jueves, 11 de abril de 2013

El bramido del silencio

Al fin y al cabo a Eduardo ya le daba lo mismo. Cansado estaba de ignorar la algarabía que formaban sus padres, y eso que últimamente andaba metido de cabeza en su mundo imaginario más de lo normal. Se resarcía a cada tanto diciéndose a sí mismo que qué carajos, que hagan lo que se les dé la puta gana. Pero la bulla no daba tregua. Y entonces, sólo entonces Eduardo era consciente que las nubes de la imaginación a veces se esfumaban ante la dolorosa realidad. 
Los rayos del sol de cuatro de la tarde derretían las hebras negras de su flequillo. Hacía dos horas que Eduardo había regresado del colegio, mas no había tocado un solo cuaderno desde entonces porque no tenía ganas de hacer nada. Con la imperdonable seriedad fría que invade los rostros de los pesimistas, creaba formas raras en el techo de su habitación, en un intento fallido por olvidarse de sus problemas, aquellas vulgares nimiedades que se colaban diariamente en su cabeza. Cuando se aburrió de aquello agarró a sus fieles héroes y pasó otra hora ideando el combate perfecto. Veía con los ánimos por el suelo al muñeco de Gokú dándole una monumental paliza al robo9000 de tercera generación. Pero aquello tampoco ayudó a silenciar la algarabía de sus padres.
No pensó en ningún momento en lo inmaduro que pudiera verse un muchachito quinceañero jugando con muñecos. No pudo evitar pensar, sin embargo, en que el lunes ya tendría que salir a buscar trabajo, en que tenía un súper examen al día siguiente y no había estudiado nada. Bueno, a decir verdad en el colegio no le estaba yendo muy bien que digamos. Y para rematar, las cosas con su novia estaban más que podridas. 
Pretendía pulverizar sus problemas con ayuda del poderoso kamehameha de su héroe Gokú. Claro, Gokú la tenía más fácil; a él no le tocaba buscar trabajo. A él no le tocaba lidiar con padres fastidiosos, y, si quería, podía irse muy, muy lejos, y olvidarse de todo y de todos. Eduardo recordó las mil y un noches en que, llorando, pedía a Dios pulverizar a todos con una genkidama. 
Eduardo vivía con sus padres en una pequeña casa a mitad de cuadra de alguna ciudad de la costa, en donde el calor se le colaba a uno hasta los huesos. A unos pocos metros de allí quedaba el billar al que iba todas las veces que podía su padre, y del que regresaba con una intensa borrachera. Pero antes de eso las discusiones enardecidas ya eran costumbre, y se habían agravado, suponía Eduardo, porque había perdido tres “importantes” materias. 
Aburrido finalmente de pelear con sus muñecos, Eduardo estaba ahora ante la pared que dividía el largo pasillo del cuarto de sus padres. Su enorme maletín le pesaba en los hombros. El delirio de huida había llegado a su punto final. 
Preparaba el discurso que les iría a dar con la cara clavada en la pared. Se miraba los tenis mientras murmuraba un adiós y un no me volverán a ver. Suspiró y de repente sintió sus ojos llenos de lágrimas al darse cuenta de que le estaba suplicando a una pared que le dijera adiós a sus padres por él. 
Pero, bueno, ¿y qué hacía hablándole a una pared? ¿Acaso ella iría a contestarle? Suspiró una vez más. 
Ay, si las paredes hablaran… 
Y entonces, invadido nada más que por arranques de pura ingenuidad y tontería, se le ocurrió preguntarles. La sorpresa fue enorme cuando de repente la blanca pared a sus espaldas masculló una serie inentendible de palabras. Eduardo permaneció en shock mientras sentía unos dedos de cemento rozándole la médula. Se volvió y con estupor vio cómo aquella estructura de cal se despegaba del suelo, del techo y de las paredes vecinas. Permaneció la pared varios minutos contemplando el rostro estupefacto de Eduardo, y luego se hizo a un lado y dejó ver a los padres igualmente atónitos. 
Eduardo vio que uno de los ojos de su madre estaba amoratado y, todavía en shock, siguió con la mirada a la pared triste correr con pies de ladrillo hasta la puerta y salir a la calle. Con la sangre hirviente corroyéndole las sienes había decidido olvidar para siempre aquella penosa escena, y con pasos de héroe de guerra siguió el rastro de la pared. 
La encontró sentada en un banco de la acera que estaba en la mitad de una calle bastante lejos de su casa. Eduardo se sentó a su lado, callado, calladito, sin saber a ciencia cierta qué decirle. ¿Qué se supone que le diga uno a una pared viviente para animarla? 
—Los humanos son tontos. Predican y predican el perdón y las buenas maneras pero no las practican…—Eduardo percibió un quebranto inconsolable en la voz de aquella pared—. No sabes todo lo que tiene que aguantar una pared. Todas las porquerías que uno ve en un cuarto, todo el desorden, todo el maltrato… 
Las gruesas rajas de humedad partían sin piedad la blanquecina piel de la pared. 
