jueves, 2 de junio de 2011

La Resurrección del Literato

Las ramas de los árboles se separaron, los vellos en las pieles se erizaron y el piso allá abajo tembló. Y fue entonces cuando lo vieron las damas y los caballeros. Vieron cómo el literato brotó del lodo, del fango, de la sangre y del polvo. Vieron cómo renació de aquellas oscuras cenizas, tal y como en otrora lo hiciera el ave fénix en la plenitud de su gloria. Vieron cómo sobresalió del escupitajo hecho por aquel que lo subestimó. Vieron cómo resucitó de entre las palabras muertas y endebles que yacían en el piso.
Y vieron además que no necesitó de viacrucis ni novenarios para ello.
La blanca mano de Él fue la única verdaderamente capaz de hacer salir al literato de su encierro aletargado. La blanca mano de Él fue la única verdaderamente capaz de pronunciar aquellas las palabras necesarias para su resurrección.
El literato no hubiera podido por sí solo haber resucitado, pues necesitaba del empuje, del arranque, y de infinitas ganas. Pero, por sobre todo, necesitaba del apoyo de un determinado monto de individuos. No de cualquier individuo, no. De unos previamente escogidos, unos que estuvieron desde tiempos antiguos dispuestos a morir con él.
Todos ellos los que influyeron en la resurrección del literato habían juntado sus manos aquel fatídico día y habían sudado frío bajo la humorada opaca que se revolcaba por los aires. Habían escuchado los blues de la guitarra desgarrada y habían lagrimeado bajo el azufre de aquellas las cenizas del olvido inminente. Habían sido torturados bajo el yugo de la aurora y habían casi perecido bajo el seno de la penumbra. Sólo así, sólo de esa manera el literato pudo renacer del dolor y de las lágrimas, y sólo así pudo resurgir de las tinieblas y palmear una vez más el firmamento aún turbio e insuperable de las letras.

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