jueves, 6 de enero de 2011

Los colores de ese día

Cuando desperté ese día las hélices del abanico me parecieron más azules, las paredes de la habitación más blancas y el escaparate atiborrado de comején más marrón. Ese día marchó a la perfección, y quitándome las sábanas moradas dibujé una sonrisa al escuchar desde afuera el maullido terroso y ensordecedor del gato. 
Hasta ese día fui pintor de profesión. Ese día se apaciguó aquella necesidad incansable de ver y explorar por todos los medios posibles el sagrado pluralismo cromático. Ese día los colores penetraron mis córneas como dardos puntiagudos, mientras la mañana se desenvolvía en el exterior con total frescura. Desperté con la única y simple intención de pintar las paredes con un único color orgánico. Y tenía que asegurarme de que nada ni nadie se interpusiese en mi tarea.
Ese día se desenrolló en el firmamento la grisácea mañana del cuatro de septiembre, pero pronto esa mañana mutaría a un color vino tinto. Sí, faltaba poco para que eso ocurriera, por lo que el color aguamarina de la paciencia no tardaría en resucitar de lo más recóndito de mi corazón. 
No era cualquier fecha, claro está. Ese día había de ir a enseñarle al gato buenos modales. Dios, cómo detestaba su pelaje rubio, sus penetrantes ojos verdes y su collarcito rojo. Toda su corporeidad cálida me escandilaba, roía mis rosadas entrañas y chuzaba aún más mis pobres ojos blanquecinos. El color arena del cabello de Lucía estaba a la altura de mi mentón, y luego alzó la vista, pendiente para juzgar mis actos posteriores. Toda la fluorescencia de la piel del gato iría a desaparecer esa misma mañana tan gris. Lo había planeado todo con tal precisión que asustaba.
Lucía me miraba con su mirada azul, su mirada de niña inocente. Ese día su rostro no figuraba ninguna expresión, y el único papel que jugó aquella mañana fue el de observadora, aquel de color verde olivo.
Cuando dieron las nueve, Lucía cayó sobre sus amarillas rodillas. Su mirada celeste continuaba sin expresar nada. Toda la molesta gama cromática aquella se había evaporizado. Ahí, en el pasillo, sobre las ocres baldosas se regó el color rojo pasión que tanto me gustaba, y las pequeñas gotas que alcanzaron mis mejillas y labios fue el más sublime y exquisito elixir que he saboreado nunca.

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