Mi mamá se despertó de un salto, se levantó y se vistió rápidamente. Yo me había levantado con ganas de golpear a alguien.
Sucedió a eso de las diez y media, precisamente cuando acababan de pasar justo al lado mío unos tipos grandes y corpulentos. Yo me encontraba campante tomando un cafecito en casa de un vecino de nombre Moral. Como quería quitarme el maldito sueño, preferí tomar un café que el vino español de porquería que me ofreció.
La noche anterior no había dormido bien; la había pasado sobándole la cabeza a mi mamá debido a un pálpito que la aquejaba.
—Ay, mijo, este pálpito me está matando…
—Carajo, ya van dos noches en las mismas—decía yo, sonámbulo—. Qué pálpito ni qué ná, usté lo que tiene son ganas de joder. Yo ya me voy a dormir.
—No, no, Santa, venga pa acá, ¿cómo se le ocurre dejarme así? ¡Oiga! ¡Que venga! ¡Eh! ¡Usté no se manda solo, Santander! ¡Vea, se lo juro! ¡Estoy requetesegura de que algo va a pasar mañana!
Ese “algo va a pasar mañana” fue el que estimuló su grasa corporal a levantarse a las siete y servir rápido el desayuno.
—Pilas que si algo pasa me tiene que pagar doscientos pesos, Santa.
—Carajo, mamá, ¿todavía con ese cuento? deje de hablar mierda que no va a pasar nada—luego de un breve silencio, agregué—: Vaya a ser que lo que la tiene así sea que me voy a morir hoy.
—¡Ay! ¡Cállese!—espetó golpeándome en la boca.
Después del atropellado desayuno, salí de casa. En donde Moral suelo despejar mi mente y me libro por unas horas de la anormal de mi mamá.
Caminando, reparé la naturalidad con la que transcurrían las cosas, acentuando el interrogante acerca del pálpito de mamá: las gordas de enfrente barrían su terraza, el viejo Salazar seguía recostado al pie de la gran puerta verde, moribundo como siempre, y los hombres caminaban normalmente por la acera polvorienta.
—Hay noticias, colegas—exclamó de improviso un gordo desde la puerta del local, al que todos volteamos a mirar—. ¿A que no saben quién nos visita?
—Ya lo sabemos. Viene Villavicencio.
—Ah, es noticia vieja...
El gordo, resignado, se sentó en una de las mesas.
—Ajá, precioso, ¿qué más?—dijo Moral al verme.
—Ombe, Moral, compórtate.
—¿Qué pedirás hoy?
—Un café, pero ve que no esté muy cargado, que la vez pasada me mandaste al baño con tanta negrura…
—Vale—se va, y al rato aparece con una enorme taza humeante pendiendo de sus temblorosas manos—. Recibe, muñeco.
—Joder, contigo no se puede.
—Lo hice tal y como a ti te gusta, precioso—hizo una pausa y luego agregó—: Oye, ¿y eso?
—Me lo dio un extraño hombre, y la verdad no sé ni qué es.
Sucedió a eso de las diez y media, precisamente cuando acababan de pasar justo al lado mío unos tipos grandes y corpulentos. Yo me encontraba campante tomando un cafecito en casa de un vecino de nombre Moral. Como quería quitarme el maldito sueño, preferí tomar un café que el vino español de porquería que me ofreció.
La noche anterior no había dormido bien; la había pasado sobándole la cabeza a mi mamá debido a un pálpito que la aquejaba.
—Ay, mijo, este pálpito me está matando…
—Carajo, ya van dos noches en las mismas—decía yo, sonámbulo—. Qué pálpito ni qué ná, usté lo que tiene son ganas de joder. Yo ya me voy a dormir.
—No, no, Santa, venga pa acá, ¿cómo se le ocurre dejarme así? ¡Oiga! ¡Que venga! ¡Eh! ¡Usté no se manda solo, Santander! ¡Vea, se lo juro! ¡Estoy requetesegura de que algo va a pasar mañana!
