martes, 7 de diciembre de 2010

No me volveré a caer, lo juro...

La ola tempestiva de calor sacudió, de manera irrefrenable, todo mi frágil cuerpo. Hizo que aterrizara inevitable y dolorosamente de espaldas en la arcilla punzante del suelo. Mis patas trataban de ayudar incorporarme, pero las garras despiadadas del viento lo impedían, haciendo que todos mis esfuerzos fueran en vano. El cosquilleo en la médula se hizo cada vez más insoportable. Lágrimas voluminosas se derramaron desde las esquinas de mis ojos, y aquel sudor frío y molesto se deslizó por mis antenas. Una persona vio cómo me debatía, entre desesperada y ansiosa, ahí tirada en el suelo; vio cómo inútilmente trataba de levantarme, y no hizo nada para ayudarme. Vi las comisuras de sus labios deformarse hasta generar una sombría sonrisa, como burlándose de mi inminente tragedia. Más lágrimas surcaron mi rostro compungido, y más fue el golpeteo de mis patitas contra el viento desgarrador cuando vi que a mi alrededor aparecían extrañas sombras de tamaños irregulares. Entonces vislumbré con más claridad las caras de aquellos Carroñeros sinvergüenza, cuyas mandíbulas babosas buscaban a toda costa saciar su apetito. Con cara de científico loco una de esas bestias se me acercó, y sus dientes filosos se insertaron en uno de mis costados. El dolor fue tenaz, arrollador, desmesuradamente insoportable. Aquellas hormigas despiadadas sin duda estaban a punto de darse el festín de sus vidas. Despedazaron todo mi ser; mis entrañas salieron a flote, las patitas ya no me pertenecían pues estaban entre los labios descarados de uno de los Carroñeros. Ahora sí que menos podía incorporarme, y las lágrimas pronto pasaron de tranquilas a ser exageradas, fuerte el llanto y pesado el velo mortecino que se abalanzaba sobre mí...
Descubrí entonces que mi llanto no era de tristeza sino de una risa disparatada de cuestionable procedencia. Comprendí al poco tiempo que mis entrañas no estaban fuera, ni desprendidas mis miles de patitas. Observé que aquellas mandíbulas babosas metamorfosearon de repente en bracitos traviesos cuyos dedos inundaban de cosquillas mis pobres abdominales, y a aquel ser que disfrutaba verme en tragedia lo vi desternillándose aún más de la risa. Lo entendí todo, señores. El terror inicial por fin se había disipado, y todo por haberme quedado contemplando la muerte de una desgraciada cucaracha cuando fui al baño hacía dos minutos.

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