miércoles, 13 de junio de 2018

Día 2

Ángela y yo teníamos catorce años, cumplidos con un día de diferencia para ese entonces. Íbamos al mismo colegio, estudiábamos en el mismo salón, e incluso éramos vecinas. Me agarraba del brazo cada vez que caminábamos, apoyando la cabeza en mi hombro cada vez que se reía. Si cuento ahora los dedos de sus manos, y cuento los dedos de sus pies con la punta de mi lengua, tengo el número de días que bastaron para tragarme de ella. Y es que todo, absolutamente todo lo hacíamos juntas. Como hasta los diez entramos al mismo baño y nos reíamos tratando de orinar en el mismo inodoro. Éramos como uña y mugre. Yo era la mugre, por supuesto. Porque ella brillaba con luz propia, así, con su pelo desordenado como un sol oscuro, y con sus ojos grandes y negros, que delineaba siempre, resaltando sobre las pecas, con los cuales miraba todo como con impudicia, como preguntándose por el alma de cada cosa. Y brillaba aún más cuando se ponía ese vestido blanco, de encaje, que le marcaba las tetas de una manera que me encantaba. 

Se lo estrenó la Navidad en la que ella había pedido al Niño Dios unos patines en línea, y yo cojones para declarármele. Recuerdo que hasta me había arrodillado ante el Cristo de mi cama. El calor lo ralentizaba todo y atacaba hasta en las noches, llenando de zancudos la atmósfera. Como ella todo lo hace corriendo, hasta vivir, así se me acercó. Llegó a mi cuarto corriendo, con el sudor perlándole la frente y un par de gotas transparentando más el relieve de sus pezones. Se acostó a mi lado, el Cristo viéndonos desde arriba. Estaba aburrida, me dijo. Vamos al parque. Y salimos. 

Corrimos como conejos, saltando por entre las cercas y arbustos. Ella se quitó las chanclas y se puso a patear piedras. Aterrizamos en el parque casi sin aire, bañadas en sudor, el vestido aún más transparente sobre su piel. El columpio nos haló con un magnetismo igual de salvaje que la melena de Ángela. Ella se subió y yo me limité a empujarla. No sé en qué momento de la noche comenzó a acompañarnos la lluvia, ahí, riéndonos a carcajadas sobre el monte, con la boca abierta recibiendo el orgasmo del cielo cual bendición. Así, tal cual. Y fue como un orgasmo también para mí que el lindo vestido nuevo estaba arruinado. El agua dibujaba formas atrevidas en su pecho. 

Entonces pasó. Se tiró sobre la hierba, a mi lado, y con la boca abierta me abrazó, muerta de la risa y del cansancio. Alborotó el agua que me caía en el pecho y me pellizcó la barbilla. Después me besó. Se bajó la cremallera del vestido blanco, ese de encaje, y se subió sobre mí. Ahí permanecimos por largo rato, más mojadas que la lluvia. La brisa empujaba el columpio, cuyo sonido opacaba nuestros gemidos. El orgasmo del cielo se confundió con el nuestro sobre la hierba, y quedamos tendidas otra vez una al lado de la otra. 

Ya en la casa nos rodeaban las sábanas y bebíamos aguapanela caliente mientras nos reíamos en nuestro idioma. Nuestro idioma. El que también era de la naturaleza. Nos dormimos abrazadas, ahí, con el Cristo sobre la cabecera de la cama. Él también había dejado de ser niño. Y le di las gracias.

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