Comprendí, luego de eso, que era alérgica a la grasa.
Innumerables manchas de colores diversos me rozaban, y me sentí repentinamente asqueada. Trataba de combatir las arcadas que me venían, y una enorme aleta me golpeó la cabeza. El encerramiento me asfixiaba, y apestaba como no tienen ustedes ni idea. Un sonido lejano chirrió en mis tímpanos, y el movimiento decadente que nos transportaba disminuyó en gran medida. El aluminio del piso terminó de hincarme la esquina de mi aletita. Suspiré y miré hacia el techo; una gota de algún líquido desconocido aterrizó en mi cara. Sacudí la cabeza y estornudé. Alguien me pidió que me corriera hacia un lado, y yo con mala cara le hice caso. Un color azul, asqueroso, fúnebre, frotó las puntas de mis escamas.
El olor me tenía mareada, y la claustrofobia estuvo a punto de volverme loca. Tenía ganas de llorar de la rabia que tenía. Alguien a mi lado me preguntó si me sentía bien, a lo que contesté con un sí despectivo. Por las rendijas de las paredes entró un olorcito sabroso, pero se fulminó bajo el olor a pescado que aconteció luego. Olor a pescado podrido, pescado asquerosamente desgastado. Se esfumó todo el hambre que tenía.
Las náuseas volvieron, y con ellas también llegó la migraña de siempre. El dolor fue aún mayor cuando reparé en que tenía el hocico pegado al brazo sudoroso de alguien. Subí la vista a tiempo para ver como se limpiaba el sudor con la aleta. Mis branquias se abrieron para conseguir algo de aire fresco, pero lo único que consiguieron fue un apestoso olor a grama mojada y huevo podrido. De pronto alguien salió; había más espacio. Me lo cedieron, y yo dije gracias al Señor. Ahora no sentía tanta claustrofobia, pero el placer duró poco, pues al rato el pecho de alguien se chocó bruscamente con mi cara. Se me erizaron las escamas y miré hacia arriba. Una gota más cayó en mi cabeza. Suspiré nuevamente e intenté pensar en otra cosa. Me estaba mareando más, y la migraña no dejaba de aumentar.
Maldije la hora en que decidí embarcarme en eso. Maldije incluso aquel infernal encerramiento y las personas que lo habitaban. El sudor se hizo más espeso, más graso y más voluminoso. Conté hasta diez. De improvisto ya no podía contener la respiración. Ya no aguantaba más, tenía que salir de ahí. Alguien me miraba sospechosamente. No veía la hora de salir corriendo de ahí
Entonces me dije "ya no más, men". Resolví acabar con ese fulgurante castigo, ese que me estaba matando y que me quemaba a fuego lento. Decidí ponerle fin a ese martirio implacable, como sacado de alguna película de terror. Me enderecé, pedí no sé cuántos permisos, me corté la punta de la aleta y di un sinfín de codazos.
Finalmente llegó el momento. Lloré de felicidad. Por fin había llegado el tiempo. Por fin podría salir de ese encierro. Por fin había llegado a mi casa. Caminé, más bien corrí por entre los que me miraban y grité "¡Parada!".
De inmediato las puertas oxidadas se abrieron y pude bajarme del bus.
El diario vivir...
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