Y como lo tentador no es feo, ese día
el Diablo se le había aparecido a Francisco el niño con el cuerpo envuelto en la
más fina y brillante de las sedas. En su habitación, con la oscuridad como
única testigo, le había acariciado el rostro y le había silbado unas palabras
escuetas en el oído, y de esa manera el Diablo había osado tentarlo a que
concluyera su vida ese gélido y tempestuoso viernes santo.
En el apartamento de Francisco el niño
las ánimas rebosaban las ventanas y las perras ladraban y bebían del vino que
se regaba del comedor. Y entonces ya Francisco el niño estaba de pie en el
bordillo del enorme balcón, con las lágrimas manchando sus mejillas y su
corazón latiendo a más de mil por hora. El mentón le temblaba, las piernas, los
brazos le temblaban (no era para menos, hacía un frío como para mearse inmediatamente)
mientras contemplaba el creciente vacío con incertidumbre. Entonces se le
acercó la presencia, la ciertamente indeseable presencia de la mujer del
vestido floreado por detrás y le tocó uno de los hombros con sus largas uñas. Te
voy a contar una historia, le dijo, y Francisco el niño se sobresaltó tanto que
casi se resbala del bordillo. A través de unos lentes que parecían frágiles ante
el acero puro que despedía esa mirada, la mujer observó la expresión de Francisco
el niño, y resolvió sin más contarle la historia del pequeño y desdichado
inodoro del baño de su casa.
Un día de enero el inodoro clamó y
clamó con tanto fervor la ayuda del Señor, que éste no tuvo más remedio que
aparecérsele y atenderle. El inodoro entonces lloró en su presencia amargamente,
y con voz quebrada masculló que su vida era la más insulsa de las porquerías.
Se quejó de los viles seres humanos, de cuyas manos sólo recibía orines, vómitos
y heces. Se postró con dolor a los pies del Señor y le pidió que lo
transformara en algo más para así no tener que soportar ya semejantes bazofias
en sus narices. El cielo y la tierra retumbaron con la gravedad y la fuerza con
la que el Altísimo habló al desdichado inodoro. Le explicó cómo todas las
plantas de este mundo han sido sembradas en esta tierra con el propósito de que
en un futuro puedan dar sombra y bienestar a los demás seres del planeta, y que
de igual forma todas las gallinas de este mundo han sido creadas para que
tengan una vida breve y productiva y sirvan de sustento para los demás seres
del planeta. Ellas son, de alguna u otra forma, más desdichadas que tú, pues no
pueden hablar ni expresar sus sentimientos y su inteligencia es tan minúscula
como el guisante. Ahora bien, date cuenta pues de todo el bien que has hecho a
los demás seres del planeta; mira, por ejemplo, a la pálida muchacha de lentes
que se pasea por los pasillos de tu casa. Ella recorre sus días pensando y
escribiendo, y la verdad no hace más en esta vida que escribir y redescubrir su
inevitable condición de creativa empedernida de ínfulas terriblemente egocéntricas,
pero hay momentos en que se frustra de tal manera que necesita una brutal forma
de desatascarse. Déjame decirte que tú has contribuido al mejoramiento de su
técnica y la multiplicación de sus escritos. Tú, mi querido inodoro, has dado
lugar a una prosa energética, ligera y humorística; tu apoyo constante ha
servido para su despegue e incluso dado las coordenadas y las venturas para su
aterrizaje.
El inodoro, aunque sonriente pero no
del todo consolado, le dijo Señor, puede que yo haya ayudado a los demás seres
del planeta, pero no por eso dejaré de sentirme el más infeliz de la Tierra si
mis ojos, mi boca y mis narices continúan recibiendo todas las porquerías que
recibo a diario. El señor, compadecido a fin de cuentas del miserable inodoro, sonrió
y cambió de lugar el rostro del inodoro hacia otro en que no tuviera que
presenciar de frente ninguna clase de excremento ni una sola gota de orín. De
su blanca bata sacó un paquete de libros de rústica encuadernación y le dijo al
inodoro con esto tendrás para distraerte por al menos una eternidad y media.
Sacó luego un reproductor de música, y le dijo con esto ni siquiera notarás las
porquerías que se escurran a tus espaldas. Y de esa manera el desdichado
inodoro ya no fue jamás desdichado, y logró vivir años y años feliz y cándido
como una perdiz.
Francisco el niño miró a la mujer del
vestido floreado con una sonrisa tímida dibujada en los labios y le preguntó:
¿y cómo hizo el inodoro después de escuchar toda la música y leer todos los
libros para no aburrirse?, a lo que la mujer respondió bueno, de cuando en vez
regresaba el Señor y se quedaba con él y hablaban por horas, porque eso es lo
que hace el Señor cuando le permites la entrada en tu corazón. Que quede claro
que lo último que quiero es sonar cursi o melodramática, pero, es decir, tenía
que decirte esto, pues me estaba preguntando, Jesús, este niño ha de tener un
motivo de gigantescas proporciones como para querer acabar con la vida que
lleva, que por supuesto ni siquiera se iguala o empeora en cantidad de
sufrimientos a la del desdichado inodoro de mi casa. Sacudiéndose el vestido y
escupiendo hacia el vacío, la mujer añadió: A donde quiero llegar es… chico: agradece
que al menos tú no seas el que tiene que recibir orín y mierda directamente en
la cara.
Francisco el niño finalmente carcajeó silenciosamente
y con nerviosismo se bajó del bordillo del balcón y volvió a entrar en el frío
apartamento. En su cara se descifraba fácilmente el acertijo de su nueva y
creciente disposición a festejar con muchas más ganas la fiesta de su
cumpleaños número doce. Afuera, sin embargo, se había quedado la mujer, quien
con paso sagaz y muy decidido se abalanzaba sobre el vacío, y el frío invernal
de aquel viernes santo grisáceo atravesaba filosamente su piel y penetraba
hasta lo más hondo de su ánima.
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