Me levanto a las cinco y treinta de la mañana. Me pongo la camisa, anudo la corbata, agarro el portafolios y salgo. Tomo el metro. Llego a la oficina. Me siento. Tecleo. Tecleo. Tecleo más. A las doce del mediodía saco el portacomidas y almuerzo. Regreso a la oficina. Regreso a teclear. Se hacen las cinco y cuarenta y cinco de la tarde. Recojo mis cosas, las vuelvo a meter en el portafolios, salgo de la oficina. Tomo el metro. Llego al apartamento. Me desato la corbata, me quito la camisa, me lavo los dientes, me siento en la cama. Me acuesto a las diez.
Vuelvo a levantarme a las cinco y treinta de la mañana. Vuelvo a ponerme la camisa. Vuelvo a anudarme la corbata, vuelvo a agarrar el portafolios, vuelvo a salir del apartamento y vuelvo a tomar el metro. Vuelvo a la oficina. Vuelvo a teclear, a teclear y a teclear. Saco una vez más el portacomidas y almuerzo. Regreso a teclear. Se hacen las cinco y cuarenta y cinco de la tarde otra vez. Vuelvo a recoger mis cosas, las vuelvo a meter en el portafolios y vuelvo a salir de la oficina. Vuelvo a tomar el metro, vuelvo al apartamento. Me desato la corbata, me quito la camisa, me lavo los dientes, me siento en la cama y me acuesto a las diez. Otra vez.
Vuelvo a levantarme a las cinco y treinta de la mañana. Vuelvo a ponerme la camisa. Vuelvo a anudarme… anudarme. Debería anudarla a otro cuello más que al de mi simple camisa. Vuelvo a mirarme en el espejo. Vuelvo. Vuelvo. Vuelvo. Pero no regreso. Nunca estoy. Estas ojeras… esas siempre vuelven. Estas orejas… siempre largas. Pienso en papá y lo culpo. Estos dientes… estos malditos dientes. Pienso en mamá y la culpo. Cierro los ojos, muy fuertemente. Voy a la nevera. Son las seis en punto. Está sonando el himno nacional. Saco una cerveza. La destapo. Bebo casi hasta la mitad. Me limpio los bigotes con el brazo. Escupo. No son las seis de la tarde, pero me siento en la cama. Sé que debería acostarme, pero no lo hago. Miro las botas. Desato los cordones. Vuelvo a escupir. Vuelvo. Vuelvo. Vuelvo. No regreso. Estoy seguro que si tomo otro sorbo de Pilsen no regreso. Si me subo a este taburete, no regreso. Si coloco esta cabeza peluda dentro del hueco, no regreso. No regreso. Y qué si no regreso. Vuelvo, vuelvo y vuelvo a hacer cosas, pero nunca vuelvo en mí. Nunca a mí. Y ya no más. Ya no más. Ya no más.
Despierto. Estoy tan cansado que me he quedado dormido con la mejilla colgando de la cuerda. La mejilla en vez del cuello. Ah. Ni para eso sirvo. Pero la baba contra mis bigotes no es lo que me ha despertado. Me despierto escuchando el ruido del vidrio siendo golpeado. Debe ser alguien en la ventana, es lo que pienso. Me asomo. No hay nadie. Pero luego suena de nuevo.
Inclino las orejas paseando por el pasillo. Llego a la habitación esa. La basura de habitación. Abro la puerta. El ruido se hace más fuerte. Entonces lo sé. Camino hasta el pedazo de tela colgante. Lo aparto. Cae al piso, dejando ver el brillante espejo. Pienso en mamá. Aunque no sé si culparla. El ruido. El ruido viene a sonar y proviene del espejo.
—Por fin. Hola, Pablo.
Estoy tan perplejo que no encuentro palabras para decir fuera de este maldito monólogo en mi cabeza.
Alcanzo a balbucear algo inentendible. Le pregunto cómo es que sabe mi nombre.
—Yo lo sé todo sobre ti.
Le pregunto quién es.
—Me llamo Jordán. ¿Me dejas entrar?
Le pregunto por qué lo permitiría.
—Te conviene.
Mi respiración es pesada. No he dicho que sí o que no. Jordán simplemente entra. Es un humano… o al menos eso parece. Un hombre encorvado y alargado que usa una máscara. Los huecos de los ojos son tan negros. No lo puedo explicar, pero me veo reflejado en ellos. De pronto… ¿parpadean? Sí. Los huecos de sus ojos parpadean. No es una máscara. Es su rostro.
El extraño mira el taburete, mira la improvisada horca de cordones y me mira a mí.
—Bueno, y… ¿por qué te detuviste? Se supone que debía llevarte hace dos días.
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