domingo, 7 de octubre de 2018

Cielo estrellado sobre mí: 13

XIII.

—¿Quieres más, Immanuel?
La esposa del señor Román siempre me regañaba porque callaba, porque no decía nada. Me decía tienes que hablar porque si no hablas no sabré cuándo quieras algo. Y casualmente uno de tantos días habíamos cenado una rica pasta. Por supuesto que quería repetir, pero no me atrevía a decir nada. Milagrosamente ella leyó mi mente, y con cierto orgullo me sirvió una ración más. La abuela también me regañaba por eso cuando me la quedaba mirando, callado, calladito ahí frente al sartén de huevos pericos. En la Academia no cesaron de incitarme a hablar, pero el señor Román me defendía diciendo que yo no estaba ahí para hablar sino para aprender. Incluso en el ejército me rogaban que hablara, que no pasara la mayor parte del tiempo con las narices metidas en libros; y yo contrarrestaba diciendo que yo estaba en el ejército en contra de mi voluntad, que lo que más me importaba en la vida era leer, y si estar ahí me lo iba a impedir dimitiría. Por suerte jamás se volvió a hablar del asunto.

La línea negra me rodea, serena, y me produce cosquillas. Ahora sé que la chica de lentes me observó todo este tiempo; sí, porque me había percatado de su presencia detrás del cuerpo de Mary Cox cuando cayó a desparramarse en el suelo. Ella sabía desde mucho antes que yo que todo terminaría así, que mis sueños, expectativas e ideales terminarían de esta manera. Sabía que el que resolviera el Enigma tendría que derramar amargas lágrimas como las que boté. Sabía también que la cosa más bonita que han podido vislumbrar mis ojos tendría que expirar así. Todo había sido maquinado por ella junto con su horroroso garrapateo en aquel papel del demonio. Su pluma recuerdo que paseó impasible mientras el rumor de mi sufrimiento puyaba mis mejillas. La veo ahora, distante, siniestra. Está escribiendo en un libro. ¿El libro de mi vida, tal vez? Quién sabe. Ah, lo más seguro es que ya me haya vuelto totalmente loco. Debo decir que ya no me quedan fuerzas para hablar ni para llorar. Lo único que quiero ahora es pensar: pensar en todo. Pensar en nada. 
Ah, y entonces me doy cuenta del jodido bochorno que muestra que toda esta plebe fue testigo de mi lloradera. Pero al final Wes había aparecido, y el cuerpo de Mary Cox seguía ahí desparramado, con el único ojo humano bien abierto, pero ahora su cabeza reposa en mis rodillas y yo le acaricio el cabello de oro. Bocanegra se me acerca, totalmente conmovido. Me toca el hombro, me dice que me calme. Al otro lado encuentro a Rocío, con sus ojos bellos y líquidos mirándome con lástima. Wes también se me acerca, y a él también se le aguaron los ojos. Como que me han echado tierra en los ojos, porque ahora no sé a dónde se ha ido Brühl. Arboleda se da cuenta de mi búsqueda y me toca, haciéndome señas para que mire detrás de mí y observe cómo los Rebeldes se lo llevan, apresado, para establecer su propia justicia. La Verdad también la sabías, ¿no? Claro; era de esperarse, oh asombrosa niña de lentes. Sí, pero ahora no te escucho, ni tú me escuchas. Kant, me dicen. Que me calme, me sugieren, pero desconocen que estoy calmado, aun cuando tengo las mejillas empapadas y coloradas. Observo ahora, con la mirada empañada, el cuerpo de Arath desmayado con los brazos extendidos. 
—Qué le pasó—pregunto con voz entrecortada.
—El marica éste—dice Arboleda—; de la impresión se desmayó. 
Observo a Rocío, quien olvida de pronto nuestras diferencias y me abraza fuerte. Sus crespos azabaches se entrelazan con mi cara adolorida. Sus lágrimas bañan mis orejas. Le digo Rocío, no llores, que no tienes por qué ponerte así cuando no ha pasado nada. No me hace caso y las gotas siguen cayendo.

Debo decir ahora que a partir de aquí todo lo que conocíamos cambiará drásticamente. El tsunami, con todo y el trauma que me ocasionó, había sido principio y profeta del inesperado fin. Había predicho bien jeroglíficamente la muerte de Mary Cox. Digo, por supuesto que no quería que mi Reina terminara así. No, claro que no. y supongo que por eso no considero éste un final feliz. De hecho no lo fue, puesto que en verdad estoy muy triste; pensaba que recibir el dineral del premio del Enigma del Milenio iba a cambiarme el semblante, pero no fue así. Estaba engañándome, pues mi corazón está todavía destrozado. Hasta los semblantes de las personas que me dieron el premio estaban confundidos, tristes. Todas esas atiborradas verdades, de que toda la vida amé a un androide, a un objeto, a una cosa sin alma, junto con la de que toda la vida estuve engañado aparecieron en cámara rápida; no pidieron permiso, y debo decir que todo eso terminó por ahogarme en mi propio charco de lágrimas. Ahora mismo me siento en un frasco de vidrio repleto de ácido, en el que mi cuerpo se está deshaciendo lentamente después de haber recibido despiadadamente, como una afilada cuchillada, la noticia final. Mi cuerpo anduvo siempre oculto en aquel manto purpúreo y mentiroso que Armageddon y su Ministerio se encargaron de colocar ante mí. Ahora puedo decir que me cago en Adrián Brühl. Por eso es que no me caen bien los médicos. De otro lado, lloré. Dios, me desahogué. Por primera vez en muchos años lágrimas abundantes se deslizaron por mis mejillas, ardientes y secas. Bueno, al fin y al cabo a estos cachetes les hacía bastante falta hidratarse. Mis poderes cuasi-telequinéticos me permiten augurar un mañana mejor, muchísimo mejor que el que propuso el ministro en el Acta. Nacerán plantas y flores reales, hermosas todas ellas; habrá niños y niñas más inteligentes, por ende un proletariado más ilustrado, y ya no se hablará más de Armageddon ni de la farsa del Enigma del Milenio. Les puedo decir que, por mi parte, presenciaré las incontables ideas taladrando mi cabeza. Vagarán insistentemente por mis neuronas, de eso estoy seguro. Ideas la mayoría de ellas frustradas, sueños inconclusos, y la idea de las cosas que haré antes de morir. Las novelas, cuentos que escribiré serán diferentes, pues narrarán historias fuera de lo común, y Armageddon, perdón, Colombia estará orgullosa de mí. Pasaré a la historia como el nobel más joven, y me verán y sentirán que están hablando con alguien imponente y sublime. Espero que Kant filósofo, donde quiera que esté, esté observando y enorgulleciéndose de su tocayo. Vaya, ese sería el éxtasis de mi vida, la cúspide del sentimiento. Incluso ahora tengo más ganas de llorar. Y lloro. Claro que lloro. Lloro porque ya no tengo ni tendré barreras. La sequedad por fin se ha extinguido, y aquel arrullo de madre que estuvo rondando mi cabeza insiste en ser cantado, en ser escuchado. Oh, la voz dulce y tierna de aquella extraña mujer. Extraña, sí, pero resulta serme a la vez muy familiar. Siniestramente familiar. Pero reacciono y admito que ya no me da miedo sino regocijo, regocijo porque ahora, tras el manto caído de Armageddon, sé con plena certeza que se trataba de mi madre.

Más tarde estaré sentado en una silla acolchada. Estaré leyendo El Gato Negro, y al mismo tiempo estaré escribiendo en un papel añejo y amarillento. A mi lado tendré a Barbie, quien me preguntará qué tanto escribes; y yo le responderé que no sé, ¿y entonces quién sabe? Me preguntará, y yo le diré simplemente que lo único que sé es que vivo para escribir. Ella me dirá ¿y quieres algún día vivir de tus cuentos e historias?, y yo le diré que puede que viva para escribir, pero no pretenderé escribir para vivir. Y entonces descubriré ahí la misión que vengo a desempeñar en el mundo. Muchas personas me preguntarán si continuaré estudiando diseño, y yo les diré que sí, que es de una u otra forma la carrera que se tenía preparada para mí, y con todo y las materias que no me gusten voy a terminarla, pues no me gusta dejar cosas sin terminar. Al fin y al cabo, no todas las cosas del diseño son malas. En la Academia Superior de todas formas conocí mucha gente interesante, me culturicé en música clásica y vi muchas películas extraordinarias. Tuve mi primera novia, mi primer beso oficial y obtuve finalmente unos amigos de verdad, pues aparte de Wes fue con ellos con quienes tuve más de una sospechosa conversación; aunque las migrañas se multiplicaron, me pareció la mejor primera época universitaria que tendré jamás. En un futuro muy cercano me graduaré, puesto que nada más me queda año y medio de carrera. Publicaré mi novela, y seré finalmente un feliz ilustrador de libros y revistas. Sí, ilustraré mis propias obras literarias, y por fin estaré efectuando lo que me apasiona. La abuela me preguntará, algún día de estos, ¿y por qué carajos no escogiste la literatura como carrera desde un principio?, y yo le contestaré que ajá, porque no lo había pensado, y que además la escritura la descubrí como pasión el año pasado. La abuela hará el mohín de “ahí estás pintado” y yo me reiré. Se me aguarán los ojos, miraré al cielo y luego a Sally que se aparecerá por detrás de mí, pellizcándome los abdominales. Ahora sí lloraré las muertes tempranas de Poe y de Camus, y lloraré con ganas, pues son ellos los más grandes ídolos literarios que tengo. Sus obras son geniales, si vamos a ello. Las recomiendo. Ah, y por otra parte comenzaré con mi vida crediticia, la vida que tanto me insistió el señor Román; con ayuda de los dígitos de mi empolvada cédula les compraré la nueva tarjeta SIM de los BlackBerry a las niñas, compraré el mp3, mp4 o mp5, el que venga primero, y escribiré, escribiré y escribiré hasta morirme con un lápiz en la mano. Oh, sí, escribiré hasta morirme, y en mi epitafio se leerá: escribió y escribió hasta que más no pudo su corazón. Poético, lo sé. En algún momento me tendré que despedir de la tía Verónica, de Wes y sus hermanos, cuando estén a punto de irse al extranjero, y las noches siguientes lloraré como una nena al estar sin alguien con quien hablar. Y entonces recordaré a los amigos de la Academia superior, y me consolaré sabiendo que Wes no tardará en regresar, que a pesar de todo no se olvidará de mí ni de las historias bizarras que inventamos. Que a pesar de la distancia mantendremos el contacto y para cuando den las campanadas de las doce de la noche del treinta y uno de diciembre él y los demás estarán de nuevo a mi lado, acordándonos de Jade y de Chloe, de Ornellita-chan y Owii-chan y de Dizzy, cuyas personalidades sólo nosotros dos conocemos, y me dirá una vez más que tengo un talento especial, y es el honor de hacerlo reír.

Algún día me preguntarán: Kant, ¿a ti no te gustaría ser filósofo como tu tocayo?, y yo les diré que no es mi intención ser otro sapo en la historia, que más que suficiente tienen con aquél, y que lo mío ni siquiera estaba en el derecho. El señor Román dijo una vez apesadumbrado que ya nadie quiere ser abogado, pero le hubiera contestado que fue gracias a él y los innumerables libros de su biblioteca que pude explorar el mundo de la lectura, inaugurado desde aquella vez que me perdí en la sección de libros para niños de de aquel centro comercial. Ahora digo que si nada más hubiera sido por ver sonreír a mi papá, sin pensarlo dos veces habría estudiado derecho, pero entonces se me viene a la mente que derecho implica defender delincuentes, y también recordaré a la abuela con su sermón que el derecho implicaba otras cosas más, que no sólo eso, pero esas otras cosas más recuerdo que tampoco me las dijo. Por lo que me tocará decir que fue el diseño gráfico lo que en verdad me llamó fuertemente la atención, la ilustración mi más grande afición y la escritura mi más grande pasión.

Y ya después de haber pensado en lo que me deparará el futuro, después de haber malgastado un par de instantes en estos locos pensamientos, me doy cuenta de la línea negra que ahora me rodea y toca con mayor intensidad; la chica de lentes está llorando, llorando conmigo. Trato de hacerle señas con la mano, diciéndole que venga hasta acá, diciéndole que, aunque es una farsa todo esto, aquí a mi lado conseguirá al menos calmarse de todos los problemas que veo que sufre. Ella niega con la cabeza, y con señas me trata de decir que ella también tiene que terminar lo que empezó. No comprendo, en todo caso, las intenciones que tiene, pero entonces abro bien los ojos y me doy cuenta de que mis brazos están despegándose de mi cuerpo, como despedidos mediante una ráfaga de aire, y son ahora succionados por la pluma de la chica. La pluma a su vez cae, garrapateando nuevamente en el libro, y ahora son las piernas las que se me despegan. Los cabellos, los hombros, la cintura, el pecho, todo eso me lo succiona en cámara lenta, con movimientos bastante ralentizados. Entonces pienso que todo lo que viví pareció haber salido de alguna obra de ficción, y es cuando me percato de que mi vida estuvo repleta de planos y movimientos de cámara, como en una película. La chica me dice, con señas, que no hay mejor historia que la contada por uno mismo, y soy totalmente consumido por la feroz línea negra, hambrienta, de enérgico poder, y bastante arriba de mis ojos se cierran aquellas famosas páginas blancas, añejas, repletas de contenido, hasta dejar a mi vista nada más que trazos y caracteres extraños, y así me quedo y quedaré, hasta que la chica de lentes decida sacarme alguna otra vez en un futuro.




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