Juana sin más se despojó del pesado velo que la cubría y, espantada, miró a su alrededor. La luz mortecina de una vela sobre una mesita iluminaba el derruido tapiz de unas paredes, en cuyas esquinas, un poco más arriba, anidaban arañas del tamaño de una mano abierta, y al lado las hileras de comején devoraban el resto del tablón que componía la habitación.
No tenía la más mínima idea de cómo había terminado allí, por lo que, con un repentino dolor en el esternón, se aventuró a tantear en la oscuridad.
Recordaba vagamente que le habían encomendado que fuera a donde su tía Nancy, una anciana pequeña y regordeta que vivía bajando por la ribera del río y que agonizaba con un dolor sordo en una de sus piernas, a llevarle un par de inyecciones todo porque al mensajero se le había dado por no ir a trabajar ese día a la farmacia de su papá. Recordaba que éste le había dicho que no se fuera a demorar puesto que a nadie le caía bien la vieja Nancy, y que además no fuese a distraerse con nada en el camino porque no quería que le cogiese la noche en la calle, pero Juana era una muchachita de naturaleza olvidadiza y necia, y para cuando salió de la farmacia ya había ignorado todas esas advertencias.
No había recorrido ni la mitad del camino cuando vio un hermoso gato negro justo en la mitad de la calle, y enseguida se le acercó mientras lo llamaba con la mano. Recordaba cómo el minino había reaccionado a los mimos y cómo había ronroneado con entusiasmo alrededor de sus piernas. También recordaba cómo y de qué manera tan brutal se había enfrascado en sus enormes ojos de jade; aquellas pupilas rasgadas mantuvieron su atención sin parpadear por largos y largos minutos. A partir de ahí todo fue negro, pues ya no recordaba más nada.
De vuelta en la vieja casona, la traviesa brisa silbó debajo de las persianas de una de las ventanas de la habitación, y la luz que por segundos iluminó la escena bastó para horrorizar a Juana sobremanera. Acomodadas en un rincón había sillas rotas hasta las astillas y en otro rincón relucían botellas de ron partidas a la mitad; una serie de esqueletos de animales a medio roer estaban regados por todo el piso, y unas manchas negras que salpicaban el piso dibujaban un camino hasta la puerta, cuya madera se corría y dejaba entrar un poco más de luz. Juana entonces vio la atmósfera nocturna en el cielo y a la luna llena, toda blanca, detrás de unas nubes transparentes. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo cuando vio la silueta del bello gato negro de antes en todo el marco de la puerta. Aquellos sus ojos de jade seguían brillando y parecían palpitar con luz propia mientras escarbaban en el alma de la muchacha. Juana de repente se sintió mareada y afiebrada, y con esfuerzo trató de incorporarse, pero casi vuelve al piso por la aparición de un extraño y punzante dolor en la parte baja de la cabeza y la nuca. Se frotó la parte adolorida instintivamente y cuando retiró la mano advirtió que estaba llena de sangre. El miedo le saturó las venas hasta inundar sus ojos de lágrimas y trató de huir corriendo de la escena. No bien llegó a la puerta, una fuerza sobrenatural la empujó bruscamente y la envió otra vez al suelo, y ahí fue cuando se percató de que los huesos y las astillas de madera temblaban cual si estuviesen en el epicentro de un terrible sismo. Juana también temblaba, pues tal era el terror, y de pronto una sombra se abalanzó sobre ella y le vendó los ojos. Un grito ronco fue lo último que se escuchó, y allá en el cielo los gruesos nubarrones dejaban ver la gloriosa blancura de la luna llena.
Minutos después el gato de ojos de jade metamorfoseó en una silueta grande y gorda que meneaba un cucharón dentro de un gigantesco y humeante caldero, sobre el cual la vieja Nancy echaba unos pedazos de carne y huesos y se inyectaba las medicinas en la cadera, mientras seguía quejándose de su adolorida pierna.
Más allá, subiendo por la ribera del río, en la casa de Juana, el farmacéutico cómplice era testigo del sacrificio de la última de sus hijas mientras se ahogaba en un mar de lágrimas e impotencia, y los espeluznantes gemidos lastimeros de aquella bruja se escucharon en toda Santa Marta, durante todo lo que duró aquella noche de octubre sin estrellas.
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