lunes, 21 de noviembre de 2011

Romántico aroma de noche ártica

Cartagena, Noviembre 21 de 2011.
Muy querido mío:...

El hedor que sólo despiden las rosas de ese jardín se coló con nerviosismo en mis narices. 
Hurgó mi entendimiento. 
Me revolvió el cerebro. 
El hedor había impedido el movimiento en casi todas mis extremidades; la misma torpe mansedumbre me había obligado a sentarme bruscamente en el suelo. Estaba mareada.
El cerebro revuelto me lanzaba frases inverosímiles y absurdas.
Me llenaba la mente de insensateces. 
El lapicero me temblaba encima del creciente inicio de artritis. El papel en blanco se burlaba de mí, y el organdí del vestido se quebraba sobre las raíces de un sigiloso manglar.
Ciertamente no sabía cómo empezar correspondencia contigo.
Pero no, querido. El suave telar que nos separa da muestra de que no necesitamos intermediarios para comunicarnos.
Es algo sobrenatural, ve.
Y no, no es normal.
Los jazmines y azahares empeoraban mis náuseas, y el jardín aquel parecía entonar una oscura canción. Hasta podía saborear el acre sonido de las cuerdas del violín. Unas traviesas gotas de lluvia titilaban en la punta de mi meñique. Hacía tanto frío como en el averno.
¿Qué quieres que te cuente? ¿Por dónde quieres que empiece? ¿Quieres que te recuerde tu excelsitud? ¿Quieres que evoquemos en un poema toda tu sublimidad?
Me recosté sobre el regazo de aquel olmo venoso plantado en las inmediaciones de ese candidato a desierto, pero asquerosamente lleno de tulipanes y alelíes, y sin poderlo evitar más pensé en ti.
Pensé en ti, en tu humeante pluma y en tu papel añejo y vacío.
Pensé en tus ojos anegados de lágrimas ante la insoportable frustración que desprendía tu mente.
Pensé en tu complejo lirismo y melodías intachables. 
Pensé también en ella. Pensé también en ella.
¡Oh, maldita y negligente inspiración, que osas escabullirte por las rendijas del alma y evaporarte por las tensas sienes! ¡Tú que observas sin piedad a ese tu servidor abstraído y macilento, con las hebras del cabello crispadas alrededor de los dedos y el cuello de la camisa amarillento y opiáceo acurrucándose contra su pescuezo!
Ese verso se repite incesante; se fusiona con la exquisita finitud del acorde del violín.
Se vuelven uno solo, se retuercen, y siguen así hasta que viene la tempestad. 
Aconteció la tormenta, ve. Los despiadados escupitajos de San Pedro taladraban mis brazos, los volvían nada, los volvían polvo.
Y tú sigues ahí.
Pero entonces ella ha llegado, y por tu rostro surcó un haz de luz bendito. Un fulgurante rayo de esperanza, uno de esos que sólo gente como nosotros sabemos identificar. Uno de esos que hacen que la muñeca se distorsione en rayones sobre la hoja y que hace que las letras transfiguren en vida, y es entonces, ve, cuando el cuello amarillento ya no es tan amarillento; el organdí ya no lastima y los acordes del violín ya no son acres. 
Bebiste un sorbo más de la poción del desvarío y seguiste mascullando, la pluma siguió desangrándose. 
El papel, violado, te sonrió por fin.
Mis dedos maltratados te llamaron al hombro. 
Vi que te volviste. 
Me miraste feo. 
Oh, vaya que me miraste feo...
Y de tus labios resecos germinó la frase del alba, el eco del cuervo, y la mansedumbre torpe regó los dientes de Berenice. El olmo se pobló y reverdeció como antaño. Las margaritas nos rindieron pleitesía. El rostro salpicado de tierra resplandeció azulado, y las cortinas silbaron el canto de la lóbrega noche.
Y finalmente me cogiste de la magullada muñeca y una vez más blandiste la más honrosa espada jamás engendrada, la más pura y poderosa esencia del alma, la más fiel encarnación de la pasión y el anhelo.

-Quedo suya atenta y segura servidora...

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