Ese “algo va a pasar mañana” fue el que estimuló su grasa corporal a levantarse a las siete y servir rápido el desayuno.
—Pilas que si algo pasa me tiene que pagar doscientos pesos, Santa.
—Carajo, mamá, ¿todavía con ese cuento? deje de hablar mierda que no va a pasar nada—luego de un breve silencio, agregué—: Vaya a ser que lo que la tiene así sea que me voy a morir hoy.
—¡Ay! ¡Cállese!—espetó golpeándome en la boca.
Después del atropellado desayuno, salí de casa. En donde Moral suelo despejar mi mente y me libro por unas horas de la anormal de mi mamá.
Caminando, reparé la naturalidad con la que transcurrían las cosas, acentuando el interrogante acerca del pálpito de mamá: las gordas de enfrente barrían su terraza, el viejo Salazar seguía recostado al pie de la gran puerta verde, moribundo como siempre, y los hombres caminaban normalmente por la acera polvorienta.
—Hay noticias, colegas—exclamó de improviso un gordo desde la puerta del local, al que todos volteamos a mirar—. ¿A que no saben quién nos visita?
—Ya lo sabemos. Viene Villavicencio.
—Ah, es noticia vieja...
El gordo, resignado, se sentó en una de las mesas.
—Ajá, precioso, ¿qué más?—dijo Moral al verme.
—Ombe, Moral, compórtate.
—¿Qué pedirás hoy?
—Un café, pero ve que no esté muy cargado, que la vez pasada me mandaste al baño con tanta negrura…
—Vale—se va, y al rato aparece con una enorme taza humeante pendiendo de sus temblorosas manos—. Recibe, muñeco.
—Joder, contigo no se puede.
—Lo hice tal y como a ti te gusta, precioso—hizo una pausa y luego agregó—: Oye, ¿y eso?
—Me lo dio un extraño hombre, y la verdad no sé ni qué es.
Camino al café, un tipo rubio cruzó la calle para hablar conmigo. Acto seguido me tocó el hombro con su mano huesuda.
—Come here, boy!
—¿Me habla a mí?
—Yes, you. Come, get close…
Me le acerqué, sin entender ni mú de lo que decía.
—¿Cómo dijo?
—Do you want this?—me enseñó un objeto raro y reluciente, y mis ojos se abrieron de par en par—. Look, it’s a very valuable watch.
—¿Pero qué se supone que es?
—Here you are, buddy. Receive it as a special gift, and then leave this land—mientras me lo anudaba en la muñeca, decía—: Believe me, you do not want to stay here if you get caught with it.
—¿Que qué?
—Good bye, and good luck…
—Creo que me dijo que es como una calculadora portátil, aunque no entiendo por qué hay tantas líneas…
—Uy, ¿algún pretendiente indiscreto?
—Qué pretendiente ni qué mierda, Moral. En serio, no le entendí ni papa de lo que me dijo.
—¿Y tú por qué aceptas cosas de extraños?
—¿No te digo que no le entendí nada al tipo ese? Ese tipo vino, estiró el brazo, me dijo cosas en las cuales pudo aventarme la madre sin yo darme cuenta y luego se largó con las mismas.
—Eso me suena raro...
Por la ventana vi pasar a los mismos tipos de hace un rato, pero esta vez con una sonrisa en los labios.
—Esos de seguro hicieron alguna maldad. Mírale la perversión en sus rostros
—Y hasta más.
—¿Y cómo está tu mamá, Santi?
—Pues igual de loca…
—No entiendo por qué la tratas así.
—Ella misma se lo busca por payasa y chismosa. Ya me tiene aburrido. Anoche tampoco pude dormir por culpa del pálpito ese…y después la peadera…
—¡Oigan! ¡Algo pasó allá afuera!
El sujeto gordo se atragantó con un bocado de lo que fuere su comida cuando un blanco le golpeó con el codo la espalda. Todos impensadamente resolvimos asomarnos por las rendijas de la ventana a ver qué pasaba.
—Ve, Santi, ¿la de allá no es tu mamá?
La vieja chismosa esa estaba en primera fila, con las uñas en la boca. Yo me acerqué y le coloqué la mano en el hombro.
—Ay mijo, esos tipos comenzaron a gritarse. Mira como me tienen al señor José…—dijo.
—Ahí estás pintada tú, mamá, dando chismes incompletos.
—Pero mijo, si no sé ¿qué quieres que haga? ¿Que me lo invente?
Camino a donde Moral vi al malhumorado don José barriendo la terraza de su local comercial; inesperadamente dos hombres lo saludaron. Igual de rápido caí en cuenta que habían sido aquellos mismos criollos. Qué vaina de rara, pensé, y luego vi que los hombres empezaron a conversar con el comerciante; no oí muy bien lo que decían, ya que pasado un rato me aburrí de observarlos y proseguí mi camino. Creí haber sentido después que la conversación se tornó acalorada, e imaginé las venas dilatadas en el cuello de un ahora rabioso don José.
—Creo que hablaban de Villavicencio.
—¿Y esa vaina?
—Pues no sé, yo sólo cumplo con contarte, Moral.
—Bueno, pero no tienes por qué alterarte—al rato añadió—: ¿Tú crees que le quieran hacer algún daño?
—Qué va, ombe. No creo que don José se deje mangonear de un par de criollos.
—Uy, no pues, qué haremos con el raza pura…
—¡Ve! ¡Partieron esa mierda!
Las gordas dejaron su oficio para contemplar el florero roto en el suelo. Mi mamá se llevó las manos a la boca, completamente absorta. Yo todavía tenía ganas de golpear a alguien. Unas indias dejaron caer al piso las bolsas de mercado, y Moral aprovechó la trifulca para tomarme de la mano. Se había partido el florero de Llorente, y los culpables habían sido un par de criollos aparecidos. Enfurecido por la burla de esos sujetos, troté hasta donde había sucedido la reyerta y golpeé a uno de los criollos. La muchedumbre soltó un grito de sorpresa y al cabo de unos segundos apareció la seguridad.
—¡Ay Dios mío, pero qué está haciendo, Santander! ¡Venga pa’ acá!—escupía mi madre desesperada mientras Moral la agarraba por la cintura.
El odio que había guardado por años en mi corazón hacia los criollos metiches salió a flote en un momento verdaderamente inoportuno. Toda esa ira se vio apaciguada con ese puño feroz. Don José estaba más que sorprendido. Don Luis de Rubio me miraba con desprecio.
—¡Pero qué hizo Santander!
Al final un par de hombres más corpulentos que los criollos me apresaron y me llevaron lejos del alboroto. Mi mamá y Moral nos seguían desde atrás.
Me dijeron luego que lo que tenía en el brazo era un objeto inglés y me encarcelaron por establecer nexos de aparente contrabando con un extranjero.
A través de las rejas, mi madre me dijo:
—Me debe doscientos pesos, huevón.
—Come here, boy!
—¿Me habla a mí?
—Yes, you. Come, get close…
Me le acerqué, sin entender ni mú de lo que decía.
—¿Cómo dijo?
—Do you want this?—me enseñó un objeto raro y reluciente, y mis ojos se abrieron de par en par—. Look, it’s a very valuable watch.
—¿Pero qué se supone que es?
—Here you are, buddy. Receive it as a special gift, and then leave this land—mientras me lo anudaba en la muñeca, decía—: Believe me, you do not want to stay here if you get caught with it.
—¿Que qué?
—Good bye, and good luck…
—Creo que me dijo que es como una calculadora portátil, aunque no entiendo por qué hay tantas líneas…
—Uy, ¿algún pretendiente indiscreto?
—Qué pretendiente ni qué mierda, Moral. En serio, no le entendí ni papa de lo que me dijo.
—¿Y tú por qué aceptas cosas de extraños?
