viernes, 20 de abril de 2018

Cosas que me dice un ser arácnido

Llegué a este mundo a las seis de la tarde de un catorce de agosto, retrasada cuatro días para mi papá, quien deseaba tenerme como regalo de cumpleaños. Fui bautizada en honor a Oriana Fallaci, e incluso mi primer apellido también es italiano. Russo eran la mayoría de los italianos que llegaron desde Ciénaga a Santa Marta, ciudad que me vio nacer hace veintisiete años. 
Amaba (y amo) mi nombre. No sé. Creo que es algo que he sentido siempre. Es una mezcla extraña, nombre largo, otro nombre largo, apellido corto y, finalmente, un apellido largo. Recuerdo que a la mayoría de mis compañeras de colegio no les gustaba su segundo nombre, y cuando el profesor o profesora de turno llamaba a lista, suplicaban casi de rodillas que fuesen llamadas por su nombre de preferencia. Cuando llegaba mi turno, todas las caras se inyectaban en mí, como esperando de mí la misma desaprobación, pero yo no decía nada. Es más, sonreía al sentir ese pequeño escalofrío sacudiéndome la boca del estómago al escuchar mis dos largos nombres. 
Solía creer que todo pasaba por algo. Creía que el destino estaba escrito y que Dios tenía un plan para todos y cada uno de nosotros. Que hasta los nombres de cada quien guardaban secretos, señales, destinos predispuestos sobre nosotros, como si en vez de seres humanos con alma fuésemos simples fichas de ajedrez. Ya no. O al menos gran parte de eso ya no lo creo así. Más que piezas de ajedrez, para mí hay una fuerza. Dios, Alá, Naturaleza, como quiera llamarse. Hay algo que nos mantiene a todos envueltos en una enorme telaraña, con su seda incrustada en nuestros cuellos. Se comunica con nosotros a través de señales que pasan desapercibidas, usando un lenguaje prácticamente invisible para el ojo desnudo. Y yo anduve ignorando todas las señales de aquel arácnido que nos vigila por mucho tiempo.
Nací un catorce de agosto. 1408 se llama un cuento de Stephen King, uno de mis autores favoritos. Mi papá me puso Oriana y mi mamá me puso el Patricia. Oriana Patricia. Eso debería ser motivo suficiente para que este pedazo de culo mío se hubiese sentado desde siempre delante de un computador, con los ojos clavados en el documento de Word en blanco, desangrándome sobre las teclas sin pestañear.
Me llamo Oriana Patricia y no termino nada de lo que empiezo. Creo que en eso se resume todo lo que se tiene que saber de mí. Voy para cinco años con el manuscrito de una novela infantil, un manuscrito que he cortado, cosido, re-cosido, recortado, pegado, babeado y demás, pero todavía sigue ahí. Sin salir a la luz. Es una novela que estoy haciendo desde que salió el concurso del Barco de Vapor en 2013. Sin embargo, sigue inédita hasta el sol de hoy.
Resulta que, para este concurso, uno de los requisitos de participación era enviar el manuscrito bajo un seudónimo. Por ese entonces yo me las tiraba y que de "Oriana D.", porque recién había descubierto a Robert Downey Jr. Me río escribiendo esto al recordar que me creía una Downey, cual concubina o algo así. En ese entonces, además, tenía el manuscrito… digamos que terminado. Así que ya estaba preparada para enviarlo. Sin embargo, al releer las bases del concurso, en el numeral 14 recuerdo bien, decía que no permitían seudónimos que recordaran nombres propios. Quedé totalmente en blanco. Bueno, Oriana D. suena a un nombre propio. Es mi propio nombre. Maldita sea. ¿Qué hacer? Esa pregunta permaneció conmigo por muchos meses. Justo al mes de cumplirse el plazo del concurso decidí ponerme a anotar ideas de seudónimo. Entonces, en una hoja escribí "Oriana D" y comencé a escribir anagramas con sus letras. Llené como tres o cuatro páginas con puros anagramas, hasta que di con uno que me gustó: "danairo". Danairo. Vaya la vaina. Mo-no-cu-co. Pero aun así no me terminaba de convencer. Después hice aún más anagramas de esa palabra, y quedó "dainaro". Un cambio sencillo, pero significativo. Así me gustaba más. Lo miré primero con satisfacción, luego como con asco, pena, confusión, y finalmente con resignación. De pronto un pensamiento llegó a mi mente como un rayo. Me dije: “hey, pero… ven acá. Mi apellido no es Downey. O sea, esa letra D no debería ni siquiera estar ahí”. Lo dudé un par de minutos, masticando el borrador del lápiz, para equilibrar a éste sobre los labios. Entonces sustituí la letra de por la r, la letra inicial de mi apellido verdadero, y finalmente, di con "rainaro". Ay, mi madre. Lo había encontrado. rainaro. rainaro. rainaro. Lo repetí como treinta mil quinientas sesenta y seis veces, ahí, bien bajito, como en secreto de confesión conmigo misma. Me gustaba cada vez más. Sonreí y desde entonces firmo todo lo que hago con esa palabra. rainaro. Así, sin mayúscula inicial. 
Tiempo después, un antiguo profesor mío en esto de la literatura, colega, buena gente, me sugirió que me cambiara el nombre. Que en la cédula pusiera “rainaro”, en vez de Oriana patricia. Yo me encogí de hombros. Le expresé en el momento que me parecía un sacrilegio. Hoy, escribiendo esto, caigo en cuenta de que hace mucho tiempo que rainaro dejó de ser Oriana Patricia. Hace mucho tiempo que rainaro dejé de ser yo. Tiene vida propia. Se mueve a velocidades que no gobierno. Se sacude. Es espontánea. Vende bolis, cuenta chistes. Es una máquina de humor y vitalidad las 24/7. 
No. Nada que ver conmigo.
Y bueno, ya para terminar el cuento: no. No gané ni quedé de finalista en dicho concurso. Lo que sí gané fue una confianza, una actitud, una vaina rara que no sabía que quería, pero que necesitaba.

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