domingo, 27 de octubre de 2019

27 de octubre de 2019

He estado soñando bastante y de manera bien intensa a lo largo de estos últimos días. No son pesadillas ni nada que me angustie ni nada por el estilo. Sin embargo, luego de cada sueño me despierto presa de una pesadez y un cansancio mental increíble.

La madrugada de hoy no fue la excepción. Una sarta de imágenes inconexas y raras, que ya no recuerdo, llegaron a mi mente sin previo aviso. Anotaré a continuación lo único que recuerdo:

Un sol atrevido clavaba sus rayos candentes sobre mi brazo. Estaba sentada en la última de las bancas del lado izquierdo de una iglesia grande, de arquitectura gótica, alta y espigada. Sonreía como aletargada mientras escuchaba la misa. Ni bien terminó, salí de ahí y recorrí unas calles del centro de Santa Marta. Crucé en dirección a la plaza de San Francisco y llegué a la terraza de la que se alzaba como una casa menuda, de una sola habitación tipo salón comunal. No tenía puerta, por lo que entré sin avisar y vi que adentro estaba reunido un gran número de personas, más del permitido o al menos uno concebible en la lógica de aquel lugar tan minúsculo. Después de observar durante un rato, me di cuenta que todos los presentes eran mujeres que cantaban alabanzas cristianas a pulmón herido en medio de aquellas paredes color zapote, a excepción del pastor: un hombre grande, negro y gordo, con unas gafas culo de botella claustrofóbicamente bifocales, que leía el evangelio.

Vi que las expresiones de las mujeres reflejaban un estado de trance preocupante mientras me abría camino entre la multitud. Luego encontré una silla plástica y me senté a esperar al pastor porque, por alguna extraña razón, sentía que necesitaba hablar con él. Luego de lo que sentí largas horas, el hombre se dio cuenta de mi presencia y me miró con desdén, siguiendo como si nada el sermón. Cuando por fin la mirada que le clavé durante largos minutos lo hizo sentir incomodo, el pastor me preguntó qué era lo que quería, a lo que respondí con que necesitaba su aprobación y bendición en algo que iba a hacer. Me preguntó qué iba a hacer y yo le dije que necesitaba su aprobación para un cómic que estaba haciendo. Entonces saqué de una mochila que no recuerdo haber visto en otra parte del sueño una libreta grande y blanca, pesada como el alma de muchos, y en una de sus hojas dibujé a un personaje mío, un conejo mitad castor, que tocaba una guitarra con los ojos llenos de lágrimas.

El pastor me dijo que fuera a ver al sacerdote de la otra iglesia, la gótica, y recibiera su bendición. Solo así recibiría su aprobación, o al menos eso fue lo que entendí. Así que salí corriendo hasta la iglesia gótica. No permanecí mucho tiempo allí. Solo recuerdo que vi a un hombre viejo encorvado y calvo, también gafufo, calvo en la parte de arriba de la cabeza y con unos manojos puntiagudos de pelo ralo y canoso por encima de cada oreja. Su expresión era seria y calmada, me dijo algo que no entendí y salí de ahí.

De nuevo ante el pastor, él suspiró e intentó decirme unas palabras, pero el sueño acabó abruptamente, y quedé sin saber qué era lo que iba a decirme.

Inmediatamente después de despertar, salté de la cama azorada porque sentí que tocaban a la puerta del cuarto. Tocaron de manera insistente. Tocaron, tocaron y tocaron. Fue una serie de golpes calmados. Pausados. Casi rítmicos. Todavía con un sueño más grande que yo, decidí abrir la puerta del cuarto. Nadie. El ruido solo cesó en el momento en que me asomé al pasillo de mi apartamento. Y yo estoy completamente sola.

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