Claudio sabía muy bien que la Gran Ciudad no era para él, pero le quemaban el alma las ansias de conocerla y oler los libros de los que tanto le hablaban en el colegio. Era de lamentar que en Laverna no hubiese bibliotecas, además de que ninguno de sus habitantes pareciese inmutarse ni hacer algo al respecto.
Bueno, a decir verdad, por esa época tan incierta el único que tenía acceso a ellos era un señor muy acaudalado y antipático, y como Claudio no era un niño que destacase precisamente por su buena conducta, además de ni siquiera esforzarse por sobresalir de entre los niños del pueblo, dicho señor no lo veía con muy buenos ojos que digamos. De modo que Claudio era un niño muy infeliz sin un libro con qué entretenerse, que pasaba sus días, tardes y noches embargado por la más grande de las tristezas mirando a través de la ventana.
Pero un día, alas tres de una de esas tantas tardes calurosas, se levantó bruscamente de entre los pollos que alimentaba. ¡Ya estaba! ¡Tenía que hacer algo por cambiarla situación! Ya lo había decidido. Acariciando a la gallina más cercana salió despedido a su habitación, pero la prisa se le vio interrumpida al ver a su hermano tendido en la cama, quien lo miró con una sonrisa tan triste como apagada y luego volvió la vista al libro que tenía sobre el regazo. Claudio esperó a que Conrado se durmiera, con el corazón latigándole a mil por hora en el esternón. Le dio gracias a Dios porque su hermano era de aquellos niños que se dormían con facilidad cuando leían libros, y al poco rato sucumbió ante Morfeo. Claudio agarró su chaqueta, se la puso y con el maletín en las manos salió en cuclillas de la habitación. Sólo en el pasillo descubrió que había decidido encaminarse a la incierta fortuna de la Gran Ciudad.
Por supuesto que, al llegar a la Gran Ciudad, la imagen de ella que tenía Claudio en la cabeza se esfumó por completo. Pero no fue nada malo lo que vio. Era un niño de muy altas aspiraciones, y aquello ante sus ojos lo entusiasmó e instintivamente se le dibujó una sonrisa grandísima que le hizo arder las comisuras de sus labios. Corrió y corrió por los andenes viendo totalmente extasiado los letreros, las vitrinas de las tiendas, los exquisitos pasteles y postres de la panadería y olisqueando las viandas de un restaurante muy fino a unos metros. Claudio sintió que estaba en otro mundo, ¡su mundo! y entonces supo que todo estaba bien. Incluso se olvidó de los libros, de las bibliotecas, de los pollos y de Laverna.
Mientras iba alargando el camino vio una hermosa niña de vestido rosado que se le pasó por delante, e igual o más extasiado que cuando vio los locales comerciales de antes la siguió Claudio alegremente por toda la calle, y en un rato se detuvo confundido ante la imponente biblioteca de la Gran Ciudad.
Aquello no se comparaba en nada con la "mansión" del señor acaudalado y antipático de Laverna, no. Este edificio era bastante mucho más grande. Jesús, ¿esta es enserio la biblioteca? se preguntó Claudio. Y siguiendo el paso de la niña, quien ni siquiera sabía de la existencia de Claudio, entró.
El olor a libro nuevo le embadurnó las narices y le llegó hasta el cerebro. Cuando abrió los ojos vio que la niña del vestido rosado se sentó delante de una mesa repleta de libros gigantescos, e imitando su gesto, Claudio halló una silla y se ubicó a dos puestos detrás de ella. Después mirando a su alrededor descubrió la gran ventana, más bien la gran pared transparente, y a su vez el hermoso paisaje que a través de ella se veía. Árboles frondosos, edificios y rascacielos modernos, carros y motocicletas a lo lejos, personas con vestidos caros zapateando en aquel asfalto todavía desconocido para él.
