Había pasado muy cerca de la orilla, como nunca, y ahí había visto por primera vez a los amantes. Ahora lloraban. Lloraban aquellos miserables lagartos comprometidos. Él entonces se guardó el preciosímo anillo que tenía en una mano, y con la otra se quitó el pasamontañas. Le dio una última mirada jocosa a los amantes mientras volvía a agarrar el revólver con sus ademanes de reptil tembloroso...
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