lunes, 7 de mayo de 2018

22 de marzo de 2018

Fue un sueño agobiante. En él yo era un hombre. Un mesero. Trabajaba en un hotel grande y suntuoso. De pronto, el dueño se vuelve loco y comienza a dispararle a todos los presentes con su escopeta. Vi cómo cayeron todos mis compañeros como si fueran fichas de dominó mientras huía. Corrí a refugiarme en la terraza del hotel, detrás de unos muros. Las balas seguían volando, los gritos de la gente cada vez más ensordecedores. Corrí a avisar a la gente del otro lado del hotel para que escaparan, pero ahora, escribiendo esto, no recuerdo si lo lograron. Estaban demasiado aturdidos. Además, las rejas de ese lugar eran muy altas y puntiagudas. 

El jefe seguía disparando. Ya nada más quedaba yo. Corría y corría sobre el océano de muertos, en un intento por escapar. Llegué a la salida, que estaba custodiada por una especie de mujer demonio. Ella me dijo: “De aquí no escaparás vivo”. Entonces la esquivé, agarré un murciélago que iba volando e hice que me mordiera. Inmediatamente me convertí en un vampiro y pude salir volando de ahí. 

Volaba, pero lo hacía de una manera lenta y distraída. Después de mucho trastabillar aterricé en lo que parecía una oficina de correo. Ahí me encontré con una mujer negra, esbelta, bien bonita. Era mi mujer. Le dije: “Tenemos que irnos. Ya”, pero no me hacía caso. Tenía que llevármela. Ese iba a ser el primer lugar en donde el loco de mi jefe me buscaría para matarme, y de paso la mataría a ella. Ella me hablaba con evasivas, que estaba ocupada trabajando. Ella en eso se volteó y me miró. Notó que estaba pálido y cadavérico. Me preguntó por qué, a lo que yo respondí cargándola sobre mi hombro para salir de ahí volando. 

Llegamos a una suerte de parqueadero, donde había muchos vehículos tipo jeep de viaje. Nos montamos en uno de ellos, dentro del cual, no sé por qué, estaba también Samia, mi amiga, con su mamá. El jeep iba demasiado lento para mi gusto y yo comenzaba a desesperarme. Sabía que el jefe estaba en mis talones. A lo lejos se escuchaban las sirenas de la policía y de ambulancias. Con horror me di cuenta que al conductor le dio hambre al pasar por el hotel y frenó ahí. Había con él un par de niños que pidieron helado, una suerte de banana Split bien pequeña. A mí me llegó una bandeja de pasta, de esas con forma de caracol. Me las comía con desespero, siempre mirando por encima del hombro. En ese momento vi hacia arriba y vi el nombre del hotel en letras rojas sobre una pared amarilla. A mi lado izquierdo había una mujer con una bebé. La niña me cogía de mis pastas. A mi lado derecho estaba Mayleika, otra amiga, no sé por qué, y decía que la bebé cogía de mi comida porque la veía más vacía. La madre, gorda, y de pelo rizado y negro, ni siquiera nos volteó a mirar. No hablaba. 

Esta escena no recuerdo si pasó primero o pasó después que la anterior. Estaba dentro del hotel nuevamente. Recuerdo que las manos me temblaban del miedo. Estaba con el jefe, el dueño del hotel, que tenía su escopeta al hombro y se había quedado sin municiones. Me hablaba con una normalidad cínica, como si fuéramos amigos de toda la vida. Yo lo seguía por todos lados, pasando a través de unos intrincados pasillos. En eso me dijo que había encontrado municiones. Me las pasó dentro de una bolsa de ziploc: eran grandes, pesadas y de un color dorado que me encandiló. Creo que me preguntó si podía confiar en mí y me las entregó. Yo aproveché que se volvió y salí corriendo. Me persiguió gritándome hasta la salida de hotel. Allí vi que me miró con unos ojos desorbitados y enloquecidos. Y ese sueño terminó así, abruptamente, con él y conmigo mirándonos como si estuviésemos esperando a que el otro nos devorara. Finalmente me desperté, sudando, con un camino de baba marcado en el brazo que tenía sobre la cara. 

Ahora, escribiendo esto, se me ocurrió un posible final para esa historia. El jefe al final me encuentra. Me enfrenta y me apunta con su escopeta. Está sonriendo como un desquiciado porque cree que me va a matar. Yo me le acerco y dejo que me apunte la cabeza con su escopeta. Él sabe que soy un vampiro, por lo que me apunta al esternón. Entonces, de la nada, agarro el cañón con una mano y lo doblo a la mitad ante su estupor. Luego vuelvo a mirarlo, y con la misma mano le atravieso el pecho a él. Fue una escena impactante que no soñé. Me llegó como en un trance, algo así como una alucinación.

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