Caminaba a lo largo de un apartamento amplio, bastante diferente del mío, de paredes amarillas, iluminado por una luz blanca. De pronto me vi llegando al polideportivo, y arrastré los zapatos por todo tipo de zonas enlodadas. Caminé hasta la que parecía la reja de la entrada principal de uno de los complejos deportivos y vi que pasaron dos amigos míos. Los saludé, pero mi boca soltó palabras que no eran en español. Antes de que me diera cuenta, volví a teletransportarme, esta vez de vuelta a mi apartamento y comencé a recibir mis muebles nuevos, recién comprados. Primero fue la sala, compuesta por un sofá esquinero color gris y un sillón bastante cómodo, color azul turquesa, acompañado de una minúscula mesa y un aún más minúsculo centro de mesa. Además, venía con una lámpara de pie. Después vino la cama que sorprendentemente era de acabados en madera envejecida, casi chapada a la antigua como una que tuve y que amé mucho siendo adolescente. Con ella venían muebles y cómodas de todos los tamaños, todos de color envejecido.
Otra vez cambié de lugar, solo que ahora se sintió como si en vez de teletransportarme, pasara la página de algún libro gigantesco en el que está consignada mi vida. Ahora esperaba el bus en la avenida. Como todos los que pasan por ahí pasan por el centro, me subí, aunque de todas formas le pregunté al chofer y él me lo confirmó. Luego, al darle el pasaje, una señora delgada, alta y blanca casi ceniza, con pelo gris recogido en una moña y unos lentes cuadrados de marco rosado, me dio su dinero para que pagara también el de ella dándome abundantes billetes de 10.000. Me dio más de la cuenta y yo se los devolví después, aunque debo admitir que al final me quedé con uno.
Ahora viene lo más bizarro de todo el sueño: de alguna extraña manera o misteriosa teletransportación resulté caminando de vuelta por toda la avenida Santa Rita buscando mi apartamento. Sin embargo, la única pista que tenía era que estaba arriba de un Justo y Bueno, y así se los dije a las personas que iban conmigo. Hasta ese punto supe que no estaba sola. Esas personas eran todos hombres, unos muchachos que no podían tener más de 20 años, de profesión constructores, y llevaban otro montón de muebles recién comprados por mí. Después de dar con muchos apartamentos posibles, dimos con el que era: un apartamento más bien viejo y lúgubre, de paredes blancas y deterioradas. Quedaba en un segundo piso altísimo, y para llegar ahí teníamos que subir unas escaleras de mano súper destartaladas. Los muchachos se burlaron de esto ante mi evidente preocupación. Luego de mucha lucha y muchas astillas enterradas en mis manos, subí las escaleras y di un vistazo al segundo piso. Lo primero que vi fue la mitad de una máscara blanca, como esas de teatro, sonriente. La sentí con sus ojos vacíos mirándome fijamente desde adentro, y eso me dio una muy mala espina. Entonces, y no sé por qué, comencé a gritarle. Sí. Le exigí a voz en pecho que saliera de la casa, así, bien fuerte, como si estuviese exorcizando un demonio. Porque bueno, así se sintió, y el ambiente se tornó de repente pesado y nauseabundo. Entonces, la máscara se volvió negra como el carbón y salió despedida de la casa como un murciélago huyendo de la luz. Después grité más y vi que emergieron de la nada un montón de cabecitas negras. Gatos. Gatos negros y diminutos, todos con ojos horriblemente saltones y emanando una energía negativa impresionantemente grande. Grité como nunca y todos salieron despedidos de la casa casi como electrocutados. Solo entonces el ambiente se aligeró.
Al final bajé las escaleras y los constructores me felicitaron. Luego me entregaron a este perro pequeño y peludo, blanco y débil. Lo recibí cargándolo como a un bebé y lo acuné en mis brazos. Me sorprendí a mí misma frotando al animal en la frente como a un minino, y él, manso. Pero en el hocico, en el pelo y en los ojos se evidenciaba lo horriblemente enfermo que estaba. Además, se sentía frío y lívido. De pronto comenzó a toser. Tosía y tosía convulsivamente, hasta que se cagó encima de mí. Sí. Literalmente. Y después cagó y cagó hasta botar sangre y quedó ahí tirado, en el piso, de medio lado.
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