Claudio percibió una silueta pequeña por el rabillo del ojo, y vio que se trataba de un ave. La siguió con la mirada hasta verla desaparecer por sobre la cima de una extraña montaña allá en el horizonte. Claudio entonces descubrió el gran volcán de la Gran Ciudad, y de súbito los libros en las mesas de la biblioteca comenzaron a temblar. Claudio se asustó notoriamente y cuando volvió la vista al volcán, descubrió la razón del miedo de los libros. La cabeza de la montaña expulsó una serie tempestuosa de rocas, y luego algo que parecía un líquido amarillento. Claudio oyó entonces un grito de sorpresa por parte de la señora bibliotecaria, o bien la que él creía que era la bibliotecaria por sus gafotas de cadenita y su falda anticuada y su peinado alborotado, que se acercaba a la ventana. La niña delante de él también miraba hacia la ventana, y sólo por la expresión de su cara Claudio supo que algo andaba realmente mal.
Los adultos que por ahí andaban agarraron a los niños por los hombros y con voz entrecortada los sacaron de la biblioteca. Claudio tuvo tiempo de guardarse un par de libros en el maletín, algún día seguramente estaría bien aburrido y tendría con qué distraerse, y arrastrado por el brazo grueso de un señor salió al fin.
Afuera todo era un caos, y Claudio no hubiese creído que se tratase de la misma Gran Ciudad amable y llena de oportunidades que lo había recibido hace tan solo unos minutos. Gente despelucada y aterrada corría de un lado para otro, unas con enormes bolsas con fruta y otras con bebés y niños pequeños en los brazos. Claudio también corría, sacudiendo en un brazo el maletín con los pesados libros. Su mente se distrajo un momento al pensar en por qué había tenido que escoger esos libros tan pesados, y se reprochó su estupidez. Cuando por fin se libró de sus pensamientos vio al final de la calle a la niña del vestido rosado, parada,inmóvil, con el rostro alzado mirando hacia algo en el cielo. Claudio llegó desbocado hasta su encuentro y, siguiendo el hilo de su mirada vio que señalaba una silueta negra que venía descendiendo hacia ellos. Claudio se asustó al vislumbrar que se trataba de un enorme ganso, extraño animal que no veía desde que su abuelo había muerto de una gripe aviar y que hubiesen sellado su bella camada de gansos, y vio que en el pico llevaba algo dorado y reluciente. La niña del vestido rosado abrió la boca para decir algo, pero Claudio no oyó nada más que el graznido del ave mientras tiraba en sus manos un hermoso reloj de bolsillo. Estaba brocado con diamantes y era extremadamente frío al tacto, lo cual le hizo erizar los vellos del brazo. Sintió luego el aleteo del ganso mientras partía, y Claudio sintió sus plumas rozándole muy cerca de sus mejillas. Totalmente sobresaltado miró a la niña, quien le correspondía la mirada, pero a diferencia de él, ella se mostraba alegre y a la expectativa. Claudio pensó en lo rara que era y volvió la vista al reloj.
Antes de que se diera cuenta, la niña a la que todavía no había tenido la valentía de preguntar su nombre lo había agarrado del brazo y lo había arrastrado hasta las puertas de una casita. Claudio tardó un poco en darse cuenta de que se trataba de su casa, la casa de ella, y con timidez respondió a la invitación que le hacía la niña a entrar.
Claudio miró los muebles bonitos de la sala y una grabadora tan rosada como el vestido de la niña reproduciendo una canción de moda sobre una mesita color caoba. Después buscó con los ojos a la niña y vio que estaba guardando unas cosas en un maletín igualmente rosado. Claudio, que se distraía con facilidad, se olvidó por un momento del desastre que se les venía encima y se concentró en las mejillas sonrosadas de la niña y de sus hermosos cabellos negros que le caían por los hombros como suaves rocíos de petróleo, según él mismo redactó en su mente. Claudio luego se pellizcó el antebrazo sobre la chaqueta, reprendiéndose por ser tan pendejo. Por Dios, ¡estaban a punto de morir calcinados y él no hacía más que embobarse con una niña que apenas conocía!
