo dice, pero qué tonto soy.
—No importa.
—Oye, y… ¿vives por aquí cerca?
—Sí, bueno, la verdad no tan cerca. Vivo más allá de Casagrande.
—Oh, pues eso sí está un poquito lejos. Ni modo de hacerte la visita.
Tragué una gruesa salivada.
—Ajá.
—Creo que te estoy quitando mucho tiempo.
—No se preocupe—quería hacerle creer que no, pero en verdad me estaba asustando.
—Entonces, amigo…
—Kant—dije antes de que terminara—. Me llamo Immanuel Kant, como el filósofo.
—¿En serio?
—Sí.
—Qué genial…
—Sí, lo sé. Bueno, ya me voy—dije y estreché su mano—. Mucho gusto
—El gusto es mío…

En ese momento descubrí las rarezas que borda este mundo a mi alrededor, las personas bastante excéntricas que consiguieron colarse en mi vivir y todas las demás cosas que influyeron para que mi personalidad fuera de esta compleja manera y no de otra mucho más sencilla. Ahora que estoy haciendo una especie de recuento de las cosas que influyeron en mi vida, cabe destacar que no hubo nada mejor en mi fugaz adolescencia que sentir el orgullo de los demás sobre mí. No obstante esto constituía un gran aliciente de dolor si algún día hubiera llegado a decepcionar al susodicho. De mí la abuela Moodie esta enormemente orgullosa, por ejemplo, y eso me lo dice frecuentemente; no digo que de sus nietos “oficiales” no lo esté, pues Wes, Daniel y Sally, aunque cada uno a su manera, siempre se las han arreglado para hacer sonreír a su abuela. El abuelo también dijo muchas veces en vida que estaba orgulloso de nosotros, y por esta y muchas otras razones me ha invadido la angustia y la tristeza por no haberle llorado en su funeral. Ahora grande me pongo a pensar en lo triste que debe estar el abuelo en donde quiera que esté por esa razón. Dios, qué traumático, pero bueno, yo le he pedido infinidad de veces perdón siempre antes de acostarme, excusándome tras la cortina de que estaba muy pequeño y que no entendía lo que pasaba a mi alrededor. Por otra parte, después de eso supuse que Wes y Daniel no hubieran llorado si no les hubieran comunicado que no lo volverían a ver, o lo que le dicen a todos los niños, “se fue a un lugar mejor”. De modo que, como dije, a la abuela la enorgullezco, y desconozco si al señor Román lo hice alguna vez pues no alcancé a preguntárselo. De todas formas ahora días el orgullo no es algo que me preocupe; ya van a ver que cuando me gane el Nobel puedo asegurar que todo Mamatoco se alzará orgulloso sobre mí.

