Viajaba a través de un pasillo largo y rojizo. Iba en un carro, conducía mi papá. En el sueño era mi cumpleaños o alguna otra fecha especial y por eso él me regaló un libro. Tenía por título “Deeana” y era de Stephen King. Se trataba de la historia de una madre robot bastante absorbente que tenía una hija que quería independizarse de su yugo. Esto lo supe no precisamente porque leyera el libro. De alguna extraña manera, la historia se hizo realidad frente a mis ojos.
Yo vi frente a frente a cada personaje de la historia: la robot era gigantesca, hecha de un metal oxidado, pero al mismo tiempo brillante. Era de forma geométrica, básicamente compuesta de cubos y rectángulos. De sus brazos salían tubos trenzados que chorreaban un aceite oscuro, como unas venas gruesas llorando sangre negra. La hija era pálida y ojerosa, gruñona. No volteaba a mirar a su madre-robot. La odiaba. El odio lo transpiraba hasta por el cabello grasoso y ralo.
En un punto climático de la historia, vi cómo la mamá robot corría desde el final del horizonte para ponerse frente a una mujer a punto de dar a luz. Entonces la robot abrió la barriga hinchada, sacó el cordón umbilical y se llevó el feto a la boca abierta, llena toda de dientes filosos y babeantes. Pero se vio interrumpida de pronto por un grito anónimo, una distracción que el feto aprovechó para salir. Sin embargo, el feto no… “nació”, o al menos no transfiguró en un bebé, sino en un bicho. Una cucaracha voladora que iba de aquí para allá, aturdiéndolos a todos. Fue todo muy nauseabundo: los bordes de sus alas eran venosos y su composición era negruzca y apestosa, como hecha de mierda. Sus patas eran largas, puntiagudas y velludas. Todo aquello cubierto por un sol y cielo rojos fue un espectáculo asqueroso, punzante.
En un punto climático de la historia, vi cómo la mamá robot corría desde el final del horizonte para ponerse frente a una mujer a punto de dar a luz. Entonces la robot abrió la barriga hinchada, sacó el cordón umbilical y se llevó el feto a la boca abierta, llena toda de dientes filosos y babeantes. Pero se vio interrumpida de pronto por un grito anónimo, una distracción que el feto aprovechó para salir. Sin embargo, el feto no… “nació”, o al menos no transfiguró en un bebé, sino en un bicho. Una cucaracha voladora que iba de aquí para allá, aturdiéndolos a todos. Fue todo muy nauseabundo: los bordes de sus alas eran venosos y su composición era negruzca y apestosa, como hecha de mierda. Sus patas eran largas, puntiagudas y velludas. Todo aquello cubierto por un sol y cielo rojos fue un espectáculo asqueroso, punzante.
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