domingo, 7 de octubre de 2018

Cielo estrellado sobre mí: 12

XII.

Me chocan las cosas innecesarias. Ah, me choca mentir y que me mientan. A quién no, a ver; pero el saber que las mentiras son imprescindibles para el diario vivir me choca aún más. Muchas veces me chocan ciertas actitudes y personalidades de las personas que me rodean, pero es ahí cuando me percato que si siento eso es porque estoy queriéndolas más. Me choca saber cuándo los demás tienen la razón y yo no, y me choca sentir orgullo. Me chocan las niñas bien y los muchachos ignorantes. Me choca mi casa; me choca que la abuela Moodie no oiga, me choca que la tía y la abuela regañen tan fuertemente, y me choca que afirmen que no cuentan conmigo para nada puesto que es la mentira más grande que se ha podido inventar. Me chocan algunos comentarios de Wes, y me choca la actitud de Sally. Me choca que tenga que arreglarme las uñas sin yo quererlo, pero me choca también enojarme porque sé que eso es para mi bien. Me choca enojarme por estupideces, y éstas son casualmente las principales causas de mis rabietas. Me choca que me pregunten qué tengo cuando saben perfectamente que estoy enojado. Me choca enojarme, pues no soy de coger rabietas ni hacer pataletas. Me choca enojarme porque sé que no vale la pena. Me chocan los cristianos fanáticos, y me choca que me obliguen a ir a esas reuniones; pero me choca aún más que si no es por esas invitaciones no me acercaría a la casa de Dios. Me choca que intenten saturarme con testimonios de la existencia de Dios, y me choca a que me pregunten si creo en Él; me choca la gente que se convirtió al cristianismo porque estuvieron a punto de morir, y me choca que me obliguen verbalmente a ir a la iglesia. No necesito, óiganlo bien, no necesito que nadie me recuerde que Dios existe porque yo no lo olvido. No necesito que nadie me lo demuestre pues Él mismo se ha demostrado, ante estos ojos, brillante e imponente. Con milagros, sí; milagros que, aunque pequeños, han tenido la suficiente validez para mí. Me chocan, en verdad, los fanáticos y me chocan los escalofríos que me producen los evangélicos. Me choca terriblemente que me pregunten si creo con ese acentito que insinúa que soy un ateo, me choca que pretendan insertarme bruscamente la lectura de la biblia. Ya la leeré para enriquecerme literariamente, y en algún momento desastroso de mi vida leeré los cantos para que se me suba el ánimo. Me choca que la Biblia sea tan cara.
Me choca la gente contestona, pero a veces las admiro por no guardar silencio como yo. Me chocan los domingos, pues es cuando los tíos y la abuela toman y llegan malhumorados a casa, y además porque es telón rojo del lunes. Me chocan los domingos por la flojera física que me da al saber que tengo que ir a misa. Me choca que cuando estoy de visita en casa de la abuela me toque dormir en cama de alguien por una inoportuna visita de un par de tías que se tienen que precisamente hospedarse en mi cuarto. Me choca que me fumen en la cara, y me choco aquella vez que el señor Román pretendía hablarme con un cigarro en la boca. Ahí tuve que decírselo, pero también me chocó abrir la boca. Me choca hablar, me choca exponer. Me choca contar lo que pienso. Si hubiera tenido que escoger la supresión de alguno de los sentidos, y si tan solo fuera un sentido, no habría pensado ni dos veces en deshacerme del habla, pero también me choca pensar en eso porque si no hablara no hubiera podido hacer feliz a Wes con mis voces chistosas. Me choca Sally, me choca, pero me choca aún más el comprender que es la mejor y más genial “hermana” que he podido tener. Me choca Barbie con su materialismo, pero es la niña con más grande ganas de aprender que he conocido. Me choca Wes porque sé que tendrá que irse lejos y no volverá. Me choca Daniel porque es un inmaduro, pero nadie me hace reír como él. Me chocó el señor Román porque muchas