—Propongo un nuevo y enfático movimiento ilustrado—continúo—, en el que todos nos sentemos, como en la Francia y demás países europeos de la antigüedad, para pensar; pensar en las posibles soluciones para salir de este inmundo subdesarrollo, pensar en todo lo absurdo de la guerra, pensar en cómo sobresalir, como hacer de esta parte de Armageddon la mejor de todas. No tienen que ser todos. Con que unos cuantos lo hagamos serán suficientes para encontrar la salida del pozo mohoso en que vivimos.
La plebe sigue observándome, entre confundida y arrogante, y por esta última característica pienso que no tienen la más mínima intención en ayudarme en mi gran plan.
—Es bastante sencillo a decir verdad. No tiene ninguna ciencia—hablando así parezco un comerciante hipócrita de televisión—. Si en vez de parqueaderos para naves hubieran construido una biblioteca decente, habría más niños ilustrados, más libros instruyendo y, pues, por qué no, muchos más escritores. No habría tanta gente ignorante en las Academias superiores.
—Niño, ya bájate de ahí—exclama un Rebelde—. No ganarás nada hablando porque esta gente no escucha.
Veo a Wes abriéndose camino entre la multitud, con la cara sonriente.
—Desde que tengo pensado este plan sabía que no iba a ganar nada hablándoles de Ilustración o de pensamiento a plebe tan ignorante como ustedes. Sabía muy bien que si me paraba aquí iba a ser poca la atención que me prestaran, sí, pero la verdad es que no me arrepiento, porque sé que al menos hay uno que quiere cambiar esta Sociedad: yo.
La gente sigue mirándome, ahora un tanto compungida por las últimas palabras.
—Ah, y también quiero decirles a Bocanegra y al resto del ejército que no estoy dispuesto a pelear. No me daré más golpizas, no, ya no más. Desde que tengo uso de razón me considero muy pacifista. Si quieren golpearme trataré de esquivarlos, y posiblemente atinarán a mi mejilla, pero de mí no saldrá ningún puño. Y amén.
Dicho eso me bajo de un salto, y camino en medio de bocas abiertas y ceños fruncidos. Tomo asiento descaradamente sobre una roca gigante, a esperar sus reacciones después de tanta palabrería. Observo que Arath y Arboleda están bastante sonrientes y sus ojos de mirada triste están enfrascados en los míos de mirada sin sentimientos. Hasta a Mary Cox se le ve feliz; sus bellos ojos parecen sonreír por sí solos. El único que no parece estarlo es Bocanegra, ya que me está mirando con una cara terrible. Si las miradas mataran ya es para que me hubieran hecho las nueve noches. En fin, todos se miran, y lo único que se oye son estos turbados pensamientos que narro, ni siquiera se sienten los animalitos del bosque. Uno de ellos me mira, como tratando de explicarse la razón de mi actitud. Con la mirada fija trato de decirle que no tengo ninguna cuenta que rendirle. Pero él me sigue mirando, ahora con un poco de tristeza. No entiendo nada, y me veo vencido por el poder de aquellos ojos azabaches.

Por una parte creo que en nada cambió el hecho que me pusiera en donde me puse y les hablara a esta gente sorda. De una u otra forma tenía que desahogarme, sacar lo que llevaba dentro, aunque no lo haga por costumbre. A veces prefiero ahogarme con mi sentimiento y dejar que la vida siga, pero siempre he creído que si uno no cuenta lo que siente por algún lado tendrá que salir ese resentimiento. Antes de la muerte de mi papá yo lloraba mucho, y mi excusa siempre era que por algún lado tenía que salir la rabia. Siempre terminaba llorando en frente de Wes, los abuelos o en frente del señor Román.
—Todos los artistas son sensibles. No tienes de qué avergonzarte.
Cuando el señor Román me veía así primero me daba una cátedra por la que los hombres no debían de llorar, y luego me consolaba con palmadas en la cabeza. Sus palabras no se me olvidan desde entonces, pero el asunto es que actualmente no lloro.

