No me importó vestir únicamente una camiseta bastante corta, que me apretaba en las mangas. Era de color negro, con una serie de pequeños estampados grises en la parte inferior. Ahora que lo pienso, se parecía mucho a una que tuve en mi adolescencia. Bajé, pues, las escaleras, con dirección a la primera planta de la casa, donde había mucha gente. Gente mayor, vieja, tanto de la edad de mis padres como de la edad de mi abuela. Por la atmósfera supuse que se trataba de alguna reunión política y me encogí de hombros. Pasé por el pasillo y bajando las escaleras pude sentir un frío travieso en mi entrepierna. Ahí me di cuenta que estaba completamente desnuda de la cintura para abajo, ni siquiera tenía ropa interior. Estaba hasta más delgada, y con mi vello púbico depilado al ras.
Mi tío veía televisión en su lugar de siempre, en la sala, bien pegado al comedor, y cuando se percató de mi desnudez llamó mi atención, pero no me importó, o al menos no en ese momento. Caminé como la reina de la casa hasta llegar a la cocina, pasando entre mucha gente desconocida; solo recuerdo a una mujer mayor, de ojos saltones y boca de pato, de baja estatura, de tez morena y de cabello negro veteado de canas, sobresaliendo como flequillo en la frente arrugada. Después caí de bruces sobre la lavadora y fue ahí que me embadurnó la vergüenza. Entonces agarré el primer short de pijama que vi en la ropa sucia: uno que usa mi hermana, verdoso con cuadros azules, y me lo puse.
Luego cerré los ojos y al abrirlos ya no estaba en Mamatoco. Ahora estaba en una especie de ciudadela, compuesta mayoritariamente por edificios largos y ruinosos. Yo era un hombre de mediana edad, que vestía overoles anaranjados. Caminaba por todo el sitio mirando a la gente corriendo despavorida, huyendo de algo que no logré distinguir y que no me daba miedo. Sin embargo, y de la nada, comencé yo también a sentir ansiedad y comencé a buscar a alguien. A mi hija… que no era tan hija, o al menos ya no me acuerdo. Era un gato. Un gato rubio y pequeño. No supe desde qué momento comencé a cargarlo, pero lo tenía. La gente a mi alrededor gritaba. Se acercaba una ola gigante. Era agua sucia y verdosa. Nos iba a bañar a todos con porquería. Yo estaba caminando en las inmediaciones de un edificio laberíntico, de igual color verdoso. Subí hasta el piso más alto y ahí el agua no me dio tan duro. Ya no tenía al gato, pero tampoco lo extrañé.
A la mañana siguiente me despierto agotada. Tenía días sin soñar así, y aunque no fueron pesadillas, me siento mentalmente exhausta.
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