jueves, 21 de junio de 2018

Día 10

Fue un sueño que tuve hace mucho tiempo. En él corría y corría, atravesando un bosque muy tupido, lleno de toda clase de árboles altos que germinaban de hierba igual o más alta. Vestía harapos, tanto la piel como la ropa hecha jirones.

No sé por cuánto corrí, en el sueño sentí que fueron horas. Sudaba a chorros. Las ramas de los árboles y los arbustos me cortaban la piel. Corría y corría, pero no como un ser humano. Llegó un momento en que comencé a correr en cuatro patas, cual bestia desaforada. Iba con la lengua afuera, huyendo de algo que no podía ver. De pronto choqué con el tallo rústico de una palmera que me raspó todos los brazos. Reboté contra él y caí de bruces sobre la hierba.

Llegué a lo que parecía una planicie que se extendía como por unos veinte kilómetros aproximadamente, hasta confundirse con la neblina de unas montañas en el horizonte. Miré hacia arriba. Me sobrevolaba un cielo azul, sin nubes ni rastro de sol. En ese momento sentí cómo gradualmente iba creciendo el ruido de un helicóptero. Estaba lejos, pero sentía el ruido de sus hélices rasgando como si estuvieran muy cerca de mi cabeza. Lo miré con los ojos entrecerrados por el resplandor y comencé a correr otra vez. Entonces escuché unos ruidos secos y sentí una serie de punzadas agudas en mi espalda.

Me estaban disparando. 

En el sueño sentí muy reales los impactos de las balas sobre mi carne. Nunca antes había soñado con tiros. Y menos con un tiroteo de esa magnitud. Hey, o sea, ¡la espalda me quedó como un maldito queso! Y cuando ya no pude sostenerme, mezcla de la debilidad por la pérdida de sangre con el horrible dolor que sentía, caí otra vez de bruces sobre la hierba. El sueño acabó conmigo ahí, tirada, respirando con la boca abierta, esperando que me matara el cansancio antes que los del helicóptero bajaran a terminar el trabajo.

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