viernes, 15 de junio de 2018

Día 4

Incluso antes de abrir la carta, sabía lo que iba a decir. La verdad no sé por qué te molestaste en escribirla, y la verdad no sé ni para qué me molesto en leerla, si con largarte, ya me lo habías dejado todo claro. Aun así, sacudo el sobre con mis manos, lo pongo a contraluz para tratar de agarrar alguna pista de su contenido. Trato de pintarme en la cabeza tu cara mientras escribiste. Paso los dedos por el sobre. El relieve de tu letra sobresale en el papel. Suspiro al imaginar tu lengua paseando por el borde para luego sellarlo y echarlo en el buzón.

Suspiro mientras voy masacrándolo con las tijeras. Y sí. Sabía lo que iba a decir. Era de esperarse. Y en eso ya yo tenía más de diez años de experiencia. Diez largos años. Diez años y tres horas, si contamos las que pasé en el Metro, viendo a ver si asomabas la nariz. Y después de tanto tiempo, me escribes. ¿Por qué? ¿Por qué esperar tanto? ¿Y por qué a mano? Digo, estamos en pleno siglo XXI. 

El tiempo no perdona, y si crees que yo lo haré, estás muy equivocada. Nos conocimos en La Presentación. Yo me gradué de ahí, tú no. Desde preescolar, hasta octavo grado, donde pasó lo que pasó. Te vi por primera vez en la cafetería, y me sorprendieron tanto sus ademanes elegantes. Recuerdo que más que caminar, volabas. Paseabas las manos límpidas, de dedos tan blancos y delgados como el papel, acariciando todo con una suavidad increíble. Siempre sonriendo. Maldita sea. Confieso que en un primer momento detesté esa actitud de siempre ir feliz por la vida. Y tuvo que pasar mucho tiempo para que se me fuera el fastidio.

Ese viernes salimos de clases y te perseguí, ¿te acuerdas? Te seguí hasta el jardín de la entrada del colegio. Vi que te inclinaste ante la Niña María, que cerraste los ojos por largo rato y te persignaste. Fue en ese momento en el que me atrapaste. La brisa peinaba tu cabello, mezcla de amarillo soleado con blanco glaciar, con una gracia que me hipnotizó. Sacudí la cabeza para salirme del ensimismamiento y cuando abrí los ojos noté que me estabas mirando. Reíste bajito ante mi evidente sorpresa. Recuerdo que me preguntaste qué necesitaba. ¿Qué necesitaba? Coño, lo necesitaba todo. Necesitaba su nombre, su edad, su fecha de nacimiento, su signo zodiacal... Necesitaba mezclarme con tu alma, impregnarme algo de esa fe ciega a la Virgen, a Jesucristo, a Dios, a quien fuera, con tal de lograr parecerme a ti. Bueno, hasta ese momento, te juro, que sí quería parecerme a ti, era lo único que quería. Pero después me di cuenta que no solo quería parecerme a ti sino convertirme en ti, metamorfosearme en ti, fusionarme contigo. ¿Recuerdas que salí corriendo de los arbustos y comencé a sacudirte de los hombros? Ah, nunca olvidaré tu expresión. ¿Cómo le hiciste para seguir sonriente ante semejante ataque? ¿Cómo pudiste sonreírme a pesar de que estaba siendo una completa descortés? No. Nunca te molestó mi presencia, algo nuevo para mí. Entonces abriste la boca, bien calmada y todavía con esa sonrisa que ahora me enferma. Marta. Quince años. Diez de diciembre de 1993. Sagitario, O+. Y quise saber más. Quería saberlo todo, y al saberlo todo seguramente querría saber mucho más. 

Descubrí tu devoto cristianismo tres días después. Tres días en que rezabas más rosarios que lo que respirabas. Y tenías tiempo para mí. Me escuchabas como nadie. Nos trenzábamos los cabellos, como para no soltarnos nunca. Podíamos hablar de todo y de nada, mirar la nada y todo a nuestro alrededor, ser todo y nada. Dios mío. No. Me equivoqué de expresión. No es mío. Nunca lo fue. Es tuyo. Y cuando lo compartías conmigo… yo, una simple mortal que iba por la vida como quien no quiere la cosa, sin rumbo, me sentía purificada de mis pecados. Me sentía habitante de la Luna, me sentía en medio de una ensenada y rodeada de muchas flores blancas, todo al mismo tiempo. 

Si pudiéramos usar colores para nuestras almas, de seguro que la tuya sería blanca. Blanca, pura, brillante. Aunque… ¿color? No. Creo que tu alma sería más bien transparente. Sí. Porque podía verme reflejada en tus ojos. Podía ver mi boca abierta brillando sobre tu tez. Podía incluso ver pedazos de mi propia alma cayendo sobre tus pestañas enrojecidas. 