—No es la primera vez que le pega. 
Eduardo le dio unas palmaditas como diciéndole que no dijera más nada. No quería hablar de sus padres. Le daba lo mismo si se mataban a golpes, aunque el estómago se le revolvió con semejante pensamiento tan despectivo. De pronto la pared se llevó sus manos de ladrillo reseco a su cara y rompió en llanto. 
—Ah, ¡qué miserable vida ésta! ¡Tener que soportar sin rechistar todo lo que pasa a tu alrededor! Al menos ustedes pueden taparse los oídos, aniquilar al sujeto que habla o simplemente cambiar de canal, pero nosotros…, no, nosotros tenemos que tragárnoslo todo… 
Eduardo sintió un nudo en la garganta. Se sintió repentina y fuertemente identificado con esa miserable pared. 
—Al menos yo pude liberarme…, pero está Betty, la del estudio. La pobre es muda y está atrapada por la ventana y unos muebles. Jamás podrá liberarse… aparte es muda, y…, ah, qué injusto. La pobre va a explotar un día de estos antes de que se la termine de comer la humedad… 
Eduardo sintió mucha pena. 
—¿Por qué no habías hablado antes?—preguntó. 
—Nadie nunca nos había preguntado cómo nos sentíamos. Bueno, quién quiere escuchar a una pared boba y parlanchina… 
—Yo. Yo la escucharía. 
La estructura de la pared se torció un poco. Parecía mirar a Eduardo a los ojos. Eduardo imaginó una enorme sonrisa dibujada en su estuco, que se desboronaba a granitos como sudor por sus pequeños brazos. 
Entonces Eduardo vio que la pared se levantó del banco. Los carros pasaban con sopor y rapidez por la diagonal, y las palmeras y los palitos se batían con la brisa sofocante que ahogaba a Mamatoco. La pared parlanchina caminaba lentamente hasta la carretera. Eduardo no dejó ni un momento de mirarla. Era libre, se había desahogado por fin. Eduardo estaba tan feliz por ella, que no se daba cuenta de lo que hacía. Los taxis y las busetas rozaban su estructura y la desbarataban más. 
—Hablar, quejarse, parlotear… no es más que entretenimiento—la pared estiraba sus brazos y dedos de ladrillo—. Los humanos sólo sirven para eso. Quejarse, quejarse, Nada ganan con quejarse si se van a quedar todo el día viendo televisión o escuchando reggaetón. Esta sociedad está sorda. Necesita urgentemente oídos nuevos. 
Eduardo formuló mentalmente las preguntas cruciales, pero no se atrevió a abrir la boca. ¿Cuándo llegará el día en que esta sociedad sorda pueda volver a oír? ¿Acaso nos alcanzará la vida para presenciar una sociedad con ánimos de escuchar? 
La pared amigable pareció leer sus pensamientos, o eso pensó Eduardo. Supo que quiso contestar, pero Eduardo sabía bien que esta vida no soportaría aquella respuesta. 
Un estruendo súbitamente violento sacudió el entendimiento de Eduardo. Una tractomula atravesó a paso feroz la estructura debilitada de la pared. Los ladrillos y pedacitos de cemento rodaron por las calles y golpearon las ventanas de todas las casas del barrio. El viento sopló a través de los cabellos de Eduardo, quien, ahora arrodillado en el asfalto, recogía con lentitud unos pedacitos de aquel cemento mártir, el cemento de aquella finalmente libre ánima despedazada. 
A Eduardo aún le pesaba la mochila sobre sus hombros. El dulce atardecer bañaba con sus rayos naranjas las cabezas de los transeúntes impávidos. Mientras el sol se ocultaba bajo la maraña de pinos del lejano horizonte, Eduardo pensó mucho en las reflexiones de la pared. Pensó en ello incluso en la van de Berlinas camino a Barranquilla, a donde iría a encontrarse con su primo Ernesto que lo esperaba con los brazos abiertos. 
Él seguramente lo escucharía. Claro, siempre lo había hecho. 
Siempre lo hará. 
Apoyado en el mullido asiento pensó en sus destrozados padres, en su inmadura novia y en la muda Betty. Pensaba en que ya no le pediría a Dios el poder para pulverizar al mundo con una genkidama, puesto que sabía que ya no le daría tan duro el tener que afrontar los problemas. Sabía que, si bien ahora no era escuchado, llegará el momento en que finalmente podrá desahogarse, y ya las lágrimas serán menos frecuentes. 
Pensó, por último, en contestar a esa pregunta que él mismo había hecho, allá, en donde la lluvia de asfalto había bañado su rostro y el ánima libre había trazado su sonrisa… 
Pero esa respuesta ni siquiera las paredes la sabían.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario