Recuerdo que parecía una muñeca; me fulminaba con sus
ojos de rubí, comía todo lo que le daba y no sonreía; en su cara nunca se
dibujó expresión de sentimiento alguno hasta la noche de la promesa. Recuerdo
que su voz era el más tierno arrullo, que era glorioso cuando decía mi nombre. Recuerdo
además que caminaba siempre a mi lado, lentamente, con esas hermosas piernas
pálidas. Procuraba siempre andar descalza por los charcos que inundaban las
calles; decía que así se sentía mejor. Yo simplemente le tomaba de la mano,
sonriéndole como siempre.
La conocí una tarde; era junio, y los lirios de mi
jardín habían florecido. Ella iba caminando por ahí, vestida con ropas moradas,
cuando nuestras vidas se chocaron. Su mirada me hechizó desde el primer
momento, y desde entonces no me he apartado de su lado. Recuerdo que ese mismo
día le toqué el hombro y me presenté. Le dije hola, me llamo Rebeca, pero me
puedes decir Beca, como las de las universidades. Ella dijo yo soy Yina.
—Volémonos.
—Se dará cuenta.
—Si el vejete se te acerca, lo mato.
La Gentuza me decía que lo que sentía por ella era enfermizo,
que era una insana obsesión. Decían que estaba loca, que me iba a morir por ese
amor bizarro que decía sentir por Yin. En muchas ocasiones discutí fuertemente
con ellos; me refugiaba en el hecho de que a mí solamente me importaba como una
muy cercana amiga, pero en mi interior vagaban intenciones más profundas. Yin
me parecía el ser más bello de este mundo, el más interesante y el más adorable.
Le tenía una idolatría impresionante; no dejaba que alguien más la cuidara como
yo, que nadie la molestara, que nadie la obligara a hacer nada. Tampoco
permitía que la vieran por mucho tiempo, ya que su belleza, aunque inagotable,
parecía gastarse con cada mirada pervertida de la gente. La celaba mucho.
—Será peligroso.
—No te preocupes. Yo estoy contigo.
Noches antes le había pedido que se volara conmigo,
y en ese momento ella se dibujó una sonrisa con el dedo índice; aun cuando no
le había hecho la promesa, yo ya quería llevármela lejos, para que nada ni
nadie pudiera separarnos.
Luego me di cuenta que la amaba con locura.
—¿Qué pasa?
—Tengo miedo.
—Toma mi mano.
Su más grande anhelo siempre fue volar. Nunca dejé
de repetirle que lo cumpliría, aunque no supiera cómo. Le daré esas alas que le
faltan, juntas escaparemos, y ya no nos importaría nada. La Gentuza moriría de
la ira y el rencor.
La noche de la promesa, recuerdo que era de luna
llena; minutos antes sus padres acababan de morir en un accidente
automovilístico. Eran alrededor de las ocho. Su mano fría y pequeña se aferraba
contra la mía. El dolor se sentía en sus ojos, pero no derramó una sola
lágrima. Sus abuelos la odiaron por eso, por insensible. Era como el extranjero
de Camus; estaba ajena a la situación que se estaba dando.
Por otra parte, el cielo también lloraba.
—Vienen policías.
—Pero si no hemos cometido ningún crimen.
—Me siento en una película de acción.
Los abuelos de Yin casi la apartan de mi lado, pero
al final ella misma decidió quedarse conmigo. La abuela Estela se mantuvo
furibunda como por quince días hasta que le dio un infarto. Después de eso, el
abuelo Sergio me maldijo a mí y a la pequeña Yin.
—El abuelo.
—Él ya no importa.
Desde que la vieja Estela murió, el abuelo no dejó
de acosar a Yin. Siempre iba al rinconcito en donde se hospedaba y la sacaba a
la calle para hacerle escenitas enfrente de los chismosos vecinos. La
zarandeaba tratando de sacar de ella alguna muestra de arrepentimiento, pero nada.
En su semblante solo estaba dibujada la cara fría sin sentimiento de siempre.
“¡¿Es que acaso no sientes nada?! Maldita insensible, ¡no ves que tu abuela se
murió por culpa tuya!” era lo que espetaba aquel anciano decrépito. “Lo siento”
fue lo único que dijo Yin, con su cara inexpresiva. Yo no soportaba más las
ganas de partirle la cara al anciano, por lo que eso fue lo que hice a
continuación. Después de eso fui a parar al reformatorio, y mi hermana mayor
tuvo que pagar para la cirugía de nariz del anciano. Le había roto el tabique.
—Te meterán presa.
—¿Por qué lo dices?
—Porque tú querías matar al abuelo.
Se acostó en mi hombro; su cabeza era cálida y
suave, y su cuerpo frágil y eternamente bello. Su mano seguía empuñando la mía,
y nuestras miradas estaban fijas en el cielo estrellado. Me dijo el cielo tiene
ganas de llorar, y yo respondí todos tenemos derecho a llorar. Como a la media
hora empezó a llover, por lo que tuvimos que refugiarnos en un pequeño
cobertizo. Ciertamente no teníamos a dónde ir: La Gentuza nos había exiliado.
—Si me apresan, ¿qué harías tú?
—Yo me metería contigo.
La penumbra se teñía de violeta, suceso que
resultaba extraño en una ciudad tan grisácea como ésta. Yin estaba concentrada
en la niebla alrededor de la luna; yo miraba su rostro brillante de perfil. Se
me habían entreabierto los labios por las ganas de darle un beso: era tan
adorable.
Divisé sombras a nuestro alrededor. Con la mano
libre acomodé el cartón del techo para no mojarnos. Ella me susurró quiero
bañarme, y yo le contesté adelante, aquí te espero. Ella me jaló de la camiseta
y me dijo báñate conmigo. No pude negarme.
La noche era de las dos; las pesadas gotas se
deslizaban por su frente, mojando su flequillo, y caían hasta el cuello y el
disimulado escote. Aunque su rostro no decía nada, supe que sentía una enorme
felicidad, una que nunca se sienten dos veces en la vida. De pronto, extendió
los brazos, como rezando el padrenuestro. Recibía las punzadas del cielo como
un regalo, y pude ver que su semblante se iluminó: parecía una diosa. Comenzó
luego a dar vueltas lentas sobre el mismo lugar, y cuando iba a dar la tercera
me tomó de las manos. Acontecieron después los ochenta segundos más felices de
mi vida.
—Quiero volar.
—Yo te enseñaré.
Parecíamos un solo cuerpo, que se balanceaba bajo
las cortinas de la noche y los clavos de la lluvia. Yo no podía dejar de reír,
y pude ver a través de las gotas de agua que Yin estaba llorando. Me detuve en
el acto y la miré fijamente. Me dijo estoy feliz Beca, estoy feliz. Acto
seguido vi que detrás de Yin nacían unas alas blancas como de ángel.
—Cómo.
—No sé. Algo inventaré.
Las alas se extendieron y Yin estaba flotando ante
mí. Nuestros cuerpos terrenales habían muerto, para renacer en otros que
pudieran surcar el cielo. Las lágrimas bajaban de mis ojos como regaderas, y vi
como esbozó una hermosa sonrisa.
—Quita ese dedo.
—Por qué.
—Porque también te enseñaré a sonreír.
Sus alas se habían desplegado totalmente y su
frescor había secado la lluvia a nuestro alrededor. Luego, me extendió los
brazos.
En medio de todo el caos que habíamos vivido y la
penumbra y la lluvia que nos atestiguaban, yo había hecho sonreír a Yina Martín.
—Beca.
—Dime.
—Vuela conmigo.
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