¿Te acuerdas ese jueves, después de inglés? Te tocaba limpiar el salón de noveno A, y casi se nos acababa el descanso. Nos sentamos a comer en las escaleras. Sentir mi carne viva sobre el frío mármol me gustó. Y te lo dije. Reíste. Recuerdo que demoramos para comernos los deditos de queso. La conversación que teníamos era mucho más interesante. Después me brindaste chicle y nos miramos. Sonreíste y alumbraste más que el sol, Marta. Me provocó besarte. Y lo hice. En un primer momento te dejaste, pero al cabo de unos segundos apartaste la cara y la escondiste entre tus manos. Después me miraste con esos ojos verdes tuyos llenos de lágrimas, y yo no entendía qué había hecho mal. Había pensado hasta ese momento que sentías lo mismo, que te morías por besarme. Y así me lo confirmaste. Tu boca dijo eso. Pero tus ojos transmitían otro mensaje. Me extrañé sobremanera. La abracé y casi no te dejaste. Se apartó en el momento en que Sor Juliana pasó y no dejó de mirarnos ni un segundo. Me confundí aún más, pero hasta ahí quedó. 

A la mañana siguiente las cosas siguieron su rumbo natural. Nos tomábamos de las manos cada vez menos, eso sí, y suspirábamos cada vez más. Uno que otro beso a escondidas, casi obligándote a rozar tus labios contra los míos. “¿Es que acaso no te gusto? ¿Es que acaso no sientes lo mismo?”, eran cosas que te cuestionaba. Y nunca me respondiste. Me dejabas en el abismo de la duda, que sentí mucho peor que si me hubieses rechazado. Cosa que hiciste a la semana. Y no precisamente por boca tuya. Iba a llevar unos libros a la biblioteca y me choqué con Gabriela. Ella, más chismosa que la palabra, me miró de arriba abajo y me preguntó por ti, que qué raro que no estaba contigo. Yo le dije que dejara de meterse en lo que no le importara. Entonces me dijo que tenía un dato que seguro me importaba, que la misma Sor Juliana se lo había confirmado. 

Creo que no esperé a que terminara de echarme el chisme. Tiré los libros y con las mismas salí corriendo hasta el jardín de Preescolar, nuestro rincón de siempre, y te confronté, casi sacudiéndote como la primera vez. Carajo, Marta, ¿cómo puedes hacerme esto, ah? No, no te dejes. No te dejes. Pero tan boba yo. El cuento no era que te dejaras o no. El cuento es que era tu decisión. Tú misma estabas dispuesta a tomar los hábitos, a amarrarte más el rosario al corazón, cuales espinas en las sienes de Cristo. Dios mío. No. Ni tuyo ni mío. Qué vaina. Y ahora lo pones a él antes que a mí. ¿No te das cuenta que ni siquiera quería dejar a Dios apartarte de mi lado? Maldita, sea, Marta. Maldita seas tú. Malditas monjas, maldita vida. Estallé, pero no recogiste los pedazos. Le diste una vuelta más al maldito rosario y lo empuñaste con tu mano temblorosa. No, Sara, me dijiste. Dios vino primero. Es que tú no entiendes. Y te fuiste. Y aún no entiendo. 

A la mañana siguiente quedé aún más perpleja, si es que eso era posible. Llegaste a mi casa llorando, tu cara ya no estaba blanca sino hinchada y colorada. Te abracé y te besé. Vámonos, te dije. Y nos reímos con una felicidad que creo que no volveré a disfrutar jamás. Una vaina rica que me corría por todas las venas del cuerpo y se quedó conmigo incluso a las dos horas de estarte esperando, en el Metro, todavía sonriente, porque me habías contagiado tu sonrisa, maricona. Hasta eso. No faltaba mucho para fusionarnos. Pero nunca se consumó. Nunca llegaste. Y por el periódico escolar, la edición del mes después, supe que te habías ido para Bucaramanga. En la foto ya te habías cortado tu hermoso cabello y le habían puesto ese velo del color del fango que tanto detestaba. ¿Tu sonrisa? Igual. Petrificada, pura. Estabas casi igual. Solo que ahora ya el rosario no estaba en tus muñecas sino en tu cuello. 

Y ahora, escribiendo esto, que no sé si es carta, memorando o tutela, que más bien debería demandarte por daños y perjuicios, me descubro llorando sobre el papel masacrado. Y lo sabía. Lo sabía todo, desde antes de empezar a leerla. Sabía qué dirías, sabía hasta qué palabras usarías. Leí todo como si estuviera leyendo mis propios pensamientos, todo, en menos de un minuto. Después lo arrugué hasta hacer de la carta una bola y la deposité en la basura. Una canasta perfecta. Salí. Y al otro de la calle, ahí estás. Sonriente, muy sonriente. Pero triste. Triste, pero sonriente. Una rara mezcla de tristeza y alegría. Una vaina rara. Pero no te dediqué ni un segundo. Seguí de largo. Deberías hacer lo mismo. Hay mal tiempo, y el hábito se te puede mojar.

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