veces le habló groseramente a su esposa y porque en ocasiones se peleó innecesariamente con su madre, pero tengo que admitir que en esta vida ni en la otra conseguiré a un mejor hombre como él, pues gracias a él es que amo la lectura. Me choca Armageddon por ser tan subdesarrollada, tan gris y simplona, pero es la única sociedad en todo este mundo que supo acoger con harta calidez a este pecho tan quejumbroso. Me choca el Enigma del Milenio, pero más me choca admitir que irremediablemente me interesa resolverlo. Ah, la maldita y arrogante curiosidad del ser humano; a ella le debemos la mayoría de catástrofes de este mundo en que vivimos. También me choca eso. Me choca Mary Cox por ser tan inalcanzable, tan sublime, pero como ella no hay mujer en esta galaxia. Me chocan las trivialidades, mas debo admitir que las hago muy a menudo. Me chocan los rodeos, pero en muchas ocasiones los usé. Me chocan mis pensamientos, mis sentimientos, pero más me choca el que se me hayan secado las lágrimas. Me choca no llorar. Me choca la tía Verónica con sus comentarios malintencionados y de doble significación, pero es la persona más echada para adelante que hay en mi familia. Me chocan los padres de Wes, pero los adoro pues fueron ellos los que me tendieron la mano cuando fui abandonado. Me choca la abuela Moodie con su pecho catarroso y sus dolencias en el brazo, pero es la mejor abuela del mundo y, Barbie, claro que lloraré su muerte, aunque las lágrimas se me hayan secado. Me choca mi familia; me choca por ser tan desigual y dispareja; por ser tan grande y charlatana; por ser tan hijuemadremente diferente a mí y por hacerme enojar con facilidad. Me choca cuando quieren que hable y no quiero hablar, y me choca que la abuela sea tan sobreprotectora en ciertos aspectos. Me choca que esa casa siempre oliera a esa casa, y me chocó en un par de ocasiones el guineo pangado de siempre. Me chocan mis migrañas. Me chocan mis sentimientos. Me choca mi estilo de vida. Me choca mi inoportuna claustrofobia, y me chocó que en la infancia tuve que ser siempre el consolado y el llorón. Me chocan mis padres biológicos por haberme abandonado, y me choca mi familia actual. Sí, entendieron bien. Claro que me choca: pero me choca aún más el conocer que es la única familia en la que podré encajar y ser de alguna mágica manera feliz, inmensamente feliz.

El desahogo había acabado. Nunca había pensado de esa forma. Ahí sentado, nada más que poniendo a trabajar a la mente, se me habían dormido ambas piernas y el trasero. Una voz había roto con un cuchillo filoso la aparente calma de la situación.
—¡Brühl!
El apellido resuena en mis oídos.
—¿Qué hace él aquí?—se preguntan muchos.
—¿Por qué dijo eso?
—Esto está raro.
Los rebeldes miran con malicia al recién llegado, y Mary Cox lo observa extasiada. De un salto desciende de la colina en que estaba y se posa al lado de la Reina.
—Hola—le susurra, mientras yo desvarío por apartarlo de su lado.
—Hola.
—¿Cómo van las cosas por aquí?
La mirada castaña se pasea por las de los curiosos y los Rebeldes.
—¡Jefe! ¿A qué se refirió con eso de que alguien ha descifrado el Enigma del Milenio?
¿Jefe?
—Carlos…, amigo mío.
Siento bajando un tsunami por encima de nosotros, irreal, ficticio, con la velocidad de un ciclón enfurecido. Siento miedo, terror, y el nudo en la garganta me avisa de una tempestad. Siento ganas de llorar, pero el obstáculo de mi sequedad me oprime, sin piedad, sin misericordia.
—Por qué no te quedaste callado…
Un escalofrío recorre mi espina dorsal cuando veo, en cámara lenta, cómo saca un arma de su bolsillo y desencaja un balazo en el estómago de Carlos con una puntería envidiable, pues el tipo estaba a una distancia más que lejana. Los ojos de todos se desorbitan.
—¡Pero qué has hecho!—exclamó un rebelde mirando con impresión el cuerpo caído.
—Lo que debí hacer desde un principio, desde que lo conocí.
—¿Qué?