—Oye Kant—me llamó Barbie una vez a mi lado—. ¿Tú por qué no lloras?
—Porque se me secaron las lágrimas.
Ella me preguntaba, con el semblante entristecido, ¿entonces no llorarás cuando me muera yo?, y yo le respondí que eso es diferente, porque ahí sí que lloraría, y con muchas ganas. 
En otras ocasiones me entrabas mis lloraderas ante gente indeseada.
—Miren, ahí viene Kantie.
—Se ve tan solo.
—¿Te hacemos compañía?
Mi cuerpo pálido y flaco paseaba todos los días a la hora del recreo por el pasillo que albergan las puertas de la enfermería y la de la sicóloga de la Academia. Un trío de estúpidos pasaban siempre al lado, pero esa vez dijeron algo mucho más hiriente que todos los días.
—Este niño urge de un papá…
—Necesita mano dura—decía uno frotándose los nudillos.
—Sí, porque así no estaría mariqueando de esa manera.
—Él se cree hijo del sargento. Ja, te apuesto a que es hijo del lechero.
—Óyeme, sí. Porque su familia es de negros.
En un colado silencio repararon en mi expresión facial.
—Ay miren, quiere llorar.
—Llora, llora niñita.
—Awww…
Las lágrimas irremediablemente me salieron, con su contenido espeso y sustancioso.
—¿Qué fue, chiquito?
Uno de los tres lagrimones se me coló en la esquina del labio, y pude percibir su salado y amargo sabor. Antes de que esos imbéciles pudieran pegarme, del fondo del pasillo salió Wes, que en esos tiempos era corpulento, un niño repuestico según la abuela, y por esa época los otros niños le tenían algo de miedo. Al rato decidieron dejarme en paz.
—¿Otra vez molestando?
No respondí, y en cambio otro trío de lagrimones brotan de mis ojos.
—Ah, no llores, Kant—susurró—. No les hagas caso a esos bobos.
—No lloro por lo que dijeron—contesté después de un breve silencio, con el molesto nudo en la garganta. Me limpio las lágrimas con la manga de la camisa—. Lloro por lo que pude haber dicho que no dije.
No podía decirles mis usuales insultos pues hacía unos pocos días me habían puesto una amonestación por hablar de esa manera a unos compañeros. Siento como si no estuviera añadiendo nada nuevo a este mundo, y en ocasiones llegué a comunicar mis inconformismos a la abuela y al señor Román, pero yo solo era un niño que no sabía lo que decía, y por ende casi nunca se me tuvo en cuenta en las conversaciones de adultos. Tal vez sea esa la razón por la que haya ahora muchos niños habladores debido a que los ignoraban de chiquitos. 
—…y pues, por algún lado tiene que salir la rabia, ¿no?

Supongo que ha llegado la hora de predecir el futuro, de empezar a hablar sobre los nuevos momentos que vendrán. La nueva era, por decirlo de alguna manera. Estoy pensando que luego de la batalla vendrá la tan anhelada calma que rezaba con fervor los que redactaron el Acta de la Sociedad Unida; vendrán momentos de calma, instantes de completa serenidad y, por fin, se hablará únicamente de paz. Supondré entonces en alguna tarde soleada que tanta paz se tornaría aburrida. Como iba diciendo, sí, claro que vendrá la paz tan anhelada, y por supuesto que vendrán mayores alternativas de progreso, mayores expectativas de superación, más positivismo, la gente reirá más, habrán más y mejores oportunidades en todos los aspectos, pues intuyo que en un futuro habrá más empleo en esta Sociedad. Predigo que después de toda esta locura vendrán mejores épocas, mejores sentimientos y por supuesto se respirará un mejor aire. Estoy completamente seguro de que algún día seré un escritor famoso, y Armageddon estará temblando de la emoción. Recibiré el Nobel, haré un manga, sacaré un anime, tendré una hija que se llamará Vivien, ya sea adoptada engendrada o… robada; tengan por seguro que no me casaré sino hasta entrados los treinta años y por último tendré una vida tranquila en mi biblioteca-casa. Como decía, en un futuro no habrá más guerras, no habrá llanto. No habrá cabida para el subdesarrollo, porque yo mismo y con estas mismas manos me encargaré de erradicarlo. No habrá corrupción ni violación de los derechos humanos. En mi apenas esbozado futuro no existirán los crocs ni los Nintendo DS, no existirán las películas bizarras de adolescentes precoces, y tampoco habrá gente gorda; no habrá gente ignorante, no habrá gente estúpida. Además, habrá un día para adorar a la Cuarto de libra con Queso y habrá un día de la escritura y lectura. Ojalá… ojalá y todo eso pase; ojalá no se quede en mis pensamientos. Ojalá fuera todo bonito desde siempre y uno nunca tuviera la necesidad de quejarse de nada. Pero entonces es cuando pienso que de esa manera la vida sería terriblemente aburrida. Para cuando termino de parafrasear a mi mente con palabras bonitas, alentadoras, profetas de un futuro mejor, veo cómo las cenizas del piso hacen espabilar a muchos ojos de los presentes. Sorprendentemente las gentes habían dejado de pelear.
—Me temo que, a juzgar por el discurso anterior, alguien ha descifrado el Enigma del Milenio.



No hay comentarios.:

Publicar un comentario