Santa Marta, 26 de enero de 2020
Papi,
De una famosa serie de televisión sobre un caballo ególatra y depresivo aprendí que “cuando miras a alguien a través de gafas de color rosa, todas las banderas rojas parecen simplemente... banderas”. Para mí, eras un dios. Para mí, todo lo que hacías estaba bien, era perfecto. Me pareció bien el día en que llevaste al hijo de otra mujer a nuestra casa a decirnos a mi hermana y a mí que ese era el hermanito que tanto deseábamos. Me pareció bien cuando me dejaste en carro encendido mientras permaneciste una hora con alguien en ese edificio de El Rodadero. Me parecía bien tener que cuidar a mi abuela porque se quedó sin hijos que la cuidaran. Me pareció bien incluso el hecho de que gente que no conozco se burlara y me dijera de todas tus aventuras amorosas. Y me parecía bien rechazar ciertas propuestas de trabajo, pero cuando me llegó esa de Taganga me mandaste a trabajar allá “para ver si me conseguía un extranjero que me mantuviera”.
Pero entonces, y bastante repentinamente, las gafas se cayeron. Hasta el sol de hoy, aquí sentada delante de la pantalla en blanco, todavía sigo luchando por hacer cicatrizar esa herida. Y no fue tu culpa. Digo, decepciones así solo pasan cuando uno tiene expectativas tan altas como el Everest. No puedo evitarlo.
Siempre he luchado con cada célula de mi ser tratar de agradarte, porque sentía que nada de lo que hacía o que significara algo para mí te llenaba a ti. Eres la persona más difícil de impresionar y de aterrorizar por más horribles que hiciera mis cuentos o mis novelas. Tu sentido del humor es casi nulo y ninguno de mis chistes malos te mueven ni una pestaña.
Decidí estudiar lo que estudié en la universidad porque me lo sugeriste y repito, no te culpo, pues todo lo que yo quería era agradarte, incluso si eso implicaba dejarme largo un cabello que me pesaba y seguir en un trabajo que no me gustaba por el hecho de “tener una estabilidad”.
Hace poco tuvimos una conversación, ¿te acuerdas? Cuando todavía vivíamos en Mamatoco. Me confesaste que todavía te da muy duro la ausencia de su padre, quien murió en un aparatoso accidente automovilístico cuando estabas muy pequeño. Verlo a ti, el epítome de la seguridad y la fuerza, llorando desconsoladamente me partió el corazón, y lo único que atiné a hacer fue a ponerle una mano en el hombro. Esa noche se derrumbó la imagen que tenía de mi querida abuela, tu madre, quien preocupada por mantener a sus cuatro niños sobrevivientes los descuidó al mismo tiempo. Ustedes no son más que piezas rotas de un rompecabezas incompleto, tratando de encajar aún hoy en medio del caos. Y eso también somos nosotros, yo. Porque la inestabilidad genera más inestabilidad.
Durante el colegio y la universidad me sentí bastante mal porque nunca destaqué, nunca me gané una beca ni nada por el estilo, y me comparaba todo el tiempo contigo porque tú siempre sacaste las mejores notas en todo, con una carrera que querías y ganando un sueldo estable y todo eso. ¿Y yo? Tiemblo hasta para decir mi nombre y de vaina tengo un pregrado que ya no me llena. Fuiste el mejor de tu clase, eres un destacado abogado, firme en lo que cree y en lo que plantea. Todo el mundo se calla cuando tú hablas, y lo haces perfectamente, sin titubear y nadie te interrumpe. Eres el macho, el dominante. El de las tres y más mujeres. Tuviste nada más y nada menos que tres hijas y sigues sin respetar a la mujer.
