Ni él mismo se había dado cuenta que había decidido marcharse.
Su mochila estaba lista; estaba peinado su cabello, cepillados sus dientes y atados sus cordones. Lo tenía todo listo, mas lo único que faltaba eran los adioses que tendría que regar.
Era verdad que no quería despedirse de su mamá, y mucho menos de su papá. Se le formaba un nudo enorme en la garganta de tan solo imaginarse lejos de ellos, pero tenía que hacerlo. Tenía que demostrarse que podía cuidarse solo.
Ya tenía cuatro años después de todo.
Cameron lo miraba con recelo; tampoco quería irse. Su mirada suplicante parecía cobrar vida, parecía querer salir del muñeco y saltar sobre él y arrancarle la vida a mordiscos... todo con tal de que se quedaran.
Comió la merienda despacio. Despacio y callado, calladito. Las galletas de la abuela le supieron a tristeza enmarañada, y el nudo en la garganta casi lo hace atragantarse. Tomó el vaso de chocolisto a dos sorbos, y finalmente agarró la mochila.
¿A dónde iría? No lo sabía, pero debía marcharse de ahí cuanto antes.
Estaba escrito, estaba predestinado a ocurrir.
Su madre hacía documentos en el computador, y su padre leía unos papeles en su escritorio. Pensó que tal vez no se percatarían de su fuga. Sus enormes ojos se llenaron de lágrimas.
Cameron le lanzó una última mirada de preocupación, pero ya él había decidido marcharse.
Salió pues de la habitación, después de mucho tiempo de duda y vacilación. Ahora su mamá preparaba la cena en la cocina, y su papá leía ahora el periódico en la sala.
Más entristecido que nunca caminó rápido y salió a la terraza; sus bracitos aferraban fuertemente el cuello de Cameron, y sus mejillas se estaban enrojeciendo de tanto aguantar las ganas de llorar.
Ya estaba a punto de cruzar la calle, cuando lo llamó su mamá:
-Mi amor, no te vayas. Mira que hice tarta para la cena.
Él se giró sonriendo, miró a Cameron y entró corriendo a la casa.
Tuvo la cena más sabrosa de su vida.
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