martes, 22 de septiembre de 2020

6 de septiembre de 2020


Me vi a mí misma convertida en una niña y corría a través de una casa gigantesca y sofisticada. Todas sus paredes y el piso estaban tapizados con alfombras estampadas y aterciopeladas. También era laberíntica, toda llena de escaleras, y muchas de ellas daban a callejones sin salida. Mientras corría, miré sobre mi hombro y vi que un hombre grande y gordo, vestido de chef, me estaba persiguiendo. Su ropa blanca estaba manchada de sangre y blandía una desdentada hacha de cocina arriba de su cabeza. Sus ojos parecían los de un desquiciado, desorbitados, de cristalino amarillento y pupila diminuta, éstas echadas hacia atrás, y las venas de los ojos estaban supremamente dilatadas y coloradas. No pasó mucho tiempo antes de que me atrapara. No sentí dolor alguno. Era como si estuviesen acuchillando una y otra vez a alguien que no era yo, pero desde mi punto de vista. Y, por su puesto, hubo sangre. Mucha. 
Volví a verme a mí misma, pero esta vez estaba convertida en un gato. El mismo chef seguía acechándome. Esta vez, cuando el chef me atrapó, sí vi todo: me degolló de un solo manotazo. Fue un corte limpio. Sentí un pinchazo de dolor momentáneo. No derramé ni una sola gota de sangre. 

Por alguna extraña razón no morí… o tal vez ya no era aquel gato, y después me di cuenta de un ruido que poco a poco iba haciéndose más fuerte. Una suerte de desfile se llevaba a cabo en la calle. Me asomé y vi que se trataba de una banda marcial tocando y vitoreando en medio de una estrecha calle. De pronto sentí otro ruido que provenía esta vez de dentro de la casa y me di cuenta que era Moka, mi gata, quien se retorcía una y otra vez en una serie de arcadas horribles. Toda ella estaba bañada en una espuma color crema, como un vómito lechoso y espeso. Me sentí mal por ella y al cabo de unos minutos eternos, luego de que terminara de vomitar más masa blanca, la cargué en brazos y la llevé al lavadero para bañarla.

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