Ahora, escribiendo esto, descubro que, a fin de cuentas, nos parecemos bastante, y no solo en lo físico. Siempre buscando aprobación, luchando por siempre estar con el visto bueno de nuestros padres. Dices que te vas a morir y no vas a poder ver una obra mía materializada, y es algo que me embarga de una tristeza horrible al pensar que eso puede ser posible. Porque lo cierto es que no me concentro. No me hallo y no termino nada de lo que empiezo. Me cuesta mucho sentarme frente al cruel Word en blanco, y tampoco es que tenga mucha confianza con lo que escribo. Pero lo estoy intentado. Todo lo que hago es intentar, intentar e intentar… escribir que es todo lo que quiero en esta maldita vida, pero eso no lo ves tú ni ningún miembro de mi familia, porque todo lo que importa es tener un trabajo que me dé de comer y de paso ayude a mantener a mis hermanos.
En diciembre del 2018 te fuiste sin más, sin despedirte, ni nada. Casi treinta años y me vi a mí misma llorándole a la terapeuta de turno como si fuera una chiquilla de cinco años a la que se le separaron los papás. Y ahora veo que estás bien, tienes tu trabajo, tu casa, tu hijita adorada… y yo no puedo evitar sentirme reemplazada, rota. Me sentí triste y desolada, por supuesto, pero escribiendo esto me doy cuenta que tal vez lo que en verdad siento es celos. Sí. Porque dejaste todo y a todos, hasta a tu madre, con tal de buscar tu felicidad y es algo que yo no he sido capaz de hacer. Sí. Celos. Porque yo también quiero felicidad. Y mi espacio.
Me dices todo el tiempo que yo estoy para grandes cosas. El saber eso me llenaba de una alegría inmensa. Que ser profesora, que ir a estudiar en el extranjero, que ganarme una beca, que culminar mil y un posgrados, que lograr el mejor trabajo, preferiblemente con el estado o con una universidad… ¿y para qué? Todo esto ahora me embarga de una presión gigantesca. ¿Por qué tengo que ser grande? ¿No puedo simplemente estar en mi espacio, en un cuarto minúsculo, escribiendo por y para mí? Con existir me basta, y es algo que ya me cansé de tratar de hacerte comprender.
Quiero decirte que me cansé de querer agradarte o querer cumplir con tus expectativas. Me cansé de llorar también. Por favor, ¿llorar por un hombre? Ya no más, ni siquiera si es mi papá. Ah, sí, por ti ya no creo en los hombres. Y no. No soy ni doctora, ni abogada ni mucho menos profesora y no quiero serlo. Papá, te amo, pero no voy a irme al extranjero a estudiar con beca, no voy a estudiar un posgrado en docencia y no voy a mantener a mis hermanos. Ya no me importa si recibo tu disgusto cuando me relacione con una mujer. Y voy a buscar mi espacio, que tanto necesito, y a escribir. Porque he decidido escribir a pesar de todo y de todos.
Atentamente,
Oriana.
Siempre he luchado con cada célula de mi ser tratar de agradarte, porque sentía que nada de lo que hacía o que significara algo para mí te llenaba a ti. Eres la persona más difícil de impresionar y de aterrorizar por más horribles que hiciera mis cuentos o mis novelas. Tu sentido del humor es casi nulo y ninguno de mis chistes malos te mueven ni una pestaña.
Decidí estudiar lo que estudié en la universidad porque me lo sugeriste y repito, no te culpo, pues todo lo que yo quería era agradarte, incluso si eso implicaba dejarme largo un cabello que me pesaba y seguir en un trabajo que no me gustaba por el hecho de “tener una estabilidad”.
Hace poco tuvimos una conversación, ¿te acuerdas? Cuando todavía vivíamos en Mamatoco. Me confesaste que todavía te da muy duro la ausencia de su padre, quien murió en un aparatoso accidente automovilístico cuando estabas muy pequeño. Verlo a ti, el epítome de la seguridad y la fuerza, llorando desconsoladamente me partió el corazón, y lo único que atiné a hacer fue a ponerle una mano en el hombro. Esa noche se derrumbó la imagen que tenía de mi querida abuela, tu madre, quien preocupada por mantener a sus cuatro niños sobrevivientes los descuidó al mismo tiempo. Ustedes no son más que piezas rotas de un rompecabezas incompleto, tratando de encajar aún hoy en medio del caos. Y eso también somos nosotros, yo. Porque la inestabilidad genera más inestabilidad.
