Hubo una vez dos niños, dos niñitos hermosos. El uno se llamaba Félix y el otro Carlos. A Carlos le decían, de cariño, Carlitos. Félix no tenía apodos, pues Félix no es un nombre que pueda acortarse para generar algún infinitivo; además Felixito suena muy feo, por lo que en este relato quedará simplemente como Félix
Estos dos niños eran gemelos. Gemelos de alma y corazón. Vinieron al mundo a la misma hora y casi al mismo minuto, si no fuera porque la vagina no es tan grande para soltar dos retoños. Estaban enteramente unidos, sus corazones casi eran uno sólo, y todo lo hacían juntos, desde ir al baño hasta dormir.
Incluso murieron juntos.
A los gemelos los diferenciaban por gotas de sangre. Sabían que se trataba de Félix, quien cuando se ponía nervioso o agitado comenzaba a sangrar por la nariz.
Hubo otra vez un hombre que tenía planeado un asesinato perfecto. Era un hombre siniestro, de poca paciencia y soberbio. Le gustaba la porquería del mundo. Golpeaba a mujeres y niños. Era un mezquino y egoísta. Era, por otro lado, sumamente inteligente y calculador, lo cual le permitía planear y cometer crímenes sin ser descubierto ni encarcelado. Era un delincuente temible.
Este hombre se desempeñaba como cartero, y repartía las cartas de los habitantes del barrio Bavaria, el de al lado de la iglesia, justo en el que residían los gemelos.
Hubo alguna otra vez también un detective. Un detective despierto y tan inteligente como el cartero. Su pasión era desenredar los casos más abstractos y raros. Era rubio y gustaba de usar anticuadas gabardinas y fumar asquerosos puros. Tenía incluso una pipa, una graciosa y grandiosa pipa, y la llevaba a todas partes como amuleto de buena suerte.
El detective era tío de los gemelos.
Cierto día los gemelos mordieron el brazo del cartero y se burlaron de la expresión asombrada de su rostro. El cartero se encolerizó tanto con los escuincles aquellos que burbujeantes gotas de sudor le corrían por las sienes. Mientras los niños entraban en la casa, riendo a carcajadas, se dispuso a planear una cruenta venganza.
En fin. Para no alargar más esto es conveniente comenzar con la verdadera acción de esta historia, la cual concierne al día en que los gemelos cumplieron catorce años. Amanecía un dulcísimo otoño, y sus padres no estaban en casa porque debían comprar la torta del cumpleaños de sus hijos. Estaban Carlitos y Félix solos en casa. Ese día la ventana que siempre permaneció cerrada estaba abierta de par en par.
Los niños estaban jugando ajedrez en su habitación cuando de repente una silueta negra atravesó el marco de la ventana. Era la silueta de un hombre, un hombre grande, fuerte y altamente sospechoso. Todo lo que siguió a eso ocurrió sorprendentemente rápido: las gruesas manos de la silueta hicieron unas piruetas en la atmósfera invisible de la habitación, y Félix comenzó a sentirse nervioso en gran medida. Carlitos intuyó casi de inmediato que aquel hombre no tenía buenas intenciones, miraba a todos lados en busca de algo que les sirviera de arma para defenderse, pero fue tarde. En cuanto aquellas manos grotescas golpearon los estómagos de los niños respectivamente, las cabezas de ambos colisionaron tan fuerte como si de dos automóviles se hubiese tratado. Salieron chispas inclusive. La nariz de Félix comenzó a llorar, y sus lágrimas caían y caían sobre el edredón blanco de la cama. El lago de los cisnes de Tchaikovsky sonaba en el equipo de sonido.
El hombre tenía una tremenda fuerza, tanta que hizo que los pequeños cráneos de los niños se rompieran instantáneamente al suceder el choque. Apoyó una mano en la cama para incorporarse, suspirar y salir despedido de la escena. No tardó mucho en cruzar la calle y desaparecer en la espesura.
-Feliz cumpleaños, gemelos...
El hombre no tenía nada que temer. No había nada que probara su culpabilidad. Todo había salido conforme al plan. El hombre se reía al haberse por fin desquitado de esa plaga inmunda. Se había vengado.
Cuando los padres de los niños descubrieron los cadáveres, la torta de fresa se derramó por las escaleras.
Pasaron horas antes de descubrir al autor del crimen. No se tenían pruebas ni pistas, y los padres lloraban todas las noches desconsolados, abrumados, tristes.
Los desconsolados padres pidieron la ayuda del detective, el hermano del padre. El detective entonces se hizo cargo del caso de sus sobrinos, pero no pasó un día en que no se sintiera frustrado. El detective estuvo encasillado bastante tiempo en tratar de vislumbrar al autor del crimen, pero al fin y al cabo terminaba dándose por vencido. Lágrimas de impotencia rodaron por sus mejillas ardientes.
Ahora bien, supongo que ya saben el desenlace de esta historia. Se podría resumir de alguna u otra forma diciendo que, la diferencia entre el crimen que relataré y sus demás crímenes era que, mientras la mayoría de ellos se dejaban de lado por falta de pruebas, o terminaban siendo dejados de lado al cabo de muchos días o meses, este crimen sólo tardó doce horas en resolverse. En otras palabras, al detective le pasó un escalofrío por el cuerpo cuando reparó en que era más de media noche y debía descansar. Su pequeña libreta de anotaciones estaba tirada sobre la cama de la habitación de los gemelos, y cuando a fue a recogerla se dio cuenta de la única evidencia circunstancial que desenmarañó el telar del crimen: la sangre de la nariz de uno de los niños, sorprendentemente fresca después de horas y horas de exposición, había logrado dibujar en el edredón blanco dos de las huellas dactilares del autor del crimen. De ese modo capturaron al cartero y lo encarcelaron, y tuvo una condena de varios años. Sus compañeros de celda eran un par de hombres enanos, similares en apariencia a los gemelos que asesinó, y turbaron sus días de reo y mordisquearon los tatuajes de sus brazos hasta que lo encontraron muerto en la cafetería de la penitenciaría en la que se encontraba.
Colorín colorado, este cuento está acabado.
oh!!!
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