La niña le habló, pero, sin quererlo Claudio no la escuchó. Al segundo llamado de atención, Claudio captó, corrió a su lado y ella le dijo que tenían que salir de ahí, que tenían que irse a Laverna. ¿A Laverna? ¿En serio? ¡Pero si ni bien había llegado a la Gran Ciudad! Claudio se llevó las manos a la frente y le preguntó a la niña por qué, si de todas maneras la lava los alcanzaría antes deque pudiesen llegar a Laverna, pero ella no le respondió, sino que le dijo algo inentendible y salió corriendo hacia más adentro de su casa. Claudio la llamó, ¡hey, niña, no me dejes aquí tirado! pero ella no regresó. Claudio frunció el ceño y se cruzó de hombros, pero no tuvo tiempo de enojarse, no. De pronto,algo en su garganta le hizo toser, y levantando la vista miró atemorizado la silueta negra que se le abalanzaba. El ganso, ¡el ganso de hace un rato! ¡Dios!Del susto se cayó para atrás embistiendo unos muebles del camino. El ave tenía los ojos rojos y encendidos, y en su pico relucían unos filosos dientes de piraña. Claudio la esquivó como pudo, en un intento porque aquello no le arrancara la cabeza de un mordisco, y lo único que logró hacerle el ganso fueron unos rasguños superficiales en la manga de la chaqueta. Para cuando quiso incorporarse ya el ave había desaparecido, y en el aire se quedó resoplando un eco: cinco minutos.
Oh, mi buen Jesús. ¿Acaso aquel animal le había hablado? Sí, de eso no había duda. La voz sonó igual a un graznido de ganso. Pero… ¿cinco minutos? ¿Eso había dicho? ¿Cinco minutos… para qué?
Claudio se asomó a la ventana y recordó el desastre; la lava avanzaba amenazante por las playas y las riberas de los ríos. Claudio trataba de conservar la calma, pero descubrió que estaba más preocupado por el animal y lo que le había dicho que por una muerte segura y dolorosa. Cuando miró en derredor, no había en el cielo ninguna señal del ganso.
Claudio entonces salió raudo de la casa y se encaminó a su pueblo, ya que era más que seguro que su familia no sabía nada sobre el volcán activo. Algo en su bolsillo vibró con profundo estrépito, como si estuviese una pequeña persona convulsionando violentamente en su pantalón, y detuvo la trotada. El reloj. Ni siquiera recordaba que se lo había guardado. Sintió luego que se interrumpían sus pensamientos al percibir de súbito el sonido más ensordecedor, molesto,brutal, horrible que hubiese escuchado jamás. Con torpeza se tapó los oídos.
Había pasado el primer minuto. Claudio corría y corría tratando de evadir el nefasto sonido,pero éste no hacía más que aumentar conforme Claudio avanzaba. Laverna estaba cada vez más cerca, y en menos de lo que Claudio hubiese creído, ya estaba en la puerta de su casa. Con el corazón desbocado, con el entendimiento totalmente nublado por el mareo, tumbó la puerta y, limpiándose el sudor de la frente entró.
No había nadie. Claudio se extrañó, ¿por qué no habría nadie a las casi seis de la tarde? A esa hora ya mamá estaba ayudando a Conrado y a Catalina a hacer las tareas, y papá estaría quejándose porque la comida no estaba lista todavía.Pero no, Claudio descubrió más asustado que nunca que no había nadie en casa.Pensó que tal vez se habían enterado del desastre y habían huido, y se entristeció al pensar en que se habían olvidado de él.
Pasó el segundo minuto, y entonces el sonido se volvió increíblemente insoportable, y sin más corrió raudo hasta el escritorio de su habitación. Agarrando el martillo comenzó a darle al maldito reloj. La cara la tenía desencajada en una expresión entre aterrada e iracunda mientras se salpicaba del sudor de su brazo subiendo y bajando. El reloj desistió y quedó allí, destruido sobre el tablón,y ya aliviado, Claudio se apartó del escritorio y respiró con la boca abierta.
Pasó el tercer minuto. Claudio tuvo la corazonada de acercarse a tender la cama, y una vez más se pellizcó la pendejada. Quitando el pantalón arrugado de sobre el lecho, algo le hizo mirar a la ventana y respirar entrecortadamente. Un sonido leve, pero profundo trotaba hacia él desde los pinos. Abrió bien los ojos y sintió que,gradualmente, el sonido aquel se incrementaba, se aproximaba. Con todos los vellos de la nuca erizados sintió de repente una brusca vibración en el bolsillo. El reloj, ¡el maldito reloj del mal! ¡Estaba intacto y tan reluciente como siempre, allí sobre la comodidad de su pantalón! Le taladraba los tímpanos con su ensordecedor tic-tac, y su corazón parecía palpitar más ruidosa y sonoramente que nunca.
