sábado, 27 de noviembre de 2010

Como un hijo...

No hay hijo más querido que el adoptado, dicen por ahí. Y creo firmemente en que tienen razón.
La mañana del veinticuatro de noviembre amaneció húmeda y fúnebre, mas nada podría ya manchar el buen humor de Gloria. No tenía nada de qué alegrarse, pues no había podido terminarse de leer La Peste, pero tampoco tenía nada  por lo cual entristecerse. Era una chica práctica, sin muchas preocupaciones en la friolera de sus veinte años. En el momento en que el portero del edificio la vio salir Gloria llevaba en sus espaldas aquel bochornoso bolso rosa, el de dos bolsillos, aquel que tanto le gustaba pero que lamentablemente no terminaba de ser completamente suyo; aquel en el que la etiqueta de Totto Girls se alzaba imponente, como si de cualquier tarjeta de identificación se tratase. A esa hora Gloria se dirigía hacia la universidad, hacia el irrefutable destino, y, como nunca, esa mañana se había levantado temprano; iba con el tiempo preciso. Cogió el bus, el socorrito, y se sentó, a esperar el momento en que tuviera que levantarse a pedir la parada, y justo cuando estaban pasando por su mente los pensamientos de su aburrida rutina se sintió repentinamente liviana, ligera. Un escalofrío surcó con punzantes pies su espina dorsal, y con las manos temblorosas se palpó la espalda. Para su sorpresa, el maletín no estaba. 
-Mi hijo... mi hijo...
-Disculpa, ¿te pasa algo?-le dijo su compañero de puesto.
-¡Mi hijo! ¡Se llevaron a mi hijo!
-¿Qué?
Maldijo su despiste al no presentir que se lo habían arrebatado, e inmediatamente se bajó del socorrito, tambaleándose en los brazos del sparing que se ofreció a ayudarla. Menos mal no había avanzado mucho en la ruta, y cuando Gloria se dio cuenta de eso agradeció al Señor; corrió con todas las fuerzas de sus piernas de vuelta al Vizcaya, y pudo percatarse de la presencia de una silueta sospechosa doblando una esquina. Manga poseía tantos ladrones como esquinas, pero no se dejó intimidar por eso y aceleró su correndilla en aquella dirección. Corría encolérica, con la lengua afuera, con los nervios desbaratados y las lágrimas a flor de piel, señores. Aquel señor del bus se había bajado también detrás de Gloria, igualmente preocupado. Muchos transeúntes le preguntaron por la razón de su correndilla, a lo que el contestaba:
-¡Ella está buscando a su hijo!
Y entonces fue cuando medio Manga estaba detrás de Gloria buscando a su hijo. La silueta negra se vio entonces acorralada, y pensó en algo apresurado mientras intentaba deshacerse de sus perseguidores. Nunca se le pudo distinguir el rostro, pero sin duda se trataba de un hombre de mediana edad, de eso Gloria estaba perfectamente segura.
-Mi hijo... devuélveme a mi hijo...
Los jadeos de la chica se hicieron más fuertes, y para cuando miró hacia sus espaldas vio al montón de personas que buscaban a su hijo y al otro montón que corrían tras de ella. Les sonrió y agradeció nuevamente al Señor, y eso engrandeció más sus ardientes deseos de patearle el trasero a aquella silueta ladrona.
Las gotas de sudor y de lágrimas manaban constantes por el semblante contraído de Gloria, y el mar de cabellos rojizos que adornaban su cabeza estaba ahora despeinado y desordenado. Muchos de ellos fueron arrebatados de raíz por sus manos en momentos de pura angustia y dolor. Suspiraba. Se atragantaba con su propia segregación corporal. Las manos y las rodillas le temblaban como maracas, y los oídos le latían. En la tienda cercana se oía una ranchera de Vicente; en la cabeza de Gloria sólo se oía el llanto y la frase "Mi hijo... dónde está mi hijo...". 
En un momento de oscuridad y confusión, las personas alrededor de Gloria se detuvieron, cuando ya el reloj daba las nueve y cuarenta de la mañana. Los ojos angustiados de Gloria buscaba con ansia a su hijo, y finalmente lo vio tras la muralla rosa de Totto Girls. Ahí estaba el maletín, en medio del monte, del barro y la caca de perros callejeros. La silueta ladrona había sido vencida. Sin más, Gloria se arrastró hasta su bolso, retiró la corredera bajo los ojos curiosos de la gente, y vació su contenido: registrando con ambas manos aquel desorden pudo darse cuenta que hacía falta su celular, pero no importó cuando vio que entre las cosas vio el reluciente empaste de La Peste, el libro que tenía que devolver precisamente aquella mañana a la biblioteca universitaria, y lo abrazó calurosa y tiernamente, justo como cuando se abraza a un hijo consentido y muy adorado...

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