Les voy a contar una curiosa historia. Hubo una vez, en algún pueblo remoto de la metrópoli sin nombre, una época tan aletargada y somnoliente en la que había que tomar café cada seis segundos para si quiera espantar una mosca; una época en la que se veían millares de gente tirada por las calles durmiendo a cada momento, y en la que hasta los hospitales estaban cerrados por la inminente inconsciencia de sus médicos. Fue una época en donde las mujeres daban a luz anestesiadas y en donde hasta las lombrices de tierra dormían. Durante esa tiempo, entre bostezos y restregadas de ojos, entre cafeína descontrolada y ojeras imborrables, nació Gregorio Rubio, el más grande y genial hacedor de historias.
Aquella peste duró lo que duran tres inviernos y cuatro primaveras. Las autoridades y el gobierno de las ciudades aledañas a la metrópoli sin nombre hacían lo que podían para detener esa peste, pero cada esfuerzo terminaba por ser en vano, y todas las ganas y el empeño colocados se dispersaban en cuestión de segundos.
Lo extremadamente preocupante era que, si un habitante de la metrópoli llegaba a dormir más de diez horas, eran pocas las probabilidades de despertar.
De todos los habitantes de aquella metrópoli, Gregorio era alguien que resaltaba. Para ahuyentar el sueño procuraba siempre poner delante de sus narices un libro o revista. Esa era su afición, la misión que vino a desempeñar en el mundo, señores. Se debe decir aquí que Gregorio era alguien fenomenal, incomparable, único. Absolutamente original y extraordinario. Decir esto de él se quedaba corto en lo que respectaba a su grandeza, señores. Su imaginación no tenía límites de ningún tipo. Posterior a sus hambrientas ganas de leer, estaba su amor por inventar historias. Las sacaba de cualquier cosa, de cualquier situación y sobre cualquier persona. Ciertamente nadie se salvaba de los cuentos de Gregorio. Todo lo tenía archivado en una bitácora de pasta roja, cuyas páginas apenas se leían por las pesadas gotas de café que mancharon su blancura. Día y noche, después de desayunar, almorzar y cenar, Gregorio se dedicaba a su "deber". Consumía libros como arroz; en la mochila sólo cargaba la biblia y su bitácora. En la metrópoli era conocido por sus inéditas redacciones de pasajes de la biblia, y por escribir un nuevo y original evangelio. Como era temeroso de Dios, pensó en dejar de escribir sobre ese tipo de temáticas, por lo que de esa manera se dedicó entonces a escribir historias tan originales como su imaginación se lo permitiera.
Ganó generosos premios durante toda su corta vida. Cada que bostezaba el gobierno era para congratular a Gregorio, y sus familiares estaban orgullosos de él. Gregorio entonces se convirtió en una persona célebre, en la nueva revelación.
Las revistas y periódicos de la metrópoli sin nombre estaban repletos de las historias de Gregorio, y las editoriales estaban hasta el cuello de sus libros. En cada esquina no se hablaba de nadie más que de él.
Pero un día hubo escasez de café en la metrópoli. Ya eran pocas las personas que se mantenían en pie. La escasez también entró en la casa de los Rubio, y Gregorio ya casi no escribía historias. Llegaba a dormirse cada vez más seguido encima de alguno de sus libros, pero despertaba repentinamente, con los ojos entrecerrados, para buscar algo con qué escribir. En sus sueños también se desenvolvían grandes historias. El talento era innato, señores. Gregorio Rubio fue único en aquel pueblo extraño.
Y así Gregorio fue escribiendo más y más historias, y todas ellas se convirtieron en películas y obras de teatro. La gente medio dormida de las salas de cine aplaudía aquellas historias, y quisieron ver a Gregorio en una tarima para que recitara una de sus millones de historias. Pero en una ocasión Gregorio cayó en un profundo sueño, del cual lamentablemente no volvió a despertar.
El café no volvió por aquellas tierras, y ya sin Gregorio Rubio los ciudadanos de la metrópoli sin nombre no tenían entretención o distracción, por lo que no tardaron mucho en sucumbir a Morfeo, y dormir hasta que se saciaran.
Y un día ya no había un sólo habitante despierto en toda la metrópoli sin nombre. Por aquellos tiempos, a la infraestructura de la ciudad también le dio sueño, y tampoco demoró en hundirse en el letargo, y entonces todo aquel pueblo quedó en el más grande de los olvidos y hundido bajo metros y metros de arena.
No. Esa ha sido otra historia desastrosa. Ya no hallo qué inventarme, señores., pero como hoy he exprimido hasta más no poder mi cerebro, descansaré un rato. No teman, que no dormiré. De hecho, no dormiré jamás.
Prometo regresar a contarles más historias sobre la metrópoli mi nombre, porque esa es mi misión en este mundo. Sí señores: aquel penoso día no dormí, y no he dormido más. Ya ni siquiera espabilo. Hasta que no encuentre algún día la más genial historia que pueda redactar, mi mente no dejará descansar a mi cuerpo, y entonces estaré esclavizado a contar historias hasta morir. El problema es...que ya no se me ocurren historias. ¿Alguna sugerencia?
ja jajaajaaaaa!!!
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