Durante el colegio y la universidad me sentí bastante mal porque nunca destaqué, nunca me gané una beca ni nada por el estilo, y me comparaba todo el tiempo contigo porque tú siempre sacaste las mejores notas en todo, con una carrera que querías y ganando un sueldo estable y todo eso. ¿Y yo? Tiemblo hasta para decir mi nombre y de vaina tengo un pregrado que ya no me llena. Fuiste el mejor de tu clase, eres un destacado abogado, firme en lo que cree y en lo que plantea. Todo el mundo se calla cuando tú hablas, y lo haces perfectamente, sin titubear y nadie te interrumpe. Eres el macho, el dominante. El de las tres y más mujeres. Tuviste nada más y nada menos que tres hijas y sigues sin respetar a la mujer.
Ahora, escribiendo esto, descubro que, a fin de cuentas, nos parecemos bastante, y no solo en lo físico. Siempre buscando aprobación, luchando por siempre estar con el visto bueno de nuestros padres. Dices que te vas a morir y no vas a poder ver una obra mía materializada, y es algo que me embarga de una tristeza horrible al pensar que eso puede ser posible. Porque lo cierto es que no me concentro. No me hallo y no termino nada de lo que empiezo. Me cuesta mucho sentarme frente al cruel Word en blanco, y tampoco es que tenga mucha confianza con lo que escribo. Pero lo estoy intentado. Todo lo que hago es intentar, intentar e intentar… escribir que es todo lo que quiero en esta maldita vida, pero eso no lo ves tú ni ningún miembro de mi familia, porque todo lo que importa es tener un trabajo que me dé de comer y de paso ayude a mantener a mis hermanos.
En diciembre del 2018 te fuiste sin más, sin despedirte, ni nada. Casi treinta años y me vi a mí misma llorándole a la terapeuta de turno como si fuera una chiquilla de cinco años a la que se le separaron los papás. Y ahora veo que estás bien, tienes tu trabajo, tu casa, tu hijita adorada… y yo no puedo evitar sentirme reemplazada, rota. Me sentí triste y desolada, por supuesto, pero escribiendo esto me doy cuenta que tal vez lo que en verdad siento es celos. Sí. Porque dejaste todo y a todos, hasta a tu madre, con tal de buscar tu felicidad y es algo que yo no he sido capaz de hacer. Sí. Celos. Porque yo también quiero felicidad. Y mi espacio.
Me dices todo el tiempo que yo estoy para grandes cosas. El saber eso me llenaba de una alegría inmensa. Que ser profesora, que ir a estudiar en el extranjero, que ganarme una beca, que culminar mil y un posgrados, que lograr el mejor trabajo, preferiblemente con el estado o con una universidad… ¿y para qué? Todo esto ahora me embarga de una presión gigantesca. ¿Por qué tengo que ser grande? ¿No puedo simplemente estar en mi espacio, en un cuarto minúsculo, escribiendo por y para mí? Con existir me basta, y es algo que ya me cansé de tratar de hacerte comprender.
Quiero decirte que me cansé de querer agradarte o querer cumplir con tus expectativas. Me cansé de llorar también. Por favor, ¿llorar por un hombre? Ya no más, ni siquiera si es mi papá. Ah, sí, por ti ya no creo en los hombres. Y no. No soy ni doctora, ni abogada ni mucho menos profesora y no quiero serlo. Papá, te amo, pero no voy a irme al extranjero a estudiar con beca, no voy a estudiar un posgrado en docencia y no voy a mantener a mis hermanos. Ya no me importa si recibo tu disgusto cuando me relacione con una mujer. Y voy a buscar mi espacio, que tanto necesito, y a escribir. Porque he decidido escribir a pesar de todo y de todos.
Atentamente,
Oriana.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario