jueves, 14 de junio de 2018

Día 3

Esa noche Astrid apareció en el cuarto más temprano que de costumbre. 
—No molestes. Quiero dormir—le dije. 
—Ah, mira qué curioso—contestó ella—. Eso mismo dijo Mauro antes de zamparse las pastillas como caramelos. 
Con fastidio me acosté y me arropé. Pero Astrid siguió con su retahíla: 
—Adela se ahorcó con esta misma sábana...—dijo. 
Torcí los ojos. Entonces apoyó el cuerpo sobre mí y dijo: 
—Muchas cosas pasaron en esta casa, Gina. Esa gata... esa gata sabe todo sobre ti, sabe más cosas de ti que tú mismo. Hace a la gente... hacer cosas. Tienes suerte de que aún no se haya metido contigo, pero... lo hará. Sé que lo hará. 
Y ya no habló más.
Un rato después escuché que tocaban la puerta. 
Pum. Pum. Pum. 
Entonces me levanté y caminé hacia allá. 
En eso, los golpes se hicieron más bruscos. PUM. PUM. PUM. No. La artritis de Tía Eulalia le habría impedido golpear así. PUM. PUM. PUM. Astrid era más bien directa, ¿por qué coño tocar la puerta de esa manera? ¡PUM! ¡PUM! ¡PUM! El corazón me pateaba las costillas. ¡PUM, PUM, PUM! Fui acercándome cada vez más. ¡PUM!! ¡¡PUM!! ¡¡PUM!! PUM!! ¡¡PUM!! ¡¡PUM!! 
Entonces abrí la puerta antes de que terminara de despegarse de las bisagras. 
Y se hizo el silencio.
Miré a todos lados. Solo se escuchaba el ruido de mi respiración, como queriéndome tragar todo el oxígeno del planeta. Entonces escuché un maullido y al bajar la vista encontré a Sombrita en el umbral iluminado por la luz de la luna. 
Nunca olvidaré el resplandor nacarado que me lanzaron sus ojos esa noche.
Finalmente dejé que entrara al cuarto y cerré la puerta. 
—Hasta mañana, Sombrita—le dije sin mirarla.
Estaba a punto de quedarme dormida, cuando, al cabo de unos minutos, sentí cómo se retiraba suavemente la sábana de sobre mis orejas, pero no abrí los ojos sino hasta que escuché aquella voz gutural taladrándome el oído: 
Hasta mañana, Gina.

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