Una muchacha se tira al lado del cuerpo de Carlos a llorar desconsoladamente mientras los ojos pávidos de Mary Cox se incrustan en su rostro de perfil. Siento las gotas del tsunami que aterrizan primero en mi nuca y luego en mis hombros; el camuflaje se empapa.
—Ma-Marcus…
Un espasmo me recorrió la zona abdominal y veo que el líder de los Rebeldes introduce una de sus manos en su bolsillo. Presiento un ataque. Veo una extraña humorada saliendo del cabello de oro de la Reina, y otro espasmo me invade.
—Mary, preciosa, ¿por qué me miras de esa forma tan extraña? Desde un principio sabías que todo acabaría así.
Arboleda y Arath consiguieron llegar a mis espaldas, jadeando, igual o más sorprendidos que los mismos exiliados.
—A este tipo hay que tenerle miedo—oigo que susurra un nervioso exiliado.
En la espesura veo a los ojos cristalinos de Rocío aguarse, y me doy cuenta en el acto que todo este tiempo me estuvo observando. Con la mirada trato de encontrar a Wes por entre las miles de cabezas sucias que se alzan ante mí, pero no está ahí. Por alguna desconocida razón no está por aquí.
Brühl se frota la barba y dirige su mirada hacia mí, seca, cortante; peligrosa.
—Tú. Luces igual a tu padre, justo como aquel día.
¿Aquel día? (peor aún, ¿por qué mi mente está reproduciendo lo que dice ese bastardo?)
Frunzo el ceño, confundido, y él hace una mueca de placer, pero sus ojos son de dolor. Cuál es tu misterio, Marcus...
La mirada de depravado tristón desaparece de su semblante, y a continuación aparece una de locura descarnada.
—Me choca esa mirada tuya, prepotente. Como si fueras mejor que todos.
—Señor Brühl—Bocanegra lo agarró por los hombros—. ¿Qué le ocurre?
Silencio.
—Venga, tiene que calmarse.
—Estoy calmado, Bocanegra.
—Pues no lo parece, señor—me mira—. No se deje llevar por su mirada. Él mira así.
—Sí, yo lo sé. Lo heredó de su padre… aquel estúpido.
—Señor, no le permito que hable así de él.
La voz de Bocanegra se torna firme, como intentando defender el nombre de Zacarías Kant.
—No tienes ningún derecho a prohibirme o permitirme nada—dice mirándolo de reojo—. Pero ahora que lo dices, ¿sabías ya acaso que éste niño era hijo de Kant?
Bocanegra asiente apesadumbrado.
—Qué buena noticia—mira a Mary Cox—. Cómo te parece, Mary, que aquí todo el mundo asegura que soy el malo del paseo.
—¡Oye, Brühl!
El líder de los Rebeldes al parecer no aguantaba más las ganas de hablar.
—Qué es exactamente lo que planeas…
—A qué te refieres con eso.
—No creo que hayas matado a Carlos porque sí.
—Me caía mal.
—Marcus…
—¡Estás demente!—grita el Rebelde.
El alemán mira a Mary Cox con inquietud.
—No vayas a hacer ninguna locura—susurra ella.
—¿Locura, dices?—nos mira—. ¿Así tratan al que los salvó de morir en la miseria del pasado? ¿Al que gestionó la invención del Sagrado Microchip? ¿Así me tildan? ¿De loco? ¡¿Así tratan al médico que les tendió la mano?!
Me comienzo a sentir raro, como ido, perdido.
—Marcus… por favor—está hablando en alemán, y, extrañamente le entiendo a la perfección, sin tropiezos ni trabas.
—¡¿Pero qué quieres que haga ante semejantes ingratos?!—esto también lo dice en alemán. Ahora siento como si me hubiera fumado un montón de porros…
—Tener paciencia…
—¡Paciencia me pides! Amor, tú sabes que a ti te doy todo, mi schön, pero no eso, eso no. No me pidas que les tenga paciencia a estos mequetrefes…
—Yo te voy a dar tu mequetrefe…
El tsunami empapa ahora los antebrazos y los cartílagos artificiales de los brazos, con goteadas punzantes y dolorosas. La piel se eriza. Padre, hijo y espíritu santo, de verdad que nunca me había sentido tan vivo como ahora.