—¿No te digo que no le entendí nada al tipo ese? Ese tipo vino, estiró el brazo, me dijo cosas en las cuales pudo aventarme la madre sin yo darme cuenta y luego se largó con las mismas.
—Eso me suena raro...
Por la ventana vi pasar a los mismos tipos de hace un rato, pero esta vez con una sonrisa en los labios.
—Esos de seguro hicieron alguna maldad. Mírale la perversión en sus rostros
—Y hasta más.
—¿Y cómo está tu mamá, Santi?
—Pues igual de loca…
—No entiendo por qué la tratas así.
—Ella misma se lo busca por payasa y chismosa. Ya me tiene aburrido. Anoche tampoco pude dormir por culpa del pálpito ese…y después la peadera…
—¡Oigan! ¡Algo pasó allá afuera!
El sujeto gordo se atragantó con un bocado de lo que fuere su comida cuando un blanco le golpeó con el codo la espalda. Todos impensadamente resolvimos asomarnos por las rendijas de la ventana a ver qué pasaba.
—Ve, Santi, ¿la de allá no es tu mamá?
La vieja chismosa esa estaba en primera fila, con las uñas en la boca. Yo me acerqué y le coloqué la mano en el hombro.
—Ay mijo, esos tipos comenzaron a gritarse. Mira como me tienen al señor José…—dijo.
—Ahí estás pintada tú, mamá, dando chismes incompletos.
—Pero mijo, si no sé ¿qué quieres que haga? ¿Que me lo invente?
Camino a donde Moral vi al malhumorado don José barriendo la terraza de su local comercial; inesperadamente dos hombres lo saludaron. Igual de rápido caí en cuenta que habían sido aquellos mismos criollos. Qué vaina de rara, pensé, y luego vi que los hombres empezaron a conversar con el comerciante; no oí muy bien lo que decían, ya que pasado un rato me aburrí de observarlos y proseguí mi camino. Creí haber sentido después que la conversación se tornó acalorada, e imaginé las venas dilatadas en el cuello de un ahora rabioso don José.
—Creo que hablaban de Villavicencio.
—¿Y esa vaina?
—Pues no sé, yo sólo cumplo con contarte, Moral.
—Bueno, pero no tienes por qué alterarte—al rato añadió—: ¿Tú crees que le quieran hacer algún daño?
—Qué va, ombe. No creo que don José se deje mangonear de un par de criollos.
—Uy, no pues, qué haremos con el raza pura…
—¡Ve! ¡Partieron esa mierda!
Las gordas dejaron su oficio para contemplar el florero roto en el suelo. Mi mamá se llevó las manos a la boca, completamente absorta. Yo todavía tenía ganas de golpear a alguien. Unas indias dejaron caer al piso las bolsas de mercado, y Moral aprovechó la trifulca para tomarme de la mano. Se había partido el florero de Llorente, y los culpables habían sido un par de criollos aparecidos. Enfurecido por la burla de esos sujetos, troté hasta donde había sucedido la reyerta y golpeé a uno de los criollos. La muchedumbre soltó un grito de sorpresa y al cabo de unos segundos apareció la seguridad.
—¡Ay Dios mío, pero qué está haciendo, Santander! ¡Venga pa’ acá!—escupía mi madre desesperada mientras Moral la agarraba por la cintura.
El odio que había guardado por años en mi corazón hacia los criollos metiches salió a flote en un momento verdaderamente inoportuno. Toda esa ira se vio apaciguada con ese puño feroz. Don José estaba más que sorprendido. Don Luis de Rubio me miraba con desprecio.
—¡Pero qué hizo Santander!
Al final un par de hombres más corpulentos que los criollos me apresaron y me llevaron lejos del alboroto. Mi mamá y Moral nos seguían desde atrás.
Me dijeron luego que lo que tenía en el brazo era un objeto inglés y me encarcelaron por establecer nexos de aparente contrabando con un extranjero.
A través de las rejas, mi madre me dijo:
—Me debe doscientos pesos, huevón.
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