Con todo y el guayabo de pesadilla, no recuerdo lo que soñé, al menos no con exactitud. Las primeras imágenes fueron límpidas, muy iluminadas, en las que corríamos a través de una alta edificación de paredes amarillas y brillantes, de textura rugosa, de eso sí me acuerdo. La memoria es jodidamente selectiva, qué vaina. Íbamos un grupo de mujeres caminando, luego corriendo y finalmente saltando, hasta llegar a una especie de tienda, suerte de estanco, y nos sentamos alrededor de una pequeña mesa. Cuando yo quise sentarme, el tendero se interpuso y comenzó a limpiar la silla, que estaba mojada. Apenas se dio cuenta de mi presencia, el hombre la dejó a medio secar y se fue. Yo me apresuré a seguirle el paso para reclamarle que terminara de limpiarla y de mala gana me dio otra silla. También estaba mojada.
La siguiente parte del sueño pasó de ser iluminada y amarillenta a ser grisácea y oscura. Era como si estuviésemos dentro de un videojuego, tipo Crash Bandicoot donde reventaba cajas negras y recogía manzanas. El lugar (una edificación alta y ruinosa, de superficies curvas, todas de un color azul violáceo muy oscuro) se desangraba en rampas y ondas. Más que un lugar, parecía la destartalada montaña rusa de una ciudad de hierro.
Una horrible ansiedad me sacudió de pies a cabeza durante otro momento del sueño. Algo trágico, sangriento… algo inhumano estaba a punto de pasar. Una persona a mi lado, cuyo rostro no distinguí ni recuerdo ahora, recibía conmigo unas plantas y las agrupábamos todas para sellarlas dentro de unas cajas. Había más personas ahí con nosotros que se agolpaban a nuestro alrededor sin comprender nuestra angustia. A gritos nos exigían que parásemos mientras sellábamos lo más fuerte que podíamos las cajas con cinta adhesiva transparente. De pronto sentí que estaba a punto de amanecer y supe que nos estábamos quedando sin tiempo. Lo horriblemente inminente por pasar pasaría apenas el sol se asomase, y yo estaba al borde del llanto y un colapso nervioso. Una vez terminamos de sellar a las plantas en aquella suerte de ataúd de cartón la colocamos en la oscuridad del espacio que había entre la pared de la terraza y el mueble inferior de la cocina. Era de esos de las cocinas integrales, propias de los apartamentos. Era de color marrón. La pared era blanca, aunque manchada de mugre. No había puerta, solo un hueco rectangular e igualmente pálido que comunicaba con el mundo exterior y con el aterrador y ya inminente amanecer.
De pronto, de la parte inferior de la caja emergieron un par de tentáculos verdes, muy delgados y cortantes, perforaron la cinta y empalaron el cuerpo de mi mamá, que era la que estaba más cerca. Finas hebras de clorofila inyectaron la parte derecha de su cuerpo, tan rápido, que no hubo tiempo siquiera de reaccionar. Tampoco hubo sangre. Al final, prácticamente me obligué a despertar. Aún después de doce horas, aún ahora, escribiendo esto, todavía me perturba el rostro impasible y sonriente de mi mamá mientras las plantas la martirizaban como a San Sebastián.
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