martes, 13 de noviembre de 2012

Vanadio

Valeria Valdez vivía en medio de la dicha y la ingenuidad en la transversal nueve con diagonal treinta y tres perpendicular a Casagrande. Su pequeña casa quedaba sobre el cemento juvenil que llegaba hasta el enrejado del cementerio. Frondosas y verdes enredaderas cercaban sus muros y las rejas. Valeria Valdez era vecina derecha de Tiberio Tinoco, hijo de un pensionado de puerto y beisbolista retirado, y vecina izquierda de Cristian Cruz, un pelirrojo solterón y corpulento. Los tres eran muy buenos amigos desde tiempos de la última de las inundaciones y procuraban cambiar de casa muy seguido, siempre tratando de quedar como vecinos.
Valeria Valdez se había recostado la tarde del diecinueve de ese caluroso verano en su cama sin siquiera retirar el grueso cobertor. Sus negros cabellos bailaban sobre la blanca almohada mientras el ventilador soplaba y soplaba. Édgar, el gato negro, dormitaba la vigésima siesta del día. Valeria Valdez pensó entonces en Tiberio Tinoco y en lo poco que faltaba para decirle adiós. Pensó en las voluminosas lágrimas que derramaría y en los besos que tal vez nunca le regalaría. Temió por su muerte por allá en la puta mierda, entre las batallas y la sangre, en una guerra insensata, y lloró en silencio por no poderle decir cuánto lo amaba. Pero decidió luego que no iba a quedarse de brazos cruzados. 
Valeria Valdez se levantó, pues, de un salto de la cama asustando a Édgar en sobremanera. Se lavó dientes y cara y se acomodó el peinado. Sí. Iría a decírselo. Iría a decírselo porque tal vez no habría un mañana. Iría a decírselo porque tenía que decírselo. Iría a decírselo porque había tenido una revelación cristiana.
Y llegó, y arremetió contra la puerta que estaba abierta; el viento sacudió el polvo del pasillo, y el estrépito hizo vibrar a las baldosas del suelo. Encontró a Tiberio Tinoco tan sorprendido como él solo rociando jardines que no le pertenecían, y vio además a Juana Jaimes, despeinada y sumisa como una polilla, aferrándose con asqueroso empeño a las rodillas del tipo. Valeria Valdez entonces salió corriendo a llorar hasta su cuarto, condenada a oír la burla del asfalto. Recordó la triste llamada de Leonor, quien se despedía para jamás volver, y recordó también el préstamo que le negaron, las deudas por pagar y finalmente la despedida del trabajo, y entonces comprendió que le estaba quedándosele grande la vida y en sus párpados se agolparon un millar de lágrimas. 
Y recordó vagamente el revólver que guardaba en el gabinete y lo extrajo tan veloz, tan furtivo, y entonces el gato Édgar tuvo otro susto y todo se cerró, se ennegreció…
Pero eso no pasó, ¿verdad?
No. Valeria Valdez se había recostado esa tarde en su cama, sin siquiera retirar el grueso cobertor. Sus negros cabellos bailaban samba sobre la blanca almohada mientras el ventilador soplaba y soplaba. Édgar, el gato negro, se había despertado torpemente luego de su vigésima siesta en el día, y se había encaminado hacia afuera de la habitación. Valeria Valdez lo siguió con distante mirada y supuso que tendría hambre o probablemente sed.
Salió pues Valeria luego de minutos sin ver que regresara Édgar, pero no lo vio lamiendo el plato, no lo vio lamiendo el agua. Bajó entonces las escaleras, abrió la puerta de la terraza y el sol de cuatro de la tarde le mordisqueó el entendimiento, pues ciertamente no hubiese creído lo que ante sus ojos comparecía con tanto sigilo. El gato Édgar revoloteaba y escarbaba en la basura. Masticaba algo, mordisqueaba y olisqueaba. Las moscas repugnantes sobrevolaban su negro pelaje. Pero de pronto algo hizo despertar del letargo a Valeria y vio que Édgar tosía, tosía y tosía. Retrocedía por el poder de la contracción, sus ojos amenazaban con explotar y salirse de sus órbitas. De pronto Valeria aspiró el olor brusco que despedía aquel basural, y los ojos le lloraron al percibir el impresionante grado de toxicidad que percibían. El yacimiento de alguna toxina yacía allí, tan inexplicablemente, tan inverosímilmente, y el pobre Édgar se retraía, se contraía. Y entonces ya no tosió más, ya no escupió más, y un charco de sangre armonizaba el lodazal y la lluvia de desechos. Las moscas repugnantes por su parte olían sin pudor alguno el excremento que había dejado escapar el gato, y la garganta de éste, finalmente, estalló. Y en sus brazos quedó. Valeria Valdez solo pudo llorar. Édgar tuvo otro susto y todo se cerró, se ennegreció.
Pero eso tampoco pasó, ¿verdad?
No. Valeria Valdez no se recostó sobre su cama sin retirar el cobertor, ni sus cabellos bailaban samba sobre la blanca almohada mientras el ventilador soplaba y soplaba. El ventilador ese día no sopló, y Édgar, el gato negro, no dormía por vigésima vez sino por vigésima primera. Sí se había despertado torpemente por un susto, y su pelaje se había erizado y su nariz se había contraído. Sí había salido a escarbar en la basura, y sí, las moscas y la podredumbre le habían dado la bienvenida. Valeria Valdez había pensado en Tiberio Tinoco y en su servicio militar inevitable; Cristian Cruz, el simpático pelirrojo cuarentón también había pensado en él. También en Valeria Valdez.
Y entonces en medio de su abrumadora esquizofrenia había empalado bajo el fango a Valeria Valdez. Le había escupido, le había gritado. Que dejara sus romances de telenovela. Que eso era pura mierda. Que Tiberio no la merecía, pues se revolcaba con todo lo que se movía. Cristian Cruz había gritado el lamento horrible del solterón dolido, y la pala había abofeteado, maltratado el rostro de Valeria Valdez, quien despeinada y sumisa se tragaba bocanadas del légamo intoxicado de aquel químico intransigente, cuando Édgar también tosía y las moscas le rendían pleitesía aquella tarde otoñal, en la transversal 9 con diagonal 33 A perpendicular a Casagrande.
Y, bueno, póngale la firma. Eso sí pasó.

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