Cuarto minuto.Oh, Dios. Claudio respiró hondo cuando por fin se calló, y llevándose las manos a los ojos trató de limpiarse un par de lágrimas atrevidas de las esquinas de sus ojos. Entonces recordó a la niña de la Gran ciudad, y de un salto se levantó y corrió pues de nuevo a la casa de la niña.
Pero ella allí ya no está. Claudio la llama. ¡Niña! ¡Niiiiiña! ¿Dónde estás? ¿Estás aquí?Nada. Qué vaina. Ella también lo había abandonado. Claudio corrió ahora hasta la biblioteca, que sorprendentemente estaba impecable, sin una magulladura ni rasguño, y se extrañó al ver que la lava no se había movido desde la última vez que la vio, por allá en las faldas del volcán. ¿Habría estado alucinando todo el tiempo? ¿Habría sido todo producto de su activa imaginación?
Cuando entró en la biblioteca, llegado finalmente el quinto minuto, comprendió que no había sido un sueño. Allí, inundando todo el piso estaba la lava, ardiente y burbujeante, y osada dibujaba un camino que Claudio siguió con la mirada hasta encontrarse con los pies descalzos de la niña del vestido rosado. Claudio se sobresaltó al sentir unas cosas caminándole por las piernas, y con el maletín (se sorprendió al notar que todavía lo cargaba) las golpeó con todas sus fuerzas, dando gracias al voluminoso poder de los libros que había cogido. Luego miró otra vez hacia la niña y corrió, y casi se derrumba al ver en el piso el calcinado cuerpo de la bibliotecaria, o lo que quedaba de ella; Claudio lamentó que ya no quedara más que polvo de las gafotas y la falda anticuada de la doña, y tratando de conservar la compostura continuó el camino.
La lava no quemaba, cosa que le alivió en sobremanera, pero su alivio no duró mucho. Allá a los pies de la niña se estaba criando un fuego monstruoso, un fuego gigantesco y anaranjado que amenazaba con prenderla en una hoguera como las de la inquisición, y Claudio se asustó más de lo que pretendía. La lava, cuya consistencia parecía elástica ahí tirada tapándole los pies, reptaba por las pantorrillas de la niña y acariciaba sus codos y cabellos largos, pero sus cabellos largos ya no eran negros petróleo, no.
Claudio corrió entonces por un balde de agua (el pobre Claudio, aparte de distraído, tonto. ¡Cómo esperaba encontrar un balde de agua en una biblioteca!), y cuando volvió descubrió que los cabellos de la niña se habían blanqueado y que sobre su frente reposaba un triángulo negro azabache muy reluciente. Aquello se abrió y se lo tragó, y todo fue negro.
Finalmente salió corriendo de allí, y lo penúltimo que recuerda haber visto es a su madre reprenderlo por haber dejado solas a las gallinas de su casa. Claudio miró a su alrededor confundido, ¡la niña! ¿Dónde está la niña? ¡se la comió el ganso, se la comió el ganso! Pero se dio cuenta tarde de que ya ella no necesitaba ayuda,y comprendió de muy mala manera lo alejada e ignorante que se encontraba Laverna de todo lo que sucedía a su alrededor, y que así sería por los siglos de los siglos, puesto que ni su mamá ni ningún miembro de su familia sabía que los colmillos de aquellos pollos, tan aparentemente inofensivos y febriles, la última cosa vista por los ojos aterrados del muchacho, se estaban dando un festín con Claudio, y que la gripe aviar, más bien una extraña y rábica forma de la gripe aviar de la adorada camada de gansos de su abuelo no había hecho más que penetrar hasta el fondo de la médula de Claudio, literalmente, durante los últimos cinco minutos de la tarde,bajo la más majestuosa puesta de sol que bañó los cielos de pueblo.
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