—¿Kant?—Arath me toca el hombro—. ¿Tú entiendes lo que dicen?
Sacudo la cabeza afirmativamente y de la impresión casi se va para atrás.
—Ajo—susurra Arboleda—, sabemos ruso.
—Es alemán.
—Hombre, la misma vaina: igual de enredado.
—No es lo mismo.
—Bueno, ya…
—¿Dónde lo aprendiste?—pregunta Arath.
—No es el momento ni el lugar para preguntar eso—contesto—, más bien déjenme seguir escuchando.
Entonces paro oreja a la conversación de aquellos alemanes, y en medio de la migraña a punto de germinar escucho algo perturbador.
—Mary… vamos, ¿podrás perdonarme todo lo que haré?
—Marcus. Qué piensas hacer, sinceramente.
—¿Quieres saber lo que planeo? Entonces te lo diré: planeo edificar un Nuevo Mundo mucho mejor que éste. ¿Qué te parece?
Padre, hijo y espíritu santo. El rostro de Mary Cox palidece en el acto.
—¿Cómo?
—Así como lo oyes. Y ese niño acaba de estropear mi grandioso plan. Tú y yo estuvimos a punto de ser los dueños y señores del maravilloso nuevo mundo que soñaba, aunque… —aquí su expresión cambia por una de extremada locura—. ¡Podría ser ahora mucho mejor! Sí, sí… ahora que lo pienso, ¡mi plan no se ha arruinado del todo!
Las caras de mis compañeros me buscan, insistiendo en averiguar qué sucedía.
—¿Qué dicen, qué dicen?
—Shhh.
Las voces de los susodichos se vuelven más bajas al darse por enteradas de que las estaba escuchando.
—Mary… mírame. ¿Vas a preferir estar al lado de semejante plebe tan burda que a mi lado?
—Marcus… por qué…
—¡Deja de llamarme Marcus! ¡Sabes bien que no me llamo así!
Estoy al borde del colapso.
—Déjame terminar con esto, ¿quieres, mi schön?
Ella no contesta, y le da tiempo al cuerpo de Brühl de volverse hacia nosotros. Éste nos mira con un dejo de satisfacción en el rostro.
—Muéstrame qué descubriste, Immanuel Kant.
El rumor de mi nombre me despierta de mi disimulado letargo. Parpadeo lentamente, y siento cómo la migraña está carcomiendo mis sienes. Trago saliva, en un intento por ganar tiempo porque francamente no sé qué decir. Es verdad que completé la ecuación con los números que consideré posibles, pero no estoy seguro de mis respuestas. Sin embargo, este tipo asegura que lo resolví. El silencio se vuelve molesto, y me quedo contemplando el latir pasmado de su ceja.
—Kant…
Arath no deja de mirarme, de presionarme. Comienza a molestarme. La gente comienza a abultarse detrás de mí, a la expectativa, pendientes a cada aire de mi respiración, a cada golpe de mi corazón; está pendiente de gozar cada milímetro de mi humanidad. Arath, Arboleda, los Rebeldes, Bocanegra, Salamanca… hasta siento a Daniel y a Rocío acercarse lentamente. A Wes no logro localizarlo aún… Te veo venir, claustrofobia.
—Aléjense de mí…
La presión, la sofocación, el miedo. El nudo en la garganta, el sudor frío, la respiración entrecortada. El sopor, la angustia, las ganas de salir corriendo. La migraña en su máxima potencia, la saliva gruesa atravesando la faringe. Las gotas de sudor quemando las venas del cuello, los labios ácidos y empapados, los ojos líquidos. Todo, todo junto. Todo converge al punto de querer estallar. Mi cabeza no da para tanto, Dios.
—Aléjense de mí…
Arath retrocede confundido. La mirada de Brühl sigue contemplándome.
—…por favor.
Trago saliva una vez más, y el resto de gente se mira. Con las manos en la cabeza, entrecerrando los ojos, trato de imaginarme en mi lugar feliz: aquella negra habitación en la casa de Mamatoco, encerrado, sin luz ni más ruido que el de mi propia respiración, solo, con la oscuridad a mi merced. Mary Cox está perdida, desconcertada, contraída de rostro. Su cabello ya no brillaba, y me preguntaba por qué. Quería besarlo. La migraña punteó gravemente, y la claustrofobia me obligó a arrodillarme con las manos aferradas al cráneo.
—Descubrí que todo esto es una farsa—empiezo a decir, articuladamente, sin ninguna muestra de dolor jadeo cuando percibo las miradas punzantes sobre mí, absortas, totalmente agarrotadas—. Armageddon es la más grande farsa de todos los tiempos, y… ah, usted…, usted es el más grande embustero del mundo.
—Kant—oigo la voz trastabillada de Bocanegra—. ¿Qué estás diciendo?
—Adrián Brühl. Cincuenta y tres años. Inverosímil médico. Impresionante abogado. La hazaña maestra. Tu ópera prima casi que se lleva a cabo—digo y veo el ligero estremecimiento que sacude su cuerpo—. Me temo que no podrás terminarla… te hubieras llevado toda una vida de esfuerzos.
Miro a Mary Cox, que pareciera que ni siquiera estuviese atendiendo a la conversación. Mi reina, qué te pasa es lo que pienso, mientras con una mano me froto el estómago y con la otra le pecho, ahí, arrodillado, sumiso.
—Continúa—insistió Brühl.
—Ah… en el banco AV Villas. En la Academia a la que asistí. En un leño carcomido por el comején de la destruida biblioteca del centro. En las raíces de la Iglesia de la Medalla Milagrosa. En el parque de los novios.
—¿Qué estás diciendo, Kant?—me preguntaba en voz baja Arath.
—…los suburbios de Armageddon. Brillante, debo decir. Las descubrí por pura casualidad.
—Ah, ¿sí?—musita con cinismo el alemán.
—Yo ni siquiera tenía intención de resolver el Enigma, pero cuando me di cuenta ya había rellenado más de la mitad de los espacios en blanco. Al final no se dio una ecuación sino una fila de números sin sentido, sin orden aparente—la migraña no me deja hablar—. La palabra XANTANIUM…
—Debí matarte cuando estabas recién nacido—mira al populacho—; ¿pueden creerlo? ¡Acaba de dañar nuestro hermoso porvenir, nuestros sueños, nuestras metas! Las cosas que tenía planeadas, Mary, todo lo que nos esperaba… ¡en mi nuevo mundo! ¡Nuestro hermoso…!
No puede más y cae de rodillas, inundado en lágrimas.
—Ah, si sólo hubieses vivido para ver esto, padre—dice en alemán, totalmente acongojado.
Llora amargamente. Ahora las miradas no son de odio sino de tristeza.
—Brühl—musita un Rebelde—. Creo que te han derrotado.
—Calla…—se gira para ver el cuerpo estático de Mary Cox—. Bella, bella mía, mírame.
El rostro robótico de Mary Cox, desconsolado, lo contempla.
—Marcus… eres un pecador.
—Lo sé. Yo lo sé.
—Todo lo que vivimos… todo lo que sufrimos para que este mundo reluciese…
—¿Todo es una farsa?—susurran las voces necias.
—Armageddon ni siquiera aparece registrado en el mapamundi—prosigo—. Nunca existió ese Nuevo Mundo. Y todos los que llegaron a la misma conclusión murieron bajo tus manos, asesino, bajo tus despiadadas y corruptas manos. Todos, todos los ilustres, científicos, filósofos. Pretendías dejarnos sumergidos en el subdesarrollo.
—Pero me faltó uno.
—Tú en realidad no querías ayudarnos; querías destruirnos. Las cruces negras no fueron puestas porque así se quiso, no; ellas constituían una bomba de ancho diámetro. Esta porquería de chips dizque para la respiración, todo ese compendio de mentiras de la guerra y la radioactividad. Aquí no pasó nada y no pasará porque ya se descubrió tu verdad. Maniobraste bien al enterarte de que alguien planeó ganar dinero haciéndole publicidad a esa Verdad tan siniestra elaborando ese absurdo Enigma, y te viste en aprietos, sí, pero lograste salir bien librado de ellos. Dijiste a la plebe ignorante que sólo se trataba de un juego, y a los que viste con presuntas intenciones de ir más allá simplemente los aniquilabas.
Pauso para respirar. Arath cae arrodillado también. Oigo llantos femeninos, y por alguna extraña razón distingo el de Rocío.
—Los que pudieron resolver el Enigma del Milenio se dieron cuenta de la farsa en la que hemos estado sumergidos desde que comenzó este nuevo milenio, toda ocasionada por este insensato de aquí enfrente.
De repente, un pensamiento sucio y perturbador invade mi mente.
—Sólo espero que la farsa no te involucre a ti… mi Reina…
El cuerpo de Mary Cox empieza a convulsionar.
Täuschung… täuschung…
Repite esa palabra sin cesar. Me acaricio la sien adolorida. Brühl la mira con frialdad.
Täuschung... täuschung... täuschung... täuschung... täuschung...
¿Qué rayos le ocurría? Me encuentro ensimismado en sus convulsiones, ahí de pie, firme, con la mirada fría de siempre estancada ahí. De improviso una angustia aterriza en mi corazón. Comienza a llover. Su cabello de oro expulsa vapor más fuertemente, el olor a quemado se apodera de la escena. Unas tuercas salen por los aires. El cuerpo de aquel artefacto robótico y obsoleto que no podía ser mi Mary Cox cayó al suelo, partiéndose en mil pedazos. El pedacito lento de So many times comienza a sonar en mi cabeza. El tsunami aterriza bruscamente en mi cabeza. Los ojos se me inundan de lágrimas. Comienzo a jadear, a tragar bocanadas de aire mezcladas con aquel humo infernal. Siento las miradas de todos sobre mí, sobre mis mejillas hinchadas, sobre mis ojos más líquidos que nunca. Alzo la vista hasta el cielo estrellado sobre mí y observo que estoy equivocado, que no hay una sola estrella. Pienso en Kant, pienso en Ellen, pienso en mi papá. Rememoro extrañamente el momento en que partí aquel juego de copas de vidrio en la casa del señor Román, en un ciego momento de desahogo, y recuerdo que él me abrazó cuando caí sentado y con la cabeza hundida en mis brazos. Todo. Todo un maldito engaño. Toda una farsa de vida. Dios, a quién no le entrarían ganas de suicidarse por eso. Mi casa, Mamatoco, este nuevo milenio, este enigma, Mary Cox… Mary Cox. Ahora todo estaba muy claro. Sí, un cuerpo así no hubiera podido durar más de mil años. Tenía que terminar así. De esa cruenta forma. Y yo lloro como un niño pequeño, como nunca he llorado ni lloraré jamás. Mi mente evoca aquel extraño arrullo de mi remota infancia, aquel que me cantaba una mujer que no recuerdo, aquel que decía “está lloviendo, lloviendo. Oh, está lloviendo, lloviendo. Ven a mí, mi bebé, ven a mí. Oh, Señor, está lloviendo a cántaros, está lloviendo… qué escampe, Señor, que escampe ya”. La sonrisa blanca y perfecta de la razón de mi vida apareció, apoteósica en mi mente, junto con su mirada celestial y penetrante, impasible y sublime. Su bello cuerpo ahora mancillado y destruido. No, no lo podía asimilar. Perdonaba que se hubieran metido con la farsa de mi vida, de mi ciudad, de mi vivir. Pero no perdono que se hayan metido con lo más preciado para mis ojos, lo único por lo cual valía la pena luchar. Aquel ángel por fin descansó, y cayó destrozado en el suelo, como cualquier pedazo de chatarra chocándose contra el pavimento. 

Mary Cox, mi bella Mary Cox. Sucumbiste de la forma más ingenua al engaño, al fortuito engaño. Ni siquiera pude besarte, y ni en tu lecho de muerte me atreví a decirte cuánto te amaba.

Hecho un mar de lágrimas, ahí arrodillado, había contemplado cómo el rostro robótico aún resplandeciente de mi Mary Cox se desvanecía en la grama, espesa y húmeda, de aquella colina exiliada, un indigno terreno para la expiración de la Afrodita materializada.



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