martes, 1 de febrero de 2011

Cuando el compromiso apremia...

Me conozco perfectamente bien. Soy alguien bastante temperamental, reservado, deshonesto, implacable y poco servicial. Me molesta que me digan qué hacer, y no soy muy bueno con las relaciones interpersonales. No me gustan las mujeres planas, y mi género musical favorito no existe. Todos son basura. Siendo más específico, no me gusta la música.
Soy alguien bastante superficial, altanero, egocéntrico, individualista, sincero, vanidoso y egoísta. La verdad es que soy bastante egoísta. No comparto ni siquiera con mi moribunda madre.
En lo que respecta a mi físico, puedo empezar diciéndoles que tengo 499 lunares en todo el cuerpo, y ansío que llegue pronto el número 500. Tenía, antes de arrancarlos todos, 1386 pelos en las cejas, ambas cejas, y 1245 pestañas. Llevo cuatrocientos cuarenta y cinco vellos contados en mi antebrazo, y la distancia que hay entre mis dos ojos es de exactamente cuatro centímetros y medio. En mis brazos están marcadas diez líneas bastante molestas que hacen de prueba de la gordura de mi infancia; tengo dos papadas bajo el mentón, tengo seis líneas en cada palma de mis manos y llevo contados quinientos cincuenta y nueve poros dilatados en mi calva.
No es para que se asusten, no. El que debería asustarse soy yo, pues eso me hace pensar en que ustedes no se conocen muy bien a sí mismos. 
No, no estoy loco. Me hierve la sangre cuando lo dicen. Si estuviera loco ya hubiera completado la cuenta de mis poros y la cuenta de vellos de mis antebrazos. Sí, eso sin duda me hubiera vuelto totalmente demente. Aparte de loco, hay gente que me tilda de inoficioso. Esto es, sin duda, una enorme calumnia, pues conocerse a uno mismo es el más grande oficio que puede existir en  el mundo. De eso estoy completamente seguro. Además, conocerme es algo de lo que estoy grandemente orgulloso.
Qué mas les puedo contar. Ah, sí; conozco cuántas cutículas me he sacado en la vida, cuántos mililitros de cera espesa me he sacado, y cuántos uñeros he tenido en mi vida. Puedo asegurar sin pelos en la lengua que el orgasmo de mi concepción duró cuatro segundos y que mi madre duró cuarenta minutos exactos en darme a luz. El doctor que me recibió tenía cinco manchas faciales, y en sus manos tenía un anillo de veintidós esferas verdes.
Cuando cumplí cuatro años, a las tres y cuarto de la tarde, aparecieron los primeros pelos visibles en las ventanas de mi nariz. Cuando a mamá le llegó la menopausia, a las doce del mediodía, a mí me dio la cuadringentésimo trigésimo segunda erección de mi vida por haber visto los pechos de Mariana la de al lado.
También conozco la fecha y la hora exacta de mi muerte. Sé que moriré un dieciséis de febrero, a las dos y cuarenta y cinco de la tarde, cuando en la televisión esté dando la asquerosa novela de después del noticiero. Moriré naturalmente; simplemente caeré en el piso y mis ojos se cerrarán para siempre.
Por cierto, hoy es dieciséis de febrero. Pero esperen... ¡ya son las dos y cincuenta! ¿Por qué cojones no he muerto aún? Hmmm, debió de haber ocurrido algo allá arriba con San Pedro, quien supongo debe de ser el que organiza las muertes.
Hay un error, sin duda. Ya son las y cincuenta y dos. Sí, seguramente el encargado de arrebatarme la vida es un imbécil al que se le olvidan las cosas. Hmm, ya me estoy preocupando. Las gotas de sudor las siento salir de mis sienes como lágrimas de llorón, y el corazón está que se baila solo. Me duelen los párpados por los pinchazos de las pupilas. Me sabe la boca a sal. Me desespero. Algo debió de haber pasado, pero qué. Las manos me comienzan a temblar, y antes de asimilar completamente la inexplicable situación en que me encuentro mis ojos tristes se enfocan en la gaveta de papá, aquella gaveta única y añeja de la que se desprende la más grandiosa de las tradiciones. En aquella gaveta...
Sí, ya está decidido. Las cosas funcionan mejor cuando las haces tú mismo. Sí, eso me lo enseñó el mismo que depositó mi pasaporte a la total culminación del autoconocimiento. Agarro el artefacto, lo pongo bajo la barbilla y...
Cuando el compromiso apremia, es necesario recurrir a medidas desesperadas.

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