jueves, 9 de junio de 2011

Intrinsecum

Las nubes se dispersaron y dejaron chorrear una vez más aquel rocío triste y transparente sobre su rostro. Nadie hubiera adivinado que lloraba, pues eran gotas de triste rocío y nada más.
No había bulla, no había silencio.
No había gloria, tampoco resentimiento.
Sólo reinaba el hastío de la paciencia y el contenido de la nada.
Detrás de él, las rejas se quebraron, y delante, los postes le rindieron pleitesía.
En el preciso instante en que sus puños se cerraron, las herraduras de los caballos se enterraron en el légamo y las antenas con sus cables se contrajeron.
La lluvia fue testigo culpable.
Las nubes enjugaban con escupitajos sus labios. Sus mejillas brillaban con cada relámpago, y sus puños palidecían terriblemente. Los postes se encorvaron hasta romperse en el suelo. Los caballos relincharon y relincharon hasta que, exhaustos, cayeron recostados sobre su propio excremento.
Respiró fuerte, valeroso. Se tronó el cuello, se sacudió y se percató de que tenía las rodillas dormidas.
Miró hacia arriba y sus ojos parecían palpitar al ritmo de las gotas de rocío. Una rabia incomprensible e inimaginablemente enorme le surcó por la espalda como un cruel escalofrío. Sus sienes sudaban líquidos fríos pese al calor de aguacero que se cernía. Los dientes de los caballos crujían en un intento por escapar del fango que los consumía poco a poco...
Y al final desapareció, llevándose con él todo; las antenas con sus cables, los postes, los caballos, todo. Todo se consumió en un arranque de furia y desazón.
Después apretó más las manos y cerró fuertemente los párpados. Los ojos inexpresivos de las bestias vieron cómo sus cabellos se sacudieron con violencia.
Un último relámpago alcanzó a iluminar la resplandeciente silueta metálica del más grande de todos los transformados.
Y para cuando quise voltear ya todo